diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Lecciones románticas de la escuela flamenca
Lecciones de romanticismo alemán, de Carlos Surghi, Córdoba, Nudista, 2018.

“¿Si nos esperara para despertar como un plato de miel o un

lienzo provenzal que brilla en la escuela de noche que es la

escuela flamenca de todo lo que vendrá?”

Carlos Surghi, Lecciones de romanticismo alemán

 

Hablemos claro: lo que la voz narrativa da a leer en los textos románticos (tanto en los relatos como en las novelas), es lo que ella misma halucina, y no lo que ella fantasea.

Y lo es porque su don de lectura no se dirige a las escenas que la constituyen, sino a lo que en estas escenas ha llegado a tocarla sin que pueda identificarla: una obsesión. La voz romántica se da, Lo cual no quiere decir que se deje tomar. Es porque sabe, con un saber confuso o embriagado, que lo que la hace correr es siempre lo que viene a acosarla.”

Daniel Wilhem, Les romantiques allemands

 

No sé si por capricho o por esa intuición que el racionalismo exigente no deja de invocar, mi atención se precipitó sobre un fragmento al cual me limitaré, al menos en principio; creo que nada más que en principio; como para darme impulso:

 

Escuela flamenca. Si flota tiene que desaparecer, si desaparece

tiene que ser cierto, y si es cierto, y no se ve, es puro recuerdo

en medio de lo que flota –como un pie, que se introduce en

un banco de niebla, o un vaso elevado, que mira lo que pasa

encima de nuestras cabezas.

 

¿Y si lo veo, tiene que ser necesariamente verdadero –como

lo es una hilera de lengas en una pista de hielo, un camino

de eucaliptos a la entrada de una estancia, el lugar donde se

lee aquí comienza el pasado, aquí el pasado se hace comienzo?

 

Lo que el paisaje fija desaparece, se vuelve invisible a todo

sentido, salvo al sentido del recuerdo, que no es un sentido,

sino una voz sentimental / algo / que en algún momento /

escuchamos.

 

¿Qué lo fija entonces? ¿Qué hace de él escuela en la noche?

¿Adónde tirar del hilo para ordenar la continuidad de formas

y encontrar así un todo que desaparece, una voz que es paisaje,

un sentimiento que es fijeza: reflejo de lo sentido / pasado:

juguete perdido?

 

Lo perdido, lo que el paisaje trae y vuelve invisible es una pista

de hielo, un playón deportivo, un barrio municipal; lo que

regresa es más real que los peldaños, la toga, el impulso triste

hacia la cima de una cátedra entre truenos tropicales

 

Acá había una casita

más allá el alumbrado público de invierno

y bajo su luz

un chico y una chica en un retablo de deseo

un santo, una virgen de noche

¿o era más allá

en el vapor fosforescente de su respiración delatora?

 

Y en el centro

vueltas a una avenida de pinos

que la mañana baña

con gritos borrachos de un último abandono

¿o los gritos eran de reclamo

por un amor jamás correspondido?

 

En alguna parte hay un banco vacío

una escuela

con su nombre de batalla ganada por líneas unitarias:

Isla Pavón”

 

¿estoy cerca?

 

¿estoy lejos?

 

¿aún está?

 

¿se ve?

 

¿existe todo esto

después de tanto recordar?”

 

 

¿Qué relación mantiene este texto de Surghi con la pintura flamenca, cargada, como es sabido, de refinamiento en el detalle extremo, del arte del miniaturista que, detalle sobre detalle, llega a mostrar lo que carece de motivación: esos zuecos, que aparecen en el costado izquierdo, bien abajo del cuadro sobre el matrimonio Arnolfini de Van Eyck, con las manchas y marcas del uso cotidiano, ¿qué significan salvo su propia insignificancia?

Al fondo de la estancia donde él, Arnolfini, levanta una mano en actitud de juramento mientras la otra sostiene -no se sabe si con indiferencia o con ternura- la inerte mano de su mujer, él, de rostro mezquino y de hombros estrechos, quizá orgulloso de su pose, quizá ausente de sí mismo (¿quién sabe?), en ese fondo hay un espejo de cristal curvo que duplica el reflejo mostrando la parte trasera de la escena y dejando adivinar otras presencias en la habitación. El espejo está adornado con diez medallones que representan las estaciones del vía crucis. En el cuadro hay diversas cosas: un rosario, un perro, los pliegues del vestido de la dama; tras las manos tocándose, hay una gárgola que adorna un banco. Auden refiere el dolor que evocan discretamente los más simples gestos cotidianos de la pintura flamenca que contempló en Bruselas: el labrador que continua su tarea mientras Ícaro se hunde en las aguas; pero lo cierto es que su mejor evocación es la del caballo del verdugo que rasca sus ancas contra un árbol.

