diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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¡Felicidades!, de Juan José Becerra, Buenos Aires, Seix Barral, 2019.
Hasta la llegada de ¡Felicidades!, nos habíamos olvidado de lo mucho que puede decir la portada de un libro. Su textura dadaísta nos presenta al rostro de Julio Cortázar montado sobre la fiebre corporal de Tony Manero, ese personaje interpretado elásticamente por Travolta en aquella película donde los agudos de los Bee Gees hacían temblar la tonalidad grave del patriarcado.
A Cortázar le queda pintado ese cuerpo anatómico, el dedo índice apuntando al cielo, tan lamborghiniano en su sinécdoque, el trajecito blanco, los zapatos con tacos y en punta, el codo izquierdo formando un arco geométrico con la cintura. Con ese aura de divo recordamos a Cortázar. El lugar social que el “mito” supo ocupar desde la recepción en clave de autoayuda que una generación hizo de Rayuela favoreció a que esta composición que ahora nos ofrece la nueva novela de Juan José Becerra materialice una idea que ya teníamos pero a la que le faltaba su corolario figurativo. Y sin embargo el montaje nos dice algo más: la foto está pegada con una endeble cinta adhesiva. La careta puede caerse en cualquier momento, y eso parece que es lo que le termina por pasar a Andrés Guerrero, que al comienzo de la novela se muestra como un burgués en crisis de mediana edad y que termina cabalgando sobre el indomable potro del sincericidio. Aunque la cosa no es tan así, porque este no es un libro donde la transformación del personaje protagónico intente dejar alguna clase de enseñanza. Hay una deriva en las peripecias, un esquema más cercano a la Odisea, cuyo último puerto sería un boliche para gente madura, llamado justamente “¡Felicidades!”. En el medio, en ese durante de toda narración, Becerra nos ofrece su habitual falta de sentido común. Su mirada siempre –y cuando digo siempre, es siempre– nos sorprende. Las ideas se plasman en oraciones bien aceitadas, una máquina de ensamblaje perfecta que produce frases “fetiches”, un océano inundado de perlas, lo cual, por suerte, no se lee nunca como un regodeo narcisista. La inteligencia de Becerra no es ornamental, sino práctica o más bien utilitaria, le da un carácter al relato, en el sentido en que, sin esos enunciados lo que se cuenta podría reducirse a una ingeniosa yuxtaposición de eventos. La ligazón causa efecto en la novela acontece desembarazándose del peso molesto de un peaje psíquico habitual. Sin ir más lejos las escenas de sexo tienen el preámbulo nulo del porno, y se despliegan, más que en los detalles en cierto contorsionismo postural, que bien podría servir como una ampliación del Kama Sutra. Los personajes se entregan a sus impulsos porque siempre es más saludable eso, que la represión. Nunca en la historia de la literatura argentina, a las mujeres les gusta tanto coger como en las últimas novelas de Becerra. Lo disfrutan, gozan sin racionalidad empoderada, ejercen una libertad sin etiquetas, es decir una verdadera libertad. Quizás se entienda mejor esta frase al leer esa escena en una quinta al borde de la pileta, el deseo oculto de la hija del amigo íntimo de Guerrero y la posterior confirmación que ella le hace a nuestro protagonista años después. Por fuera del continente, es decir en su contenido, no llega a haber incesto como en las tragedias griegas, pero casi. Y cuando el tópico amoroso parece encontrarse en su punto caramelo, Becerra nuevamente volantea el timón del barco, cambia de rumbo y abandona la inminencia de una zona de confort. Porque si bien la primera parte, esa donde se relatan los sucesos de una peculiar excursión por las reliquias europeas de Cortázar podría hacernos recordar, más en sus tópicos que en su retórica a la vitalidad metatextual del mejor Bolaño, algo comienza a sonar distinto, la corrosiva mirada de Guerrero, sus traiciones, sus banalidades y hasta caprichos, nos preparan para el siguiente nivel, que a falta de mejor nombre podríamos llamar pirandéllico, donde al narrador, al quitarse la máscara, no muestra un rostro verdadero sino más bien otros ropajes, nuevas imposturas. Esa misma cinta Scotch de la portada sostiene las caretas de Guerrero y a la vez las deja caer. Este movimiento entra en pausa cuando una muerte cercana le llega al protagonista. César Aira decía, a raíz de unos oportunos pollos asados que Copi le ofrendaba al protagonista de “El Uruguayo” era una “delicada” manera de cuidar al personaje: “Porque bien habría podido dejarlo ayunar. A ustedes les sorprendería saber cuánto hacen los novelistas por tener cómodos, abrigados, alimentados y contentos a sus personajes. Esa magia protectora es buena parte del arte del narrador.” Becerra cuida a su personaje, deja que la espesura de lo real de una muerte no se infecte de “acontecimientos literarios”, una realidad, “sin realismo”. Y, aún cuando hay una secuencia sexual “a lo cine erótico”, ésta es presentada más como un daño colateral, las esquirlas de una granada o una fase orgásmica del duelo.
Así ¡Felicidades! se mueve todo el tiempo, y su autor también. Pese a que hoy tiene una más que ganada centralidad dentro de la constelación literaria, es posible que su impulso creativo lo lleve, en la próxima novela, a correrse de ese lugar en donde, por estos días, se lo suele ubicar. Los contemporáneos solo llegamos a leer fragmentos de ese tejido textual que sintoniza con el presente. Cuando Juan José Becerra llegue a ser un clásico, entre las capas tectónicas de su obra, aparecerán lecturas más ricas que las que podemos hacer ahora.
(Actualización julio - agosto 2019/ BazarAmericano)