diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Tentativa caligráfica
Por el camino de tierra (El bosque de signos, I), de Eric Schierloh, Mar del Plata, La Bola Editora, 2017.

Cuando la noche caiga se hará un silencio espeso, tan denso que dejará de ser una negación –la ausencia de ruido- para devenir una materia palpable, con dimensiones, que se podrá cortar … un perro de granja ladrará, llamando a la luna…

Quizá una rana…

O un monchuelo…

¿Por qué se vive en las ciudades?

 

Marie Colmont, En la naturaleza

 

Entre bosque y lengua, en ese inter-medio, crecen los signos. Crece la escritura en una dimensión vegetal inaudita. Una caligrafía de hierba, quizá, como la que recuerda Roger Caillois de Mi Fu: una letra hecha de ondulaciones, en el peligro de una técnica que se traza con un filón de aire, con un ángulo de agua, con un destello de luz filtrado por unas hojas caprichosamente separadas de la espesura. Una escritura de una mano que anota y que para hacerlo se ahueca un poco, ensaya un pliegue con los dedos y se adhiere a un instrumento de punta con tinta. Una mano escribe y lo hace en la certeza de que lo no escrito existe: una caligrafía menos de lo que se ve, como un continuum, que de lo que se cree haber visto, como un destello. La escritura se da ahí, en ese punto. Un “chasquido”, un pequeño golpe, anuncia menos un contenido a desarrollar que un vacío a cartografiar.

Por el camino de tierra (El bosque de signos, I) de Erich Schierloh es un libro conformado por dos textos (Diario de costamarina y Por el camino de tierra, fechados en 2012 y 2015 respectivamente) que –según indicación del autor– responden a una escritura “de naturaleza esencialmente haibun”, vale decir, una combinación de prosa, haiku, autobiografía y ensayo. No obstante, este tipo de escritura aquí se ejercitará con una singular manera de entender y practicar este género: en tanto diario donde se combinan poesía, fotografía y dibujo. Así, el grafo de la mano alterna letra y línea y el ejercicio del ojo, mientras registra, compone una escena en un tiempo abierto a la contingencia y a un espacio recorrido por los ciclos de un par de ruedas. Podría decirse que en Por el camino de tierra nos enfrentamos a un libro del paisaje, de lo que se abre a la mirada, de lo que se sugiere al oído, de lo que se anuncia en su tangibilia de luz, color, matices. Podría decirse también que este camino es la tierra donde se abre lo escribible, esa materia siempre tan suavemente esquiva como iluminadamente densa que nadie puede presuponer. Pero sumemos ambos movimientos, el del paisaje y el de lo escribible, para sostener que este libro diagrama un mundo abierto a la incógnita –siempre renacida– de la materia escribible del paisaje.

Asistimos a la tarea de un “relevamiento tipográfico del paisaje” (p. 87), donde se configura una singularidad que llamaremos un paisaje caligráfico: esto es, un paisaje no pintado sino caligrafiado por el movimiento único de la mano en la letra (y todo lo que escribe cuando se escribe) y en la línea. Es lo que surge de un tipo de experiencia singular donde se “coproduce una línea sugerida por el paisaje que el sentido de la escritura luego es capaz de desarrollar o desenrollar y plasmar (se trataría de una grafoplastía)” (p. 128). Es interesante esta sugerencia porque remarca lo plástico del paisaje pero en un sentido que excede los límites disciplinares del paisajismo; y lo hace, creemos, para llamar la atención sobre lo maleable de la materia de la que surge la imagen y la escritura. Es la plasticidad del grafo (letra y línea) la que se presenta como la continuación material de esa experiencia palpable en el bosque de signos.

