diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Los ojos abiertos, la boca llena de sal

Figuras de la intemperie. Panorámica de estéticas contemporáneas, Paula La Rocca, Paula y Ana Neuburger (compiladoras), Córdoba, Editorial de la UNC, Colección Formas, 2019.

En este libro se habla de poemas, de crónicas, de películas, de haikus, de obras tachadas. En este libro se habla y encima de su lengua sopla la intemperie del tiempo. Las figuras que le aparecen (así como uno dice “que le nacen”, “que le salen”), se van modelando entre ese soplido incesante del tiempo y la extraña tarea de confección sensible que los autores van haciendo con ellas. Es decir, con las figuras. En este libro se habla una lengua plástica, material, hecha de agua, de piedra, de sal, de luces. Quizás por eso muchas veces no la entiendo. ¿Quién entiende la sal? ¿La mujer de Lot, quizás? Parece improbable. La lengua de este libro es una lengua en la que escritura y lectura se confunden y nos confunden. A medida que uno se pasa el dedo por la lengua y luego pasa el dedo por las páginas de este libro, se pregunta ¿no estarán inventando? Una vez despertada esta sospecha, ya no hay vuelta atrás y se despierta otra: ¿no estarán queriendo figurar?

Las compiladoras dicen en la introducción que la figura es el “operador crítico” de este libro. ¿Y qué es un pensamiento figural? En principio, un hacer plástico, la operación de dar forma, para lo cual hay que acariciar, raspar, pinchar, arrimar, amasar la lengua. Y al mismo tiempo la figura es ella misma una plasticidad. Algo que significa, para Gabriela Milone, su transformación continua. Hay dos rasgos más que para Gabriela son propios de la figura: su singularidad (porque en ella los elementos están articulados de una forma inédita cada vez) y la coreografía (el desplazamiento continuo). ¿Ese movimiento permanente de lo que no puede quedarse quieto quiere decir que la figura es veleta? No, ese movimiento quiere decir más bien, como escribe Gabriela más adelante, que en la figura es el lenguaje, todo el lenguaje el que “se pone a temblar”.

Este libro despliega una táctica materialista, señalan sus autores. Algo del tono en que está escrito (un tono que va acompasando las páginas) se destila en esa táctica que tropieza, se moja, saborea, se encandila con las figuras materiales que le han salido (como quien dice “que le han nacido”, “que le aparecen”). Luego este libro no le escapa a la Sociología, a la Historiografía, a la Semiótica o a la Culturología por vía ingenua, ese programa tan transitado hoy (sí, hoy la apelación a la ingenuidad se ha vuelto en definitiva un programa). Este libro le escapa a los metalenguajes de manera táctica. La táctica, como sabemos, es algo siempre distinto, y por eso no puede volverse programática. La táctica es un invento puesto a bailar, pero no en la pista de baile, sino en medio de –otra vez– la intemperie. Creo que Paola Cortés Rocca dice algo así en el epílogo: que la materialidad se percibe, o mejor dicho, que la materialidad “figura” mejor a la intemperie. Pensar por figuras, dice luego Paola “es entregarse por completo al roce –al goce– del objeto”. Ese roce que nos contagia el veneno de querer gozar con la lengua.

Pero hablábamos de un soplido, y de que la figura no es sin ese soplido del tiempo. Belisario Zalazar dice por ejemplo que el agua tiene memoria. Al revés de los peces que viven en ella, pienso. Y si el agua tiene memoria, ¿qué recuerda? “Que somos un cuerpo poroso siempre en contacto con otros cuerpos”. Belisario está pensando en el documental El botón de nácar de Patricio Guzmán. Nos cuenta que las tribus nómades de los archipiélagos del sur se pintaban el cielo sobre el cuerpo desnudo, y así se construían un hogar en movimiento, navegando las aguas heladas. De tal modo que lo figural resulta una cosmología. El cuerpo, entonces, y el cosmos. Belisario cuenta que el agua llegó a nuestro planeta cuando un asteroide colisionó contra él. La figura que brota de leer esto, es la de un océano viajando por el cielo, hace millones de miles de millones de años luz.

