diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Monodrama, el último libro de Carlito Azevedo (Rio de Janeiro, 1961), tiene la forma del estallido: fragmentos, astillas, restos unidos por leves hilos conductores que no dejan de ser arbitrarios; no, arbitrarios no, más bien aleatorios, como las figuras de la niña del conejo (de la que luego se dice que se llama Soviete), la alemana que lee ruso, el ángel boxeador, la que ella reconoce “como la chica/ coreana de la Central/ de Fotocopias del Catete”, el joven lírico, los manifestantes, el empresario, el desempleado o el inmigrante. El estallido tiene un impacto o una versión en la forma de los textos, poemas en prosa como bloques visuales, versos con “pasos de prosa”, como dice Florencia Garramuño en el ensayo que funciona como introducción del libro y pequeños poemas, que incluyen fragmentos de voces encomilladas y desgranan una narración o varias, a veces en clave de pequeña imagen visual: “La transparencia/ de esa hora/ recuerda la/ del ala/ de una mosca,/ la del párpado/ de una gallina,/ y le debe mucho/ a las dos”.
El libro comienza como yuxtaposición de escenas en un lugar no datado: “Un inmigrante/ saca fotos trepado/ en el toldo/ de un quiosco/ la multitud grita/ frente al Banco/ aparece un malabar/ aparece un pastor/ imágenes de la pura/ desconexión/ aparecen las montañas/ lilas del Cáucaso/ pero en la foto buscada sólo/ aparece la imagen/ de la niña/ con su conejo/ de peluche/ su pliegue/ color óxido/ contra la luminosidad”. Yuxtaposición y supuesta desconexión; puesta en común que parte las más de las veces de la repetición de verbos y de la anulación de nexos entre elementos. Aquello que ingresa a la serie arma un orden relacionado con lo urbano: la multitud, el inmigrante o el pastor. Pero nos equivocaríamos si pensásemos que hay un control absoluto de la materia. Las variaciones de formas de escritura no buscan un equilibrio, sino que más bien dejan a la vista el momento en que la misma se descontrola, se desborda, produce una deriva. Si se atiende a la sucesión de imágenes en el poema citado, la disrupción está presente en “las montañas lilas del Cáucaso”. Un paisaje de postal que ingresa como uno más de los elementos pero rompe el orden de lo estrictamente urbano (la marcación del color tiene bastante que ver con esto, más que la referencia de extranjería que es un rasgo común del libro). Relaciones aleatorias, entonces, y saltos. Un movimiento que puede leerse también como conexión de sujetos e historias siempre fragmentarias: “Unos ojos negros/ que vi en Turquía/ reaparecen/ en el rostro/ del nuevo inquilino/ (…)”.
El salto, la irrupción es una de las marcas de este orden de Monodrama, siempre en crisis. Pero además, lo más importante, es la relevancia de la falta. Y no me refiero en este caso a los poemas dedicados a la madre enferma o muerta, aquellos que aparecen al final del libro y le dan título. Es Flora Süssekind quien, en el ensayo que cierra el Monodrama, destaca la relevancia de la pérdida en un poema como “Margens/ Márgenes” (“Ni buscar, ni encontrar: sólo perder”, es su primer verso); aquí será la desaparición inicial de una chalina la que permita recorrer las referencias posteriores. El objeto perdido, en ese caso, se transforma en otros objetos distintos, se metamorfosea. Si volvemos al poema que abre el libro, la supuesta multiplicidad se manifiesta rápidamente como sustracción. Se ve todo (¿quién ve todo? ¿el inmigrante? ¿el escritor?) pero en la foto sólo se ve la niña. Lo que importa, en todo caso, en un libro en el que la potencia de lo visual es la que arma la escena, es esta puesta en resguardo de lo visto, de “lo real”, casi una prevención. Más adelante, leemos: “Ahora el empresario/ ahora el despedido/ ahora/ el secretario general/ ahora/ el guardia forestal/ explicando/ el hongo/ rojo con lunares blancos/ la casa de J. M. Simmel/ pero uno de los monitores/ transmite continuamente/ la imagen detenida/ de un desierto”. Se repite al menos una doble visión que a veces es una doble escucha: el que ve y el que no ve; el que ve el panorama y el que ve el detalle, el registro del movimiento y de la quietud; el que habla y el que no lo hace. El poema se mueve entre ambas posiciones sin elegir una u otra. O más bien, proponiendo siempre el pasaje entre una y otra; pero el pasaje tiene en cuenta, sobre todo, la pérdida.
