diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Leer, leer, leer… Una manera del viaje

La vida invisible, de Sylvia Iparraguirre, Buenos Aires, Ampersand, 2018.

La vida invisible es el relato autobiográfico de la formación de un canon de lecturas que habrá de establecerse en el campo intelectual porteño por el grupo de escritores que hicieran las Revistas El grillo de papel (1959-1960), El escarabajo de oro (1961-1974) o la que fuera un poco más tarde El ornitorrinco (1977-1986), dirigidas todas por Abelardo Castillo, y en las que la autora, a partir de su incorporación hacia fines de los sesentas, habría sido un factor nuclear. Este canon remite, como marca de estilo e identificación, a las lecturas de ese grupo que, en tiempos de dictadura, resistiera desde la literatura en una Buenos Aires deshecha, haciendo lugar al mismo tiempo a los acontecimientos internacionales que conmovieron al mundo durante tres décadas. Sylvia Iparraguirre, nacida en La Plata (1947), criada entre Junín y Los Toldos, llegó a la ciudad de Buenos Aires para estudiar Letras y se integró al grupo de una manera muy personal. Tenía 22 años y desde entonces se enamoró de Castillo, a quien este libro está dedicado.

La vida invisible va trenzando la vida, las lecturas, los paisajes, los maestros, el amor, el campo, las bibliotecas de la infancia, las de la gran ciudad, los libros y en los libros el impacto producido por ciertas historias y ciertos personajes. La autora y protagonista empieza contando su “inclinación” a la lectura, los primeros descubrimientos y el placer que poco a poco y sin darse cuenta sin embargo la va aislando. El sentimiento de rechazo hacia lo que llama su “anormalidad” hace a un apartarse en “la vida invisible” del título, más visible no obstante que la vida misma, el mundo imaginario producido en la lectura, entreverado de héroes y heroínas, escritores y escritoras. Una “vida invisible” que se vuelve, en su caso, vida verdadera y definitiva junto a Castillo.

La narrativa breve de estas lecturas deparan más de una sabrosa escena ejemplar, de suerte que el libro se organiza en nueve capítulos que enfocan, desde la cronología de una vida, la suya, el descubrimiento y la intensidad producidos por uno u otro libro. Desde el principio hay un alistarse en una tradición precisa: la frase de Marguerite Duras, que además lleva a la elección del título para libro, implica una declaración de principios en cuanto a concepción de lectura, y entonces de literatura, que Iparraguirre tendrá a lo largo de su vida: “muy pronto supe…que yo vivía dos vidas: una visible y otra invisible. En la vida visible estaban mis padres, mi hermana, mi casa, la escuela. La vida invisible empezaba y terminaba con la lectura” (pág. 7). Pero aclara, no se trataba del imaginario del mundo infantil sino de un espacio donde tomaban forma y se relacionaban personajes e ideas para convertirse en el lugar para especular sobre la realidad y sobre sí, complejizado con el tiempo y el entrelazarse de las nuevas y las viejas lecturas.

El párrafo abre la instancia confesional y permite, al mismo tiempo, trazar un mapa socio-temporal: en la estela de Duras y una posición definida sobre la lectura y la literatura, se deja ver una manera de definirse entre los intelectuales de la década del ‘60 que habrían de imponer el imaginario de lo joven y un mundo propio radicalmente contrapuesto al de la tradición. También podría decirse, el modo de la distinción de los recién llegados al campo que de aquí en más habrá de convertirse en norma. La lectura y la escritura en tanto trabajo significó una verdadera “revolución” en sus vidas y esta posibilidad emparentaba su métier, claro está, con una forma del compromiso político que generaba la construcción del protagonismo y la intervención en lo real social. Así, y en relación a los acontecimientos de la historia, propia e internacional, Iparraguirre desglosa el hilo de sus experiencias de lectura: desde el descubrimiento en la infancia hasta la verdadera iniciación junto al encuentro con el amor. Siempre en relación con lo vital, la lectura resulta una experiencia decisiva en la formación de identidad “no condicionada por nada” según la autora, “ligada solo a las valoraciones primarias de las que nos erigimos como únicos jueces” (pág. 8). En esta línea, los efectos más placenteros que depara la lectura rondan “el poder de suspensión de la realidad circundante”, el vivir “en otra dimensión” asociada a la libertad aunque de la mano de autores “faro” y “padres y maestros mágicos” que , al mismo tiempo, proporcionarían una compresión “más amplia y profunda de la realidad y de los otros”. Sin duda, resuena en las palabras de Iparraguirre el célebre debate de Julio Cortázar mantenido con Oscar Collazos allá por los ‘60 en torno a las relaciones entre literatura y realidad. La autora, desde este lugar, se aviene a contar su “historia personal con los libros”, los que la marcaron, los que más recuerda, los que más ha releído. Una autobiografía que rescata el papel de la grafía en la auto-bio, “el lugar donde puede aparecer alguna verdad” (9) y el “momento” en el que un libro conmueve y encuentra “la fortuna” de ser “compartido” con “alguien para quien los libros fueron el eje capital de su existencia, Abelardo Castillo” (9).

