diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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De los diversos modos del subjuntivo
Decorados. Apuntes para una teoría social del cine argentino, Horacio González y Eduardo Rinesi (compiladores), Buenos Aires, Caterva y EME, 2016. 

La “Nota editorial” advierte que “este enemigo no ha cesado de vencer”. Y pareciera que el arco de tiempo que va de 1993 (primera edición de Decorados) a 2016 (reedición) queda signado por el mismo peligro: “prestarse a ser instrumento de la clase dominante”. El problema es que esa clase profesa la fe del there is no alternative implícito en las prácticas del neoliberalismo y oponerle esa cita de Benjamin no deja de ser una estrategia válida. Sobre todo si entendemos que los artículos reunidos en el libro nacieron de la vacancia de lo político. Así su reedición, en el temprano 2016 (para saber cuáles serían los efectos ciertos del nuevo gobierno), funciona como admonición: estamos casi en el mismo lugar que en los noventa. Será cuestión de los cientistas y de la intuición ver el tamaño de ese “casi” para determinar cómo habríase configurado el escenario y sus decorados si algo hubiese sido diferente. Esa admonición atiende a la figura que articula la mayoría de las reflexiones de los artículos: cuál es la posibilidad de interpelar al espectador, dónde se puede operar con cierta eficiencia, cómo ser lo suficientemente persuasivos para convencer, qué se debe y necesita ser hecho. Otra vez estaríamos frente a la misma vacancia y, otra vez, el cambio en la técnica coincide con un régimen regresivo en lo político.

Un doble prólogo, de Horacio González uno y de Darío Capelli otro, trata de dar cuenta de las novedades sucedidas, una tras otra, en estos veintiséis años. Un nuevo concepto de ficción y la aparición de Trapero, Caetano, Stagnaro, Martel son los datos relevantes. También la determinación fehaciente de que algo terminó y otra cosa distinta, que en esos primeros noventa costaba decirle postmodernidad o globalización, tuvo su continuidad no sin intervalo. Entonces, estes autores, crítiques, ensayistes cuentan la historia del cine argentino (¿es posible esa geolocalización?, ¿es probable esa nacionalidad?), pero también la historia de eso llamado social. Así en el prólogo del ´93 HG recuerda que Gramsci propuso una noción de cultura signada por una serie de prácticas desorganizadas que, lejos de ser homogéneas, presentan fisuras. Bien, ¿cuál sería la relación del cine con esa cultura? ¿Puede hacerse cine de modo productivo en lo social fuera de esas prácticas? Se trata de algunas de las preguntas que necesitan respuestas para encontrar razones a la práctica del cine como “manifiesto estético y filosófico de masas”. Aún problematiza más con otro artículo: “Pero haber desencajado al arte del tiempo de la técnica, puede someterlo [al cine] a una delicada sinrazón” (52). Y ese punto se torna nudo de la reflexión en tanto un régimen político como el nazismo y un régimen económico como el capitalismo modelaron al cine en una experiencia masiva que dejó poco espacio a la incidencia sobre el espectador en el estímulo del pensamiento crítico. Así HG trata de ver las “mutaciones técnicas” que constituyeron la producción de imágenes de lo que se llamó cine con la intención de “seguir haciendo literatura” (57) según un postulado borgeano: la “refutación del tiempo” que se aparea con “la ideología publicitaria”. Ese par sumaría un nuevo miembro para conformar un triángulo: la video-política que fue posible según el montaje y el uso del tiempo al que nos acostumbró el videoclip. De este modo queda explicado el vacío de la política que se ha plegado sobre sí misma y, en un ademán deleuziano, articula lo “real” en derredor de ese vacío obra del neoliberalismo. Ese movimiento y sus efectos hoy encuentran en los globos amarillos su parodia.

Así se entra al libro, un artículo de David Viñas próximo a la reedición de su Literatura argentina y política (1992), ya sin realidad en el título pero con la persistencia de la hipótesis de que la literatura argentina es un proyecto que puede rastrearse al interior de los textos. Actualizado el método Viñas de análisis, enunciación y discrepancia, indaga en los textos de Nicolás Olivari para leer algo más vasto como la correlación de la “cultura” con “el deslizamiento sincrónico condicionado por el momento Uriburu-Justo” de lo que llama “vanguardismo politizado” y “residuo artesanal aristocratizante”. Se tratará de saber cómo esta técnica (el cine) genera su mundo laboral de profesionales y asalariados (curiosa plataforma de autonomía) y, a la vez, de conocer cuál es el grado de “incidencia real del cine en la literatura argentina”. Y cierra afilado “el mundo, en su totalidad, se irá convirtiendo en un estado libre asociado” (48). Luego deja unas pautas para dar el debate que hubiese correspondido dar en los últimos años: Borges y Walsh son las dos caras de la misma moneda de la formación cultural del liberalismo vernáculo, la parte emergente del “proyecto” que puede rastrearse.