Hay un texto de Monodrama que podría funcionar como ars poetica en este sentido, “Las metamorfosis”. Allí, Carlito Azevedo arma lo que Anna Dantes llama, en el blog de Aníbal Cristobo, una ficción científica; yo propongo, en cambio, leerlo en clave de meditación programática sobre la falta: “Como un film que necesita 24 cuadros por segundo para que la imagen presentada se mantenga íntegra en la pantalla y a nuestra vista, tal vez el ser humano sea una aceleradísima repetición de sí mismo que se sustenta en su espectáculo y visibilidad en una proporción de 100 cuadros por billonésimo de segundo. De modo que, por ejemplo, aquel joven que está entrando por las puertas de la discoteca con un chaleco de explosivos bajo el pulóver negro continúe pacíficamente siendo aquel joven que está entrando por las puertas de la discoteca con un chaleco de explosivos bajo el pulóver negro”. Un orden de visibilidad cuando esta es, sobre todo, la trama de la experiencia, la experiencia misma; en otro poema se habla de “las cuerdas podridas/ de la percepción” porque justamente la escena siempre igual a sí misma –que se mimetiza en la frase igual a sí misma, en tanto no podría decirse eso de otro modo–, puede esconder un verdadero cambio de estado, que se asienta en la falla del ojo. Sólo se percibe el continnum, dirá el poema: “Pues así como la diferencia o sabotaje en un único fotograma entre los 24 que se deslizan divertidos o solemnes por toda la extensión de un mísero segundo cinematográfico no llegaría a alterar la imagen que vemos en la pantalla, dada la precariedad del poder de percepción de diferencias de nuestro humano mirar, la posible metamorfosis de aquel joven de pulóver negro explotando dentro de la discoteca, o de la pálida moza detrás del mostrador con el pecho perforado por una bala de 9 milímetros, y aun considerándose la posibilidad de una metamorfosis extremadamente esdrújula como vaca, tapir o bebé Rabindranath Tagore, desde que limitada a un único cuadro entre los 100 de aquel billonésimo de segundo, no sería captada por nuestro precario sistema retiniano, y sólo lograríamos percibir de hecho la fenomenal y envidiable continuidad del pulóver negro del joven entre los destrozos de la discoteca y gente recogidos por la policía y transportados hacia la calle llena de viento y del piercing sobre el labio de la pálida moza caída por detrás del mostrador sobre un pequeño charco de sangre.” Sobre el final de este largo texto se registra la percepción que el ángel boxeador tiene de ciertas metamorfosis de la pianista Marta Argerich en un concierto en homenaje a Witold Lutoslawski, como “ciervo negro, día de invierno, borra de vino, lluvia de oro y otros prodigios incontables”.
“Las metamorfosis” es un texto que puede pensarse como central en Monodrama porque habla del carácter de la experiencia, que hace pie siempre en la sustracción. No supone, como podría creerse, una validación de aquello que no se ve sobre lo que se ve, de lo irreal sobre lo real, de lo subjetivo sobre lo objetivo o de lo “poético”, la metáfora, por sobre un lenguaje más cercano a la notación visual. Porque en realidad, como bien enseña “Las metamorfosis” la falta estaría en lo que se ve y la poesía exhibe esa falta en lo dado, o de una escucha que no sería válida sin esa falta que tiene el carácter de lo inminente. La fuga, la pérdida, entonces, es lo que sostiene la escritura, porque en la fuga están parpadeando las metamorfosis, la posibilidad de transformación. En última instancia, un monodrama es un monólogo, la aparición de una voz que puede articular varias voces; una voz que sólo es posible desde la ausencia del que escucha, o mejor, desde su silencio. Así, en el cierre del libro, en los textos dedicados a la muerte de la madre, cuando casi todos los sonidos desaparecen, la madre, a quien se designaba por la inicial de su nombre H. (la letra muda), habla y es nombrada. El pasaje se destaca entre el anteúltimo poema, que cierra con dos puntos (“De todos modos, y también orgulloso, la imagino, en mi fantasía, diciéndome:”) y el último, “Hilda”:
-Comparada con la larga eternidad de no sentir nada, no probar nada, no tocar nada, ver ni oír qué nos espera, la muerte en el sueño, como dicen que le tocó a Chaplin, vale lo que valen las diez costillas partidas, las orejas arrancadas, los dedos descepados, la laceración horrible entre el cuello y la nuca, la equimosis ancha y profunda en los testículos, el hígado lacerado, el corazón lacerado, el rostro hinchado irreconocible, los hematomas, la última forma física asumida por Pasolini en este loco planeta que ahora, para vos, gira también sin mí.
(Actualización marzo-abril 2012/ BazarAmericano)