Aquí, justamente por la yuxtaposición de objetos inmotivados que podrían estar tanto como no estar, es preciso sustraerse del peso abrumador de la palabra del poeta, del crítico, del periodista, todos inyectando sentido tras sentido a escenas de una vulgaridad extrema, allí donde tan solo podemos celebrar el arte del pintor, orgulloso artesano del nihilismo que fija con su barniz, con su pulimento, con su ojo de relojero o de pulidor de lentes, lo que está condenado, como esos zuecos, a la degradación, al abandono, a la nada. El dolor, quizá esto sea lo más doloroso, está fuera de escena: ninguna escena puede conjurarlo.

 

Hemos entrado en materia…

 

El romanticismo alemán, el primero, el de Jena, al astillar la obra, abandonó los fragmentos a su propia trayectoria, más allá de cualquier totalización: desmotivados, desautomatizados, enfrentan ese hielo (¡la pintura de Caspar Friedrich!) que reiteradamente evoca Surghi; evocan lo que flota rumbo a su desaparición, un banco de niebla, un vaso que parece suspendido a metros de la mano que podría tomarlo, como si nos mirase… “Lo que el paisaje fija desaparece…” dice Surghi, quien otras veces, pensó justamente el paisaje en un libro al que llamó Orientaciones invisibles.

Es que un paisaje no es más el objeto al cual nos aferramos para describirlo, como si tuviésemos delante una fotografía; no es tampoco la intensa vivacidad que adquieren los países lejanos – Savannah – en la prosa de Julien Green; es algo que se desconecta en el pensamiento (no en el objeto) invisibilizado por las falsificaciones del recuerdo.

Lo que el paisaje trae es una balumba de cosas, cosas desiertas o desertadas.

Hablar aquí, como lo hace Surghi, de Bildungsroman es sí una ironía: la novela de formación no asciende, desciende en el vapor fosforescente, en el deseo adolescente, en los gritos de borrachos, en el nombre de una escuela, “Isla Pavón”, que evoca una batalla ganada hace incontables años por los unitarios, nombre de facción que casi nada dice ya a casi nadie.

Citar versos de Horacio, evocar el nombre de Virgilio (pero no es posible saber si se trata del autor de las Georgicas o de un gaucho llamado Virgilio, quizá ese gaucho –gesto pícaro de Surghi , quizá cansado de tanta cultura– sea el gaucho que lee los Himnos a la Noche) citar nombres de lugares comunes latinos, Carpe Diem, Tempus fugit, Locus amoenus, es algo que nos dice ahora, ya muy lejos del entusiasmo del primer romanticismo, que no todo es recuperable, que no hay espíritu del mundo, ni siquiera el invocado Zeitgeist, el espíritu de la época o del tiempo actual; que por la contingencia marchamos, tranquilos o no, hacia el silencio final.

Y, no obstante, cuando abandonamos el registro objetivo del objeto, no caemos fuera del mundo; por el contrario, volvemos a él, dado que el mundo no es la totalidad de las cosas sino un horizonte hendido que nos asedia sin remedio.

Después de evocar el Bildungsroman, Surghi promueve el zorro, pero no el de las uvas y el de las parábolas y enseñanzas clásicas, sino el zorro que una vez más evoca el paisaje helado, tan helado como el hocico de la liebre: “El yo – dice textualmente – está en las huellas del zorro.”

Y yo, el yo que ahora escribe sin saber demasiado lo que hace, pero con gusto, con un gusto extremado, se pregunta repitiendo la pregunta del texto: ¿por qué el yo no aparece, aunque su círculo inmanente, el zorro y la liebre aparezcan una y otra vez?

Quien ha viajado toda la noche, agrega Surghi, se topa con las huellas encendidas en la nieve por una liebre, por un zorro. Y viene de inmediato un fragmento que es toda una poética. Lo transcribo:

 

¿Y después qué? ¿Mirar en silencio las huellas? ¿Imaginar la

noche de un zorro que mira la florescencia de nuestra carpa y

corre a contárselo a una liebre? ¿O entregarse, en banquitos de

campaña, bajo sombras protectoras, a la lectura de Horacio y

la fábula biográfica que nada interpreta y todo inventa?

 

que dice

aprovecha el día, dedícalo al ocio

 

que dice

no abandones la noche, dedícate a gastarla

 

¿Frühromantiker o Winterreise?”