En otra insistencia sobre Borges, con cita de El fin, Rinesi relaciona al cine con lo real y se pregunta si no es el aparato lingüístico el que lo genera. Luego de examinar esa idea encuentra en Piglia una línea de desarrollo, “la violencia política atraviesa la historia de la narrativa argentina” (94). Alguna vez habría que indagar sobre la relación discursiva que el neoliberalismo supo forjar en la relación violencia-agresividad vertebrada en el deseo. Se dedicará a examinar la conducta de los agentes del campo en la representación/mediatización de esa violencia en productos como Pampa Bárbara (Demare, 1945) –narrada como “western”– y El fusilamiento de Dorrego (Gallo, 1908) - en el contexto de emergencia del peronismo. Ve, allí, la resignificación de desierto concomitante con barbarie y la recursividad al rosismo como asignación a las prácticas políticas de los sectores populares. Para que esto suceda, postula, deben franquearse “los límites inexorables de la traducción, el último resto de soberanía que la literatura parece resistirse a dejarse arrancar” (118).

Así encontramos la primera correlación importante, diecisiete de octubre, como ratio ordenadora de lo real, y Leonardo Favio y su contraparte, Nuevo Cine Latinoamericano. De esos temas se ocupan los artículos de Godio; Montalbán, Rosso y Duhalde; Capelli, Gaudino; López; Ferraro; y, Bonvecchi. En estos términos, Godio examina Kilómetro 111 (Mario Sofici, 1938) desde una mirada antropológica que le permite preconfigurar el peronismo en esa producción, en tanto presenta un Estado desinteresado de las responsabilidades sociales. A la vez, pueden notar en Gatica, el mono (Leonardo Favio, 1993) la contraparte del sujeto pueblo que se come a sus héroes o bien, como Los inundados (Birri, 1962) que esa pueblofagia tiene sus orígenes en la heterogeneidad del colectivo y el intento de homologar lo diferente. Tensiones que resultan constitutivas y redefinen la práctica política como el impiadoso lugar donde “la lucha (como la guerra) perdura siempre como simulación” (133).

En esta Historia social, Gatica opera como el “problema”. Es, a la vez, la contracara de Caballos salvajes en la precisa actualidad, una insurgencia al neoliberalismo; y también el lado retardatario de la revolución del nuevo cine social. Es decir, Gatica significa peronismo, la palabra valija del “hecho maldito del país burgués”, Cooke dixit; o, “el hecho burgués de este país de m...” José Pablo Feinmann (La crítica de las armas, 2002). Así, Montalbán, Rosso y Duhalde notan que el espacio crítico negado en la prensa a Gatica fue adjudicado a Caballos salvajes de modo tan cortés que semeja una denegación: los sectores medios pueden aspirar (e intoxicarse) al deseo de un peronismo racional, amable con la movilidad social y el ahorro privado si, en definitiva, hay algo más que el aparato publicitario con financiamiento solvente, el voceo de un consenso amplio sobre las políticas neoliberales del gobierno “peronista” de los noventa. Así, entonces, con lo que llaman la complicidad de silencios esperables (Punto de Vista no dedica una sola reseña a Gatica dicen) se conforma una discursividad autofestiva “en la combinación macabra de tradiciones y simbologías neopopulistas y economía de mercado parece seguir existiendo la clave del tiempo que vendrá” (149).

En este sentido, María Pía López ensaya una serie de respuestas acerca de “los caminos estéticos que recorrieron los cineastas que decidieron que sus films fueran parte del conflicto que atravesaba a la sociedad argentina” (200) bajo la omnipresencia del peronismo y la revolución socialista. Ve en una serie de producciones –que incluyen a Gleyzer, Walsh, Solanas, Birri, Cedrón, Vallejo, Juárez, Favio– la discusión acerca de la legitimidad de la violencia como un instrumento de la política. Así, de modo exhaustivo se recorren esas diferentes propuestas, distintos exámenes de conciencia y análisis de géneros como la gauchesca en vínculo con Brecht con el propósito de dar cuenta de “un cine que se pensó militante, se diseñó revolucionario y sobrevivió casi de milagro” (220) al genocidio de la última dictadura cívico-militar.