El juego se inicia con La pequeña Lulú, se continúa en el cine, tan determinante en la vida de la autora que justifica, junto a los libros, su conversión a la escritura. Habla de “universos paralelos” y esto remarca la idea del deslumbramiento provocado por la vida lectora a la que llega cuando se instala en Buenos Aires. El cine es parte de ese deslumbramiento e inmediatamente habrá otro en él: el aprendizaje de la forma dice. “¿Cómo narrar?” será la pregunta que Iparraguirre guarda para sí cada vez que lee un libro o mira cine. La fascinación por cómo narran los que narran alcanza incluso el hacer de la poesía que abordará más adelante. Entre tanto deshilvana lecturas que apuntan a la construcción de un mundo: desde la intimidad de los personajes de papel a las acciones heroicas de los más aventureros. La colección Billiken y Robin Hood signan el principio, las novelas policiales (de las colecciones Rastros o Sexton Blake), la gauchesca y la española lo que sigue. En Junín se apropia de la biblioteca paterna. En Los Toldos, de la de la abuela. Enciclopedias y la Historia de Europa, en cinco tomos, coronan con ilustraciones los veranos y las siestas. El viaje, siempre, es el incentivo para seguir leyendo, mientras se indician los libros por venir de la propia Iparraguirre: César Bruto en El parque, Tolstói en Del día y de la noche o un misionero español hospedado en su casa que trajo consigo el Pequeño manual del misionero para evangelizar a los indios fronterizos en su La tierra del fuego. A partir de aquí cada libro leído tendrá sus propias páginas y el recuerdo de sus efectos por lo que la lectura será efecto de escritura y se mostrará en un largo discurrir encantatorio. Contar la lectura se complementa cen la escritura de sus propios libros donde cada una de las historias surge de esta suave confrontación entre la vida misma y la vida que llama invisible. Así por ejemplo Marido y mujer de Tolstói y Robinson Crusoe de Defoe arman “el primer mapa imaginario de ese territorio sin tiempo, el primer paisaje” (pág. 23).

La adolescencia trae “bordes imprecisos y vergonzantes” (pág. 25). Leer resulta sintomático y a la vez sospechoso a los ojos de los demás. No está de moda dice Iparraguirre y, entonces, disimula su “inclinación”. Tolstói otra vez da en la tecla en Infancia, adolescencia, juventud. Iparraguirre se identifica y los límites de la vida invisible se cierran sobre sí, en soledad. Ella se desdobla pero allí, precisamente allí, se producirán las lecturas fundamentales: Borges, Sábato y Cortázar y el lenguaje de los argentinos, su puesta en escena en libros que hasta entonces hablaban con otra entonación. Desde este descubrimiento, un lenguaje y un humor “netamente” argentinos, volverán las lecturas del siglo XIX: Wilde y Echeverría pero también Alexander Pushkin y Lord Byron mientras el Facundo se reconoce como aquello que lee una cultura y “sus formas subyacentes” antes de llegar a Roberto Arlt quien enseña “otro modo de ser escritor”. Ray Bradbury al principio de la ciencia ficción la llevará a Sturgeon, Ballard, Philip Dick entre otros para entremezclarse siempre con los escritores del siglo XIX y principios del XX. Los grandes temas arman constelaciones de escritura: de Bradbury a Tolstói, a Joyce, a los encuentros con escritores. Constelaciones que dicen métodos, consejos, maneras de escribir junto a lo que escriben: Orwell y Swift, Huxley y Zamiatin, Kadaré para volver no obstante a la Ilíada y la Odisea.