El relevamiento topo-gráfico es así tipo-gráfico, pero también foto-gráfico: una larga serie de fotos acompaña la escritura y convive con textos y dibujos. Y es el grafo el que guía ese movimiento, razón por la cual se despejarían varios problemas. Por un lado, la cuestión de la fidelidad de la imagen y lo que conlleva en términos de precisión técnica (más o menos impresionista) con la que se lo presenta, la pertinencia o no de la luz y el color, el problema de la repetición de los motivos que no se condice con la variación incalculable de la naturaleza (así como marcaba André Lothe en su Tratado del paisaje), entre otros. Por otro lado, tampoco pareciera ser que este paisaje caligráfico o grafoplástico tenga los problemas de la delimitación y la contradicción interna que se produce al pensar el paisaje como un trozo de la naturaleza (tal como sostenía Georg Simmel en Filosofía del paisaje, donde se sostiene que la naturaleza, en tanto unidad, no se trocea). El paisaje caligráfico puede sortear los inconvenientes surgidos de estos clásicos problemas del paisaje que provienen de su historia específica en la pintura (dominio al que perteneció exclusivamente desde el siglo XV) en tanto se presenta como un punto de tránsito, algo que se da en la concomitancia de los movimientos del ojo y la mano y surge en la instancia única de la punta del grafo que escribe y dibuja: el paisaje, aquí, o es caligráfico o no es. Desde la figura del ciclo (el de la bicicleta, como decíamos, donde ciclismo implica lo cíclico tanto del desplazamiento por los caminos de tierra como así también del tiempo que dura ese recorrido), el paisaje caligráfico nunca se reduce ni a lo “físico” ni a lo “natural”. Materia de la escritura y materia del paisaje se acoplan para abrirnos a un registro del espacio y del tiempo donde mano y ojo (ese “ojo topográfico” del que habla Ana Porrúa a propósito de otro libro de Schierloh titulado Los cueros) se acoplan para abrir una zona inusitada (aunque etimológicamente entrelazada). Nos referimos a ese vórtice donde página, país y paisaje se dan a la escritura poniendo en escena literal-mente pero sui generis –con la caligrafía irrepetible de una mano– la doble articulación país/paisaje (cuestión clave mencionada por Alain Roger en su Breve tratado del paisaje). Evoquemos algunas citas para avanzar en esta relación: en la página 88 se habla de “la escritura simbólica desbordada del paisaje, por la logorrea” e inmediatamente después, en cursiva: “¿Qué es un país / –se pregunta /al lado de todo eso?”. Más adelante (p. 128), nos encontramos con esta afirmación: “Un nuevo paisaje (el texto)”. Luego, se menciona específicamente el “horizonte de la página” (p. 133), para finalmente decir que “amanece en el libro” (p. 147). Las relaciones son complejas y la analogía entre “página” y tierra vendría del latín pagina como hileras de vides unidas en forma de rectángulo. Ivan Illich (en su libro En el viñedo del texto) aborda esta cuestión para pensar la conformación de la página en la estabilización de sus límites dimensionales que perduran hasta la actualidad. La comparación del viñedo con la página se da por la semejanza entre las columnas o líneas de la vid con las de la escritura, cuestión que Illich remite a Plinio, donde precisamente las líneas de la página eran los hilos del enrejado que sostiene las viñas en un cuadrado. Así, la analogía sigue: cuando se lee, se cosecha, se recogen los frutos de las líneas (a lo que hay que asociar, por su parte también, la relación entre leer y recolectar, escoger, cosechar que proviene del latín legere). No obstante, no detengamos el estimulante y feliz impulso asociativo y sigamos por la vía de los sonidos y las analogías relacionadas a la tierra y a la agricultura. Así surge el término pago (del latín pagus, distrito agrícola, pueblo, aldea, pequeña comarca), del cual deriva el francés pays y de ahí paysage (todo esto sostenido por Corominas en su diccionario etimológico). Ya sabemos: es fascinante la historia de las palabras, así como los deslizamientos imaginativos y figurales que la sostienen. La imaginación etimológica nos conduce de la página al viñedo y de la tierra al paisaje, abriéndose un haz de relaciones y figuras de donde, por ejemplo, lo que llamamos página apaisada sería un caso precioso de entrecruces y superposiciones. El horizonte de la página nos enfrenta así tanto a su paisaje cuanto a su apaisamiento, a su modo de hacer venir al enrejado de papel las líneas de la luz y la sombra; otorgándole a esta escritura la posibilidad de conformar un paisaje otro, cali-tipo-topo-fotográfico (y sería por demás interesante extender la lectura a las posibles filiaciones con otros “paisajes escritos” de la poesía argentina como los de Juan. L. Ortiz y Francisco Madariaga –estudiados por Roxana Páez en Poéticas del espacio argentino–, paisajes que se diagraman también en países singulares como el “del sauce” de Ortiz o el “garza real” de Madariaga).