Aquella conflictividad estética tuvo su punto alto en Birri, como señalan Capelli y Gaudino, en Los inundados (1961/1962) al intentar tratar la marginalización desde la marginalidad y con marginales. Esta discusión sobre la competencia y la pertinencia para tratar algunos temas no se entiende sin reponer otras discusiones sobre el etnocentrismo porteño (“El único cine porteño que la exhibió, a la tercera semana de proyección comenzó a sabotear su proyección”, 189), por un lado y, por otro, la explosión del neorrealismo. En el contexto argentino quizá constituyan un todo excéntrico y acaso marginal, como la idea de que hasta ese momento el cine hablaba de realidades ya descifradas y que si quería incidir sobre el espectador había que incitarlo a actuar “riéndose de las formas narrativas que lo habían atravesado hasta ese momento; haciéndole pito catalán a todas las teorías del encuadre y del montaje” (198).

La lucha armada, la proscripción del peronismo, la recurrencia de los sectores dominantes a los golpes de estado son factores que sobrepasan la noción de conflictividad y nos cuestionan seriamente acerca de algunas ligerezas discursivas como conflictividad política. En este encuadre, Ferraro mira el cine de Gleyzer, Los Traidores (1973), no solo como “el film político más duro de todas las épocas” (257) sino como el producto cultural que pone en crisis nociones clásicas como la relación entre forma y contenido y que, al mismo tiempo, cuestiona los soportes sociales de la legitimidad política como práctica fáctica del poder: “renunciar a la idea de poder como privilegio de una clase” (261). Y aquí clase no solo refiere el trillado rótulo de dominante, también dice obrera.

Los marcos enunciados sobre las estéticas de los sesenta y setenta necesitaban ser leídos en el detalle tal como lo plantea el trabajo de Bonvecchi que interpela desde una pancarta de La hora de los hornos (Solanas, 1973), “Todo espectador es un cobarde o un traidor. Franz Fanon”. Alrededor de estas cuestiones socio-ideológicas, en términos de época, el arte se constituye en manifiesto y da batalla en tanto cine rebelión. Pero, como toda rebelión debe ser encausada tiene que haber un manual de uso que es detallado con el propósito de lograr “la descolonización de la cultura” (245). En ese sentido, dentro de una mirada semiológica, aparece una vez más la idea del “western” como una fijación que pareciera sintomática en su insistencia. Y, de este modo, la estética retoma una mirada ideológica que trasciende la praxis, “gran forma” o “pequeña forma” como disyuntiva homologable al maximalismo revolucionario o el dialoguismo reformista. Tanto “la grande” como “la pequeña” se creen con derecho a ser apodadas “revolucionarias” pero queda sin saberse “¿Qué revolución compensará las penas de los Hombres (Rivera, 1993)?” (256).

Enunciaciones paranoicas, en el sentido que todo dato manifiesta un sentido oculto, signan algunos análisis y no sin razón en muchos casos. El artículo de Yablón sobre el cine negro de Aristarain trabaja sobre estos supuestos inherentes al género, que intenta complejizar, como la relación tensa entre sociedad civil y estado, las demandas de los intelectuales hacia las dudosas legitimidades de los estados y la instalación de ambigüedades discursivas en los sistemas de control en las sociedades democráticas. Así puede encontrar algunos rasgos distintivos del género en nuestro país, por caso que “la política, como el bien y el mal, atraviesan los cuerpos y el Estado no encarna otra cosa que los límites de esa territorialidad” (154). Así, Casella retoma el tema Aristarain desde la perspectiva de Un lugar en el mundo (1992), recurre a algunos supuestos teóricos de Foucault para analizar al cine y a las relaciones sociales que genera y lo generan. De este modo, entiende que el producto final se independiza en la relación con el espectador generando sus propios procesos inferenciales y comunicativos. En este punto se atreve a poner en duda la posibilidad de que el cine “ilumine” al espectador. Anulada la capacidad iluminista, el valor del film “estará en función del estado de las relaciones de fuerza que en este potencial espacio para la lucha ideológica esté teniendo lugar” (186).

