diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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El maestro el ocio*
El tiempo de la improvisación, de Alberto Giordano, Rosario, Ivan Rosado, 2018.

En música, la improvisación es una forma de creación que aspira a tener la frescura del momento pasajero y, si todo anda bien, la simetría estructural de un organismo vivo (Nachmanovitch, 16). Creo que la definición puede trasladarse a la literatura sin demasiadas modificaciones. Es cierto que en una jam session el público asiste al instante mismo de la creación está ahí cuando la obra se hace, mientras que el escritor realiza su performance en soledad. Esto no quita que escribir sea también improvisar, más aún si las reglas que quien escribe se autoimpone implican estrechar los márgenes de esa soledad, acercar al lector lo máximo posible al momento y las condiciones de la composición. No tengo Facebook pero puedo imaginar la tensión que impone a la ejecución de cada uno de los posteos el saber que hay lectores a la espera, que presenciarán casi en vivo la realización de esa pequeña obra improvisada que es la publicación diaria.

Es curioso pero no se encuentran muchos relatos de experiencias de escritura que la entiendan como un acto de improvisación; en realidad se suele subrayar la idea del trabajo literario como una actividad artesanal más bien dilatoria y obsesiva, en la que la corrección ocupa una parte muy considerable del proceso. El tiempo de la improvisación, este segundo tomo de los diarios de Alberto Giordano en Facebook, sí produce un pensamiento sobre el tema: quizás porque aproxima la literatura a la música sobre todo al jazz tanto temática como formalmente, y porque observa el fenómeno literario desde ambos lados: como crítico, el diarista sabe detectar esos momentos en los que el escritor desaparece para dejar que otro hable; al igual que el violinista o el pianista, el improvisador literario experimenta la escritura como una práctica en la que “uno” no está “haciendo algo”, sino que tiene la impresión de estar recibiendo un dictado. Stephen Nachmanovitch violinista y teorizador de la creatividad cuenta en su libro Free Play que un discípulo le preguntó a Bach cómo es que se le ocurrían tantas melodías, a lo que el músico contestó: “Querido muchacho, lo que más me cuesta es no pisarlas cuando me levanto por la mañana” (18).

En la lectura de El tiempo de la improvisación, como también en la de El tiempo de la convalecencia, uno se imagina a Alberto pisando posteos al levantarse de la cama, en sus caminatas, en el estudio, en los pasillos de su casa. Los posteos le caen del cielo, se le aparecen en las ventanillas de los taxis y los colectivos, lo asaltan en los bares. El improvisador, sujeto a las estrictas reglas que se autoimpone (¿existe una definición más perfecta de libertad creadora?), encuentra modos de borrar los límites artificiales que separan el arte de la vida, y de convertirse él mismo en un personaje, en el sentido de estar abierto a lo que pueda sucederle en la escritura. Y creo que, entre los dos Tiempos, el de la convalecencia y el de la improvisación, le han pasado algunas cosas.

En este segundo tomo se reconocen ciertamente el tono, el ritmo, el humor irónico y melancólico y hasta los sustantivos en muchos casos rigurosos conceptos que le gustan al diarista. Sus favoritos, para usar también una palabra muy suya: rareza, intimidad, confesión, fantasmas, ambigüedad, sinceridad, familiaridad, extrañeza, impostura, encanto, inquietud, complicidad, remordimiento. Pero se encuentra también un tono que a mí se me hizo nuevo, y que creo singulariza a este libro y expone un camino, un viaje que su escritura emprendió, o está emprendiendo, hacia algún lugar no por desconocido menos perceptible. Hay una suerte de desplazamiento, sutil y despreocupado, que se puede cotejar en las propias observaciones del diarista acerca de su estado anímico de la convalecencia a la improvisación, pero que además está inscripto de manera, creo, bastante evidente, en su modo de contar(se) la propia vida. Como si el aplomo del método, el haber identificado y analizado las reglas del juego que se inventó para salir de un período de angustia escribir de modo regular en Facebook según tres modalidades: el intimismo espectacular, la retórica del moralista improvisado y la nota de lectura le permitieran ahora ensayar con mayor soltura los diversos registros y tonalidades que el diarista ese personaje parecido a Alberto, aunque nunca idéntico a sí mismo prefiere. Ahora juega con más oficio, tiene más convicción: gambetea, controla la pelota con sangre fría, hace jugada de gol ensayada y muchas veces remata al ángulo. Con un chiste, con una ocurrencia, con una reflexión lúcida, con una revelación. Algunas entradas muy breves exponen esa maestría: “Los raptos de felicidad nos hacen creer que duración e intensidad son siempre inversamente proporcionales. Los trances de angustia nos sacan del error” (“Lo que no tiene nombre”). También inventa conceptos útiles para la vida cotidiana, y de enorme precisión, como por ejemplo el de “mentira cotillón”: ese agregado de “un pormenor inventado al relato de una historia real, sin falsear demasiado las circunstancias, para alegrar al interlocutor” (159). Crea nuevas reglas, que organizan la relación de mutua interferencia entre escritura y vida, como cuando antes de asistir a un curso sobre cine, preocupado por su dificultad para sostener la atención, anuncia “la decisión de observar una regla fundamental: esperar al menos una hora antes de empezar a esbozar mentalmente un posteo acerca de cómo me fue en la resolución del desafío”. Deja lugar a la invención, así en esa conversación imaginaria sobre los diarios de Piglia que sostiene en una sobremesa en Río de Janeiro, mientras los comensales hablan en portugués (99-100). Y compara, se compara a sí mismo con el otro diarista del pasado, el convaleciente. En la entrada del 20 de diciembre (“Le temps perdu”), coteja las emociones que le producen el recordatorio de las fechas de cumpleaños en Facebook. Lo que antes le resultaba reconfortante, en el marco de una “convalecencia apacible”, ahora se le presenta como un fastidio debido a la “obligación virtual” de tener que saludar a los cumpleañeros. “A veces me hace perder las ganas de saludar a quien hubiese saludado de todos modos, por simpatía no por parecer amable” (119). Ese humor amargo, que también se aplica frecuentemente a sí mismo, es uno de los rasgos más sobresalientes de este nuevo tono que no es el del convaleciente todavía próximo a la enfermedad, con el recuerdo vívido en el cuerpo y en el pensamiento sino el del improvisador. El pasado del diarista no es ya tanto la enfermedad como la convalecencia, ese estado “de recuperación y recomienzo”, en el que la vida, su capacidad de vibrar y expandirse, de abrirse a un porvenir posible, era sentida con mayor intensidad. Su ironía apunta ahora más bien a las visiones de aquel candor perdido.