Pero hablábamos de una figuración material. Y la materia tampoco es sin el soplido del tiempo. Cada vez que queramos engañarnos con lo contrario, basta con mirar nuestras carnes y nuestros huesos para recordarlo. ¿Y la carne del lenguaje? En el epílogo de este libro, se dice que la mejor “es esa que está más cerca del hueso”.

Franca Maccioni recoge las figuras de un derrotero, de una expedición por el Río del Paraná y por el tiempo del agua, que de cristalina no tiene un pomo. Porque las que recoge Franca son figuras que navegan por el río de la lengua y por el río de la historia: ese río que, como los ríos de llanura, es corriente fluida por arriba y sedimento barroso por debajo. A veces violento, a veces amable. Franca recorre el mismo río dos veces, junto a Ulrico Schmidl en las crónicas de la expedición que partió en 1534 y que se desplazó “siguiendo el curso del río Paraná-Paraguay, durante veinte años” y también junto a la expedición que se llamó a sí misma “científico cultural”, registrada en el libro Parana Ra`anga en 2011.

Las figuras de un derrotero, que sigue el curso de otro, casi 500 años después. Un derrotero es según Wikipedia una publicación náutica con escritos y con ilustraciones, que describe las costas, los bajofondos, las boyas, faros, balizas, los peligros y las formas de navegación convenientes, para que el marinero pueda guiarse. Todos los buques deben llevar reglamentariamente sus Derroteros. Los buques mercantes, habilitados para la navegación de ultramar, tienen la obligación especial de tener a bordo derroteros de todo el mundo, y los guardan en un cuarto que se llama el “Cuarto de derrota” (1).

Como lo aclara Belisario, los colonos europeos llegaron a nuestro continente fruto de una derrota, es decir fruto de un naufragio y no de una navegación. Naufragar y navegar, sigue Belisario, son “dos modos de relacionarse con el agua”. De derrotas entonces, de “algo que salió mal”, se hizo el descubrimiento de América.

En los haikus, eso que sale mal, ese modo de relacionarse con el agua naufragando en ella, se llama Matiz. Y eso es justamente lo que irradia en ellos, dice Julia Jorge: el Matiz. El haiku es algo que “se bebe con los ojos”, que “encandila saciando la sed de los ojos”. Una sed visual que nos arrastra a encandilarnos de lo que sale mal. Allí la belleza del haiku.

Javier Martínez Ramaciotti escribe de encandilaciones también, de la historia encandilada de la razón occidental y de la historia a oscuras. Entre ellas se dirime el campo de batalla lumínica del siglo XX, la batalla entre el “pensamiento de la luz” y el “pensamiento hermético”. Para Javier la encandilación y la ceguera podrían trazar toda la Historia de Occidente. Empezando por el primer encandilamiento, aquel que sufre el pobre tipo esclavizado en la caverna platónica, cuando pone el pie afuera de ella. Y siguiendo por el mismo tipo, ya ciego y hundido, en medio del eclipse del sentido. Entonces está la luz, y su falta. Los “reflectores enceguecedores del espectáculo” y la “noche oscura del nihilismo”. Pero Javier busca otra luminiscencia, esa que les nace (como quien dice “que les aparece”, “que les sale”) a los poemas que lee, mientras el sol se esconde. Una que brilla en el pibe de oro de Mariano Blatt, que nos mira con ojitos de birra. O en la chica que Francisco Bitar ve junto a una ventana, la chica que aprecia la luz del sol, aun después de un mal año. O en el amarillo que dora las pestañas de Daiana Henderson. La fosforescencia de un modem titilando en la oscuridad, la brasa de un cigarrillo, el glitter verde de una mejilla.

Otras luces son las que llaman la atención de Ana Neuburger, o más que las luces es su disposición: las formas que se trazan en el tendido de las bombitas eléctricas en la villa, de las que habla César Aira en la novela con ese nombre. Y a Ana le llaman la atención, le hacen voltear la mirada porque, nos dice, esas lucecitas componen otro régimen lumínico, “puro derroche de luz”, en medio del oscuro de la precariedad. La villa entonces deja de ser solamente un callejón tenebroso y se vuelve por un rato luminaria de feria, encendida por dentro.

