diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La mayoría de las veces los libros de cuentos suelen ser un compilado de historias variadas o más bien divergentes. Algo así como una lista aleatoria de temas de Spotify, sin ninguna pretensión conceptual. Cuentos blancos, en cambio, propone una voz común y también un motivo temático estable, dos pilares desde donde se asienta un libro que funciona magistralmente en su unidad.
Los relatos suelen repetir lugares, cierta urbanidad conurbana, también una época que va desde mediados de los 80 hasta los 90. Pero por encima de estos mojones espacio temporales hay un centro gravitacional inestable: el cuerpo femenino iniciático. Esta especie de territorio orgánico establece el cimiento de la narración, desde esa plataforma surgen las anécdotas.
Así nos metemos en los ojos de Maru y su madre, una mujer superada por las circunstancias, con un vaso siempre a mano y que podría ser, tiempo después la mamá de Lena, esa chica que parece llevarse el mundo por delante hasta que se choca con su propia familia. Si hablamos de familia no podemos dejar de pensar en los Dimarco, esa casa, la Trafic, los empleados con sus cuerpos trabajados a expensas de su jefe, un padre que guarda algún que otro secreto y del que la narradora no llega a poder comprender pese a ser testigo privilegiada de un incidente que cambia su verano. Cambia el verano y también las fiestas cuando en la cena de Nochebuena todos intentan mantener una falsa normalidad mientras el cuerpo del padre comienza a ser consumido por el cáncer. Impostura que también mantienen esos chicos de una escuela primaria que conviven con un niño friki, al cual respetan y menosprecian a la vez. En el universo juvenil no puede faltar ese primer beso que termina mal, secundado de un coro que le dice a la chica “trola”. Algo similar le ocurre a la protagonista de “¿Bailás?”, donde una falsa invitación derrumba el ánimo de una debutante en “asaltos”. En “La muestra de noviembre” ya tenemos una chica mas grande, asomándose a un mundo que, como en esos ensayos teatrales que protagoniza, comienza a mostrar su fragilidad de cartón pintado.
El libro cierra con el que podría ser el mejor relato. “Reelección” avanza en la edad de la narradora, una chica que está en la Facultad y se ve obligada a inventar encuestas mientras orbita en una constelación de personajes geniales y miserables. El final, ese resultado de las elecciones asombrosamente similar a las fabulaciones creadas para “llenar planillas”, nos recuerda que percepción y realidad suelen cruzar sus caminos, rosarse o definitivamente chocarse. Un accidente del que Marina Arias transforma en pulsión de escritura.
Al principio se habla de dos pilares. Si en este rápido repaso las unidades temáticas encuentran contigüidad entre un cuento y otro, lo que verdaderamente termina de anudar es la voz, esa melodía que dibuja una clara distancia entre el narrador y los hechos, una mirada autoconsciente que podríamos llamar “antropológica”. El ejercicio de extrañamiento de las experiencias, la construcción del recuerdo en su dimensión interpretativa, lo vivido, no solo para ser contado, sino ya metabolizado, ya digerido, pasado por diván. Allí está el concepto que le da al libro un componente que supera el mero ejercicio de sucesión de anécdotas. Cuentos blancos, una claridad que arroja luz a la oscuridad de la vivencia.
(Actualización mayo-junio 2019/ BazarAmericano)