Otra zona de los Decorados es temática y gira alrededor de un concepto de ficción calibrado por Borges, Piglia y Fogwill. Así Korn; Hang; y Garramuño, Fernández Bravo abordan la obra de Hugo Santiago, el exilio y el alfonsinismo. Korn retoma el tema de la dictadura pero desde la perspectiva del cine del exilio “que se realizó durante la transición democrática” (221). En este sentido, Korn sugiere ver estos films en una disyunción temporal: el tiempo que tematizan, el del exilio; el tiempo en el que se producen. Así examina tres producciones El exilio de Gardel (Solanas, 1986), Las veredas de Saturno (Santiago, 1986) y Sentimientos, Mirtha de Liniers a Estambul (Coscia, 1987). Hay que decir que el contexto de producción son unos noventa poco favorables al ámbito de los derechos humanos con indultos a genocidas y suspensión de juicios de lesa humanidad. Así se lee “es difícil reconstruir lo que pasó, la verdad de la memoria lucha contra la memoria de la verdad” (235).

La filmografía de Santiago comportaría algunas novedades acerca del concepto de ficción analizado por Jung Ha Kang, bajo la autoridad de Borges otra vez, como en Garramuño y Fernández Bravo. Este trabajo, tal vez más abarcativo, logra establecer una correlación con hechos recientes, al momento de escritura, y aún sin resolverse, al momento de esta reseña, uniendo en el análisis el género del documental y el de la denuncia.

Esta Historia social no podría pensarse completa si no se ocupara de la educación sentimental o, en términos más rigurosos, de cierta estructura de sentimiento que involucra la construcción de las figuras de la mujer, el caso de Del Brutto, y de los usos de la sentimentalidad, el caso de Mancuso que trata de establecer los alcances del género folletín en la construcción de una subjetividad crítica, lo que podríamos denominar cultura popular a partir de las realizaciones cinematográficas de las novelas de Manuel Puig. Con certeza deja establecido el camino de doble vía en la obra de Puig desde y hacia los materiales y las formaciones discursivas del sentido común. Ese tránsito está marcado por productores y agentes del cine en nuestro país. El establecimiento de esas nociones ordenadoras de la percepción son analizadas en el artículo de Broitman y Sanela para establecer y diferenciar las publicaciones periódicas en papel con fines de propagación, de aquellas que apuntan a conformar un imaginario de stars system de las que ejercieron la crítica metacinematográfica durante casi todo el siglo XX. Por último, del Brutto plantea que la constitución de la mujer en el cine como sujeto también tiene su historia. Fija su génesis en 1959 cuando en el Festival de Cannes se funda el “cine de autor”. Una historia cruzada con la historia del feminismo y con nombres propios: Irene Dodal, Mabel Itzscovich, Paulina Fernández Jurado, María Esther Palant, Beatriz Guido, María Luisa Bemberg, Vlasta Lah, Eva Landeck. En ese ´93, la regresión conservadora tuvo su aplauso global en Atracción fatal y el desafío será encontrar un cine feminista en el que espectadoras y directoras se confundan. Es decir, un anhelo de lucha por un programa para “el cine en el que no se olvidan las reivindicaciones por las igualdades pero en el que se clasifican esas identidades en función de críticas, en función de historias y en función de conciencias diferentes (328).

Si el libro abre con una cita de Benjamin acerca del peligro de convertirse en instrumento de la clase dominante, a lo largo de los aforismos de Wainsztok se señala un camino para recorrer críticamente la relación con el espectador, quien tal como señaló el primero “el público es un examinador, pero un examinador que se dispersa” (320). Por eso, el Epílogo de Russo, fechado en noviembre de 2015, parece escrito a fin de explicar la reedición de este libro en lo concerniente a su probable productividad. Con cierto malestar hacia las instancias de legitimación académica entiende que la impertinencia del fuera de quicio sustentará la “Teoría Social Argentina (desde/del cine idem)” (335). Pero también que ese desalojo institucional es el único modo posible de “una teoría de la lectura del cine que interroga [...] en el marco de una trama nacional (literaria-cultural)” (341).

Quizás estos artículos no constituyan una teoría que pueda predecir al nuevo cine pero siguen cifrando la esperanza de que algo ocurra. Si a finales de los noventa emergieron los Caetano y las Martels podríamos esperar alguna buena contraemergencia del macrismo. Algo parecido a lo que se llamó “poesía de los noventa” que desde el rótulo autoimpuesto apuntaba ya a la crítica, el cinismo y un dejo irónico para pensarse en presente. Hoy, proyectar el futuro parece algo más arduo que antes. No alcanza con el deseo.

 

(Actualización marzo-abril 2019/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646