Ana dice también que la materia de la villa es el cartón: el cartón por su naturaleza transitoria, de resto, pero también por su potencia de uso, nada pijotera. Luego se pregunta: “¿qué lugar ocupa en el circuito de producción?”. El cartón está más bien entre lo inequivalente y lo productivo, entre el residuo y el intercambio, packaging vistoso y desecho marginal. Manipulado luego, reensamblado, montado a otros objetos por obra y gracia de las manos que lo van componiendo. Hay oficio, dice Ana, en estas composiciones, en esta obra y en esta gracia: en el tendido de los foquitos y en el montaje de los restos materiales. Y lo propio del oficio es, justamente, “arreglárselas con las cosas mismas”.

 

Pero supongamos que también se pueda componer tachando. En la tachadura se involucran, para Paula La Rocca, palabra e imagen, porque “tachar es hacer uso de un recurso doble en el que imagen y texto comparten un mismo espacio de enunciación”. En la mesa de trabajo de los artistas en que está pensando Paula, se amontonan “materiales ajenos, recortes, documentos, citas”. Ante este quilombo de cosas, me viene a la cabeza Marcelo Pombo, el gran cartonero argentino después de Berni, quien decía que le gustaba pensarse “como una profesora de manualidades que se había vuelto loca”. Con todo, en las obras que mira Paula, en sus tachaduras, no hay un pelo de ingenuidad. Son obras que muestran el pliegue entre imagen y palabra: ni la necesidad de un acople tal entre ambas que lleve a su indistinción, ni el desafecto o la indiferencia, como si ninguna complicidad fuera posible entre dibujo y escritura. “Imagen y texto se tocan y se distancian, se sostienen mutuamente y a la vez se recusan”, sigue Paula. Entonces me figuro que la complicidad no significa terminar en el mismo lugar, sino irnos haciendo guiños, cada una desde el taxi que nos lleva a casa. El procedimiento compositivo de la tachadura es, aquí, ese punto de encuentro, por eso en las obras de Voluspa Jarpa, de Magdalena Jitrik, de Alejandra Bocquel y de Mauro Césari, la tachadura “recupera la historia”. O, como le venimos apodando, recupera el soplo del tiempo.

Para Silvana Santucci y Leonel Cherri, la escritura y la imagen están ambas hechas de materia temporal y espacial, una materia nacida de la figura del soplo. El soplo es la herencia que viaja en el tiempo entre Severo Sarduy, Lezama Lima, Góngora y Dios. El mismo Dios que cuando sopla el Génesis, manda a sus ángeles a convertir a la esposa de Lot en estatua de sal. Las mujeres de sal, de Bellatín, es otra de las novelas sobre la que escriben Silvana y Leonel, encadenando la historia. Un relato que se va anudando hasta dejarnos con la intuición de que quizás, no sea sólo la ciudad envenenada (esa que se voltea a mirar la desgraciada mujer bíblica) la que puede volverse una ruina, sino también la sal, el sol, las piedras, un río. Porque no hay territorio cero, suele decirse, ningún desierto es desierto por virginidad, sino por vejez, por ruina. La intemperie también tiene un pasado, una historia que le sopla encima.

En este libro, las figuras se tiran del lenguaje, se arrojan desde él, como quien salta de un acantilado hecho de piedras sobre las que sopla el viento. Una y otra vez, porque la lengua goza repitiendo. En esas ocasiones, parece que el sol sí sale, aunque sea un ratito, para nosotros, que lo miramos con los ojos abiertos y la boca llena de sal.

 

(1) Ver: https://es.wikipedia.org/wiki/Derrotero

Este texto fue leído en junio en la ciudad de Córdoba, a propósito de la presentación del libro “Figuras de la intemperie. Panorámica de estéticas contemporáneas”, compilado por Paula La Rocca y Ana Neuburger. Editorial de la UNC, 2019.

 

 

(Actualización julio-agosto 2019/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646