El país por el que se pregunta esta escritura parece ser uno que se desdibuja ante la imponencia entrópica del paisaje y su surgimiento en la página: se trata acaso del país de la tentativa, esa tensión en acto donde la escritura nunca es definitiva, porque el paisaje mismo no lo es, no lo puede ser, no puede ser otra cosa que variación continua. En la tentativa caligráfica, esa que se filia explícitamente –en nota final del autor– con Francis Ponge y su tentativa oral, intentar es también tentar y tensar la lengua para que suelte y saque los tesoros sonoros del hueco de la boca: “¿Qué son todas las cosas grandilocuentes al lado de la escritura mínima en la tranquilidad de una tarde fresca que se extingue, sin pretensiones de nada que no quepa, en todo caso, en el vientre de una o”? (p. 101). En ese vientre vocal se abre la tarde, en la frescura que boca y paisaje experimentan por la apertura hacia lo mínimo, en la escritura que se hace como tentativa sin pre-tensiones. Apaisar acaso sea, entonces y aquí, extender la escritura, abrir la página como la boca en la vocal, para que la tentativa caligráfica se haga país en el paisaje de lo nimio “como el pasto” (p. 105).

Ahora bien, la cuestión del paisaje no expone solo el problema de su vínculo con la naturaleza sino también y sobre todo su relación con la cultura (problema clave que Lezama Lima pensó en La expresión americana como diálogo y lucha entre la naturaleza y el hombre). Quizá ese problema pueda observarse privilegiadamente en este libro por la insistencia, en buena parte de los textos, de una señal vacía hallada en medio del camino. Este cartel, del que podemos ver una fotografía y saber su ubicación en el croquis del recorrido, perturba la escritura del paisaje caligráfico suscitando varias reflexiones sobre el problema del significado y del vacío, o en el vacío, o del vacío (de significado). ¿Qué hacemos con los signos vacíos, o mejor, vaciados por la –supuesta– erosión o inclemencias del tiempo? ¿Qué hacer ante un cartel –puesto además en un camino rural– del que no podemos no suponer que albergaba una señal que indicaba un peligro, una precaución, una prohibición, una advertencia? ¿Cómo esquivar la pregunta por ese significado cifrado en una imagen que al ausentarse solo deja las huellas, cual baba significante de caracol, de lo que fue algo –un significado– cerrado y compacto? Claramente, este encuentro advierte que no es simple ausencia el vaciamiento de esa señal, sino que al ser pensado en términos de vacío in-tenta enfrentar la escritura a lo que resiste. Esa señal es “pura forma / en el bosque/ de signos” (p. 119); y en este bosque, los signos no parecen alinearse sintagmática o paradigmáticamente, sino que ensayan otras coreografías, en ese vientre vocal donde se reúnen las palabras para hacer temblar las líneas de la letra y del dibujo. Un signo vacío es aquí potencia de formas, esas que se alzan en el bosque sígnico del poema. Ni un lado ni el otro, ni significante ni significado, los signos se dan como madera de bosque, como materia de escritura; y la señal vacía funciona, en negativo, como indicación de lo que hay ahí y como invitación a la reflexión sobre lo que resiste, incluso a pesar de su aparente in-significancia.

¿Por qué se vive en las ciudades?, se preguntaba Marie Colmont; y el eco de ese interrogante vibra en las páginas de este camino de tierra. Pero ese eco no es nostálgico sino enérgico: su vibración, su rítmica y su tonicidad hacen que brille eso que azarosamente aparece, pero no con un brillo que se quiere eterno, sino con una inflexión que registra la fugacidad. La escritura no alberga tristeza ni se queja por lo que ya no está, por lo que perece. Si en las ciudades se vive, en el paisaje se transita y nada más lejos de esta tentativa caligráfica que la (supuesta) apacibilidad del entorno natural o el retozo ingenuo de los picnics con los que creemos curarnos un poco de la enajenación. Este paisaje muta, cambia, se mezcla, varía incesantemente: “si es que hay un lugar donde la entropía no se percibe – – entonces de seguro ese lugar NO es el paisaje”. ¿Vivimos en las ciudades porque no soportaríamos la mutación continua? Sea como fuere, es por la plasticidad de esta escritura que el cambio constante puede ser puesto en página, acaso porque sin premeditarlo la lengua ha sugerido las cercanías que pronunciaron las bocas de los tiempos entre la página y el suelo, entre la tierra y los signos.

 

(Actualización julio - agosto 2019/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646