 

El Carpe Diem terminó en un mensaje dirigido al esclavo: trabaja, trabaja incesantemente que la muerte sopla tu nuca; originalmente era un mensaje ambiguo, oscilante entre el llamado al placer y el reclamo de contención, sin duda lleno de amor a la vida; el romanticismo abre la puerta a la pérdida del centro, a la pérdida del control que ejerce el yo: es la noche infinita cuyo placer carece de nombre: los alemanes dicen Lust y Nietzsche repite Lust, Lust, un deseo más fuerte que el dolor, que es nuestra utopía de los sentidos encendidos.

 

No abandones la noche…

 

Esa alternancia en forma de pregunta que habla del temprano romanticismo y lo muestra en disyunción con el “Viaje de invierno”, los lieders de Schubert con letra del poeta alemán Wilhelm Müller, no es arbitraria: el primer romanticismo poseía un temple dominado por el Witz y la ironía; el romanticismo de Schubert es la melancolía del retorno. Los poemas de Müller son endebles; pero la música los ha explotado al máximo: Die Liebe liebt das Wandern: “El amor ama la errancia”. Wanderer es en alemán el viajante, el caminante, el que erra de aquí para allá, sin pertenecer a ningún lugar; el pasa, incesantemente, de un lugar al otro: “¡Dulce bien amada, buenas noches!”; pasa en la noche, pasa en el torrente de lágrimas que caen sobre la nieve y se identifica finalmente con una figura miserable: el viejo que se arrastra tocando sin que nadie lo escuche, durante un helado invierno, el organito a manija.

 

Yo me sentiría mejor en la oscuridad”, dice Müller y canta Schubert.

 

Para Surghi todo transcurre en un campamento, en el hielo (pícaramente habla del hielo de febrero, tan ausente de nuestro país) en la carpa, en la noche iluminada por el farol, en un libro que parece tan extraño al lugar, el de las Odas de Horacio, adivinando lo que adviene del otro lado del mundo.

En un momento Surghi dice que Hudson encarna nuestro verdadero romanticismo.

Evoca la escena inaugural de “Una cierva en Richmond Park”, en la que Hudson, viejo y poco tiempo antes de su muerte, queda extasiado ante la belleza de una cierva.

Y a propósito de esto dice “no explicar nunca el misterio, hacer de la visión una forma de ver.” Hacer de la visión una forma de ver no es truísmo: quiere decir, según entiendo, que basta la visión –la imagen en suspenso ante el mundo, la imagen desprendiéndose de su circunstancia–; el misterio siempre está allí. Y la visión puede limitarse a evocar la niebla, la súbita emergencia de la luz, las flores que caen de los árboles.

El libro fue publicado en Londres después de la muerte de Hudson –él y los viajeros ingleses que llegaron al Río de la Plata durante el siglo XIX, pertenecen por derecho propio a la literatura argentina y uruguaya–. Su último capítulo confiesa que el autor no sabe cómo terminarlo. Hay muchas preguntas –¿qué será de la belleza si el arte se extingue? y ya no hay tiempo para indagar sus posibles respuestas.

Este último capítulo no fue revisado por Hudson, interrumpido por la muerte.

Richmond Park, cerca de Wimbledon, es un parque más grande que Hyde Park y el Central Park de Nueva York. En sus días de añoranza, el naturalista y escritor que era Hudson, solía visitarlo para contemplar, observar, tomar notas de la vida salvaje. Comienza el primer capítulo evocando una bella cierva que intenta alcanzar las bellotas que se resisten a ser arrancadas; Hudson y las mujeres que lo acompañan las toman con las manos y se las dan; la cierva las toma bruscamente y Hudson dice que no es por desconfianza porque ella pedía más bellotas. Era el único modo que tenía de tomar el delicioso fruto.

Hudson sabía que la belleza rehúye el énfasis y no es necesario buscarla: sale a nuestro encuentro.

Desapareciendo para sí y para los demás, Surghi ha elegido como prefacio para su extraño libro un texto de Marcelo Díaz que está encabezado por unos raros versos de John Ashbery, los que, traducidos, dicen lo siguiente: “En algún lugar alguien viaja furiosamente hacia ti, / A velocidad increíble, viaja día y noche…” En el epílogo, no exento de la rareza que ya parece un destino, ha elegido tres breves textos de Sergio Cueto: Prosa, Visión, Música, encabezados por el título general de “Escombros de romanticismo”. Sin ironía, podría haber sido el título de este libro donde el pasado no termina de hablarnos en esa lengua del futuro.

 

(Actualización mayo-junio 2019/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646