Pero la impovisación, como casi todo lo que importa en esta vida, no está a salvo de escollos y contradicciones: hay que encontrar el modo de jugar en serio, muy en serio, de sostener lo que el diarista llama “una ética de la ligereza”; hay que escapar de las obligaciones y los compromisos, que marcan socialmente la pauta del “hacer” en el caso de Alberto, de las exigencias burocráticas de la Universidad y el Conicet, y también de las constricciones académicas: en sus palabras, “conjurar el tedio de la especialización” para disponer de períodos de tiempo consagrables a otro tipo de prácticas más estimulantes y placenteras; hay, además que confrontar, medir las fuerzas de lo que él mismo llama “Albertocentrismo” una suerte de fidelidad incondicional a sus preferencias con el azar y la fuerza impersonal del juego, que es ajeno a cualquier forma de centramiento y a cualquier concepción limitada sobre el sí mismo; hay que, finalmente, rechazar toda forma de autoinculpación que el diarista reconoce en varios momentos como la génesis de sus depresiones para responder al compromiso con un conjunto de reglas arbitrarias y una práctica de resultados inciertos. Dice en la entrada del 10 de octubre: “Como alguna vez escribió un psicoanalista, nunca se llega tan lejos como cuando no se sabe hacia dónde se va” (78).

Ahora bien, ¿por qué haría alguien todo esto? Un improvisador responsable respondería como lo hace el diarista: porque “las alegrías más intensas provienen del encuentro con lo inesperado” (271). Para que eso ocurra y he aquí, creo yo, la más rutilante (y aparente) de las paradojas nada debe quedar librado al azar. Para improvisar hay que someterse a la más férrea rutina: estar ahí, cada vez, a la misma hora y en el mismo lugar, a la espera. De ese modo se organiza la vida del diarista, como la de cualquier artista. La idea que repite acerca del placer que le produce hacer siempre lo mismo no debería leerse, entonces, sólo como un mecanismo de defensa ante la ansiedad que le producen los cambios de situación en su caso, sobre todo los viajes, sino también como una pauta fundamental de su entrenamiento: la rutina es el principio vital de la improvisación. En primer lugar, porque lo que no se pueden improvisar son las condiciones dice Nachmanovitch: “Si voy a dar un concierto improvisado, dejo librado a ese momento lo que tocaré y la forma en que lo tocaré. Pero si he anunciado que el concierto será el sábado a las ocho y media de la noche, contra viento y marea estaré allí en el momento indicado, listo para tocar” (32-33). Y en segundo, porque lo que importa, lo que verdaderamente importa al improvisador, son menos los resultados que el proceso: la antropología tomó de Lewis Carroll la noción de “Gallumphing”, que es la inagotable energía del juego de los cachorros y los niños. Es la “elaboración y ornamentación aparentemente inútil de la actividad. Es licenciosa, excesiva, exagerada, antieconómica dar saltos en lugar de caminar, tomar el camino más largo y sinuoso en lugar del atajo. Lo que el diarista llama “el trabajo de gastar”, y en cuya enseñanza se esfuerza también como profesor, proponiendo a sus estudiantes conformar grupos de lectura de teoría literaria que no les redituarán ningún beneficio curricular concreto. El gasto laborioso como fundamento de una verdadera ética de la escritura crítica, y como me permito agregar aproximación a las fuentes de la creatividad. Roland Barthes mata CV. Tal vez por eso -pienso ahora en el teatro- es tan placentero, tanto más incluso que ver una representación acabada, presenciar los ensayos de una obra en proceso de montaje. Ese juego serio y metódico en el que un mundo va tomando forma sin que nada se cristalice todavía; donde todo es posible y al mismo tiempo cada gesto, cada entonación, cada movimiento debe orientarse a alcanzar una forma precisa y orgánica.

Refiriéndose a Orson Welles, el diarista observa: “Siempre le interesó más experimentar que lograr cosas” (171). Lo mismo podría decir ahora de sí mismo, de este tiempo en el que discretamente se ha convertido en un maestro del ocio, que sabe que el ensanchamiento de sus posibilidades expresivas no proviene sino de la práctica, el ejercicio, la exploración, el experimento. Y que ese ensanchamiento no hace sólo más interesante la escritura, sino también la vida. Sabe, además, que le conviene estar lo suficiente sano para hacer del ocio su trabajo diario, y lo suficientemente convaleciente para no ceder a las exigencias del mundo de los “sanos”. Alegra y emociona comprobar que nuestro diarista eligió, con perspicacia de niño o de artista, apropiarse del tiempo el tiempo fuera del tiempo, el tiempo sagrado para seguir jugando en el margen de la institución.

 

* Texto leído en la presentación rosarina de El tiempo de la improvisación, realizada en la librería Oliva el viernes 5 de abril de 2019.

 

(Actualización mayo-junio 2019/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646