El 11 de diciembre de 1968 está remarcado por Iparraguirre: un examen final frente a Borges abre el capítulo en anécdotas y recorridos con el maestro quien será modelo de escritor y, sobre todo, del docente sobre quien nunca habrá de escribir críticamente. Prefiere definirse como lectora a secas para poder hablar de su relación en primera persona. Borges resulta entrañable. Desde los primeros encuentros adolescentes con su obra inicial el acercamiento pertenece al orden de la experiencia personal: la “emoción callada”, “las cosas sencillas”, “los bordes”, “la soledad”, “la devoción hacia los detalles significativos”, “las descripciones estrictas”. Borges es un estilo pero en Iparraguirre, sobre todo, un maestro de lecturas, de libros y de Buenos Aires. Inmediatamente se dedicará a la poesía por la que sin ser poeta Iparraguirre se declara acompañada en “la parte menos descifrable de la vida invisible. Y a la vez, la menos contaminada, la más cierta” (pág.56). Allí desfilan versos, estrofas, autores: Neruda, Asunción Silva, Darío, también Roque Dalton, César Vallejo, Miguel Hernández, Ezra Pound, Saint-John Perse, Alejandra Pizarnik, Irene Gruss, Alexandra Petrova, Jaime Huenún, Nazin Hikmet, Lubicz Milosz, Pasolini, Rilke, Ferlinghetti. Y en ese recorrido llega la edad de la “Educación sentimental” alrededor del ‘68 y el ’69. Castillo lo ilumina todo, un encuentro vital dice, ni intelectual ni literario, para compartir “un núcleo profundo, central, un sentido general de la existencia y de las cosas”(pág. 68). En esta línea, necesita declarar: “El retrato de Abelardo, como lector, es indispensable en este libro, ya que incidió en cómo, qué y cuánto leí yo misma, más allá de mis propias elecciones. También es inevitable que hable de él como lector con extrema admiración” (pág. 69). Lectura y escritura se convierten entonces en vida verdadera, un arte, una forma de vida compartida. Escribir sobre Abelardo es escribir sobre sí, sobre cómo leía Castillo y entonces cómo ella aprendió, nuevamente, a leer. Literatura, filosofía y artes, clásicos y nuevos autores, anidan en la misma coordenada de vida.

En “De la vida académica y otros sucesos” (pág. 79 y ss.) cuenta una manera “profesional” de leer. Allí se produce el encuentro con otro tipo de escritores, teóricos y críticos, Mijail Bajtín por caso y su Estética de la creación verbal que resulta un hallazgo de “alcance”. Defraudada Iparraguirre por no poder defender su tesis de doctorado en sociolingüística en tiempos de dictadura, Bajtín resulta una “revelación y una compensación” para transformarse en “verdadera universidad”: desde allí pudo pensar y escribir “sobre lo interdicto en la facultad (el contexto, la historia, el sujeto)”, también su propia vida distanciada de la universidad de la dictadura. Bajtín le permitió ver que el horizonte, pese a todo, podía ampliarse: la microhistoria, la teoría de la recepción, la pragmática, la ideología. Desde estas nuevas perspectivas, Iparraguirre ofrece su lectura crítica ensayística de Ana Karenina (págs. 87-99) de donde, es claro, extrajo formas para su propia narrativa.

Finalmente, sabemos que esta historia de lecturas viene apoyada por un “Diario de libros” (pág. 101) que Iparraguirre ha llevado a lo largo de su vida. Como prueba trae al ruedo la transcripción de aquellas impresiones primeras, sobre todo a propósito de relecturas: de Moby Dick a Philip Roth, de Albert Camus a Las Brontë, de Faulkner a Katherine Mansfield, de Fitzgerald a de Quincey, de Virginia Woolf a Dylan Thomas, de Manuel Puig a Sylvia Plath, de José Donoso a Bernhard, de Joyce a McCullers, Sartre, Keegan, McEwan, Lispector, Kenzaburo Oé, Broch, Kafka, O’Connor, Güizburg, Carpentier, Rulfo, García Márquez, Capote, Chéjov.

Cada autor, cada autora, habrá tenido su parte y tras esos nombres se perfila un modelo de lectora pero también de escritora argentina. Si puede pensarse cómo se hace un escritor no es sino, y aquí se reafirma, siguiendo sus lecturas. A veces la reconstrucción es parte de la investigación, otras se hace rigurosamente explícita, como aquí, para darnos el fondo y forma de una narrativa pero también de una generación y grupo de pertenencia.

 

(Actualización julio-agosto 2019/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646