diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“Si para algo sirve la literatura es para demostrar cosas:
por ejemplo, que una vida entera,
puede ser, con todo el aire de las colinas, un error”.
“Yo voy a envejecer y a convertir el odio
en mi herramienta”.
El indio salario, Carlos Godoy
A pesar de las connotaciones negativas que se le suelen asignar, hay algo de epifanía en la decepción. Algo deseado, algo que anhelábamos, falla. “Una vida entera, puede ser un error”. Y esa falla, ese error, nos deja desnudas ante el mundo, que se vuelve campo cubierto de niebla, imagen opaca, lugar desconocido. La sorpresa ante la irrupción de lo no esperado nos llena el cuerpo de pena. El estupor vuelve extraño lo que creíamos conocido, abre una distancia ante lo que percibíamos como cercano. Nos ajena, incluso de nosotras mismas y nos impide estar insensibles.
Hoy en día, abundan los consejos del tipo “sonríe y todo estará bien”, “sé tú mismx” y toda esa batería de frases y consignas motivacionales que nos prometen la superación personal. Forman parte de un complejo dogmático basado en la idea de que tener una vida menos dolorosa es una responsabilidad meramente individual, y que podemos cambiar nuestras circunstancias –sean cuales sean– tan sólo apelando a una amorosidad simplona y autoritaria, mezclada con un ejercicio de autoexplotación que se camufla de actitud positiva y amor propio. Frente a estos blancos discursos de la buena onda y la alegría, utilizados tanto por el mercado como por los gobiernos, la decepción puede manifestar algo nuevo sobre las cosas, las personas y el mundo.
Me estoy volviendo cada vez más pajero.
Sin la tele no soy nada.
Y con ella tampoco.
Como plantea Jack Halberstam en El arte queer del fracaso, ciertos afectos considerados negativos por la sociedad (como el fracaso, la decepción, la frustración, el enojo, la vergüenza) pueden permitirnos “crear agujeros en la positividad tóxica de la vida contemporánea”, que nos hace interiorizar “conexiones intuitivas que se dan dentro del capitalismo entre éxito y beneficio”. Esta naturalización de valores, o de la forma que toman las definiciones de esos valores, hacen que cada momento y campo de la existencia se cargue con la obligación del “confía en ti mismo y lo lograrás”, “haz lo mejor que puedas”, “da lo mejor de ti”, etc. Es por esto que el fracaso o el sufrimiento (junto con otros “afectos negativos”) no sólo son algo indeseado sino que, además, son el resultado de nuestra mala gestión individual de la existencia, y no de procesos sociales de desigualdad o explotación.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con El indio salario, editado por 17grises, que reúne los trabajos de Carlos Godoy entre 2005-2018? Cuando leí el libro por primera vez sentí que desde el primer poemario hasta el último deambulaba el rumeo constante de un tono desencantado, pesimista y sarcástico. Me atrajo el matiz de negatividad que se volvía pregnante en muchas imágenes dispersas a lo largo de los poemas. En ellos, el lugar de la improductividad, el cansancio ante el trabajo, el desgano, se anuda con una mirada que des-ilusiona lo real, como si le quitara un velo, y nos permite trascender el intimismo de la derrota para pensarla de modo más amplio.
100 gramos de salame.
100 gramos de queso,
comida de albañil, de obrero.
Cae todo al piso
la botella de cerveza se triza.
El pan.
El salame.
El queso.
Todo mojado.
Es la única comida del día.
La como igual.
Puedo sentir en mis dientes
una que otra astilla de vidrio
la corro con la lengua
la trago
“Correr la astilla con la lengua” podría ser una manera de decir poesía. Una manera de hablar sobre la relación de la escritura con las heridas. Recordé los días en que trabajé como ayudante de albañil de papá. Recordé cómo se volvía más pesado el cuerpo con el correr de las horas, hasta que lo único que podía imaginar era desplomarme sobre una cama suave y limpia. Desplomarme así nomás, con los borcegos embarrados, las medias llenas de tierra negra, las manos blancas y arrugadas por la cal. Recordé las breves pausas al mediodía para almorzar. El estómago tenso. Las astillas que producía la cáscara del pan al cortarlo para hacer el sánguche. El papel gris de fiambrería, los separadores de nylon flameando con la brisa, las fetas rociadas con el polvo en suspensión de la obra, todo apoyado sobre algunos ladrillos transformados en mesa. Emerge de la desesperanza de la imagen un suspiro de decepción ante ese trabajo que sólo retribuye con cansancio: “comida de albañil, de obrero” / “Es la única comida del día” / “La como igual”. El tono desencantado pivotea de lo individual a lo social, haciendo del poema un tajo sobre la superficie de lo cotidiano.
Este ojo mordaz, esta lengua cáustica, también se vuelve –principalmente en Soy la decepción e Indio salario– contra ciertas idealizaciones del trabajo con la escritura (escribir mucho, escribir bien, escribir como se tiene que escribir); se vuelve contra la pose de poeta y, en definitiva, contra la misma literatura cuando es entendida como un círculo que se cierra sobre sí mismo, dejando por fuera al resto del mundo y a la vida. De manera directa o con la torsión de una ironía, echa por tierra (o echa tierra sobre) distintas maneras de entender la escritura y la poesía como algo desafectado, juego tonto entre un grupito aburrido de amigxs (como se puede leer en “Festival de la naturaleza hípster” o “ey pendejo, ey culiado”). Incluso, pone en cuestión el halo de importancia que suele tejerse alrededor del escribir, como un intento de cargarlo de valor.
Todo empieza con un título
Recuerdo que siempre hay cosas mejores que escribir
poemas, como lavar la ropa
que está en el balde
o atender el timbre.
La urgencia, como el juego de roles, siempre
le gana al poema.
“Hacer de la propia vida la única poesía válida”, dice un afiche de Luis Pazos que tengo colgado en mi casa. Hacer del propio enojo, de la propia incomodidad, de la propia decepción, una poética persistente que traiga a primer plano la vida, no que la esconda. La poesía, no para levantar el nombre de unx Poeta. El poema como la intersección que nos permite abrir un abanico de relaciones, tirar líneas, linkear, ver más cosas. El poema como lugar en el que se despliega el lenguaje de la realidad, de las cosas reales y tangibles. La realidad que está más acá de la abstracción (esa distancia que puede abrir una lengua vacía). La realidad que, para muchxs, está minada de frustración, de cansancio, de dolor, de deseoso tiempo improductivo, de agotamiento que se acumula en el cuerpo. En el poema, esa realidad fulgura. Sin embargo, que en la opacidad de la desgracia el poema brille no hace menos dolorosa la imagen.
“Un poema esconde cosas: la verdad siempre prohíbe / la elocuencia”.
(Actualización septiembre-octubre 2019/ BazarAmericano)