diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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El terror feminista de Alegoría de los sentidos en la narrativa contemporánea
Alegoría de los sentidos, de Julián Lucero, Buenos Aires, Modesto Rimba, 2018.

Algo raro ocurre con el terror en la literatura argentina de los últimos años. A medida que una gran parte de los escritores abandonan las formas genéricas, un poco porque respetar la ley, sea la de los géneros o cualquier otra, no es tarea de la literatura, o porque, también, hubo nuevos modos de comprender la escritura como un acontecimiento singular que siempre desborda las clasificaciones; a medida que escribir en función de los géneros, en definitiva, pareciera dejar de ser atractivo, el terror comienza a crecer de diversas maneras en las escrituras, pero también en las películas, contemporáneas. Son dos fenómenos paralelos que no sabemos si se alimentan el uno al otro o si, en definitiva, son independientes entre sí y hasta opuestos. Pero ahí están.

Lo cierto es que en nuestra literatura nacional, la escritura de terror ha sido magra. Luego de esa gran intervención borgeana con el fantástico, todo lo que muestre aires de un monstruo o una presencia fantasmal, por ejemplo, tendió a clasificarse bajo el rótulo de fantástico e, incluso, despectivamente a veces, de fantástico tardío. Sin embargo, ahí vemos libros como los cuentos de Mariana Enriquez, o el ciclo televisivo Cuentos de terror de Alberto Laiseca en ISAT, desde 2003, o la antología El terror argentino, de Elvio Gandolfo y Eduardo Hojman, de 2002, donde el terror parece entrar con fuerza en escena en Argentina. Aparece para intranquilizar cualquier consenso y para demostrar que siempre, en la literatura, todo es posible porque se escapa de sí misma o de cualquier tendencia momentánea que impone una ley.

En Alegoría de los sentidos, Julián se mete de lleno en esa dirección, como desde su libro previo, La nena que eructaba melodías gonzo. Y desde las primeras citas con que abre el libro, deja en claro que lo hará en diálogo con la tradición clásica del género, a lo Stephen King, quien en Danza macabra, propone una de las mejores definiciones del género. Para King, hay dos niveles de trabajo con el terror, el primero, la repugnancia respecto de algo horrible que acontece y el segundo “es realmente como una danza, una búsqueda rítmica y sinuosa” de ciertos puntos de “presión fóbica”. Es decir, el terror es un creador de atmósferas que prolonga y genera un efecto de miedo/repugnancia ante lo horrible mediante una suerte de danza con el lenguaje. Por esto mismo, A. Robert Lee señala que la diferencia más sustancial entre el terror y el horror, si bien para nosotros la diferenciación pareciera ir perdiendo significado, proviene de la literatura gótica y apunta al grado de explicitación o no de aquello que afecta horrorosa o terroríficamente nuestros sentidos. Es decir, mientras el horror se da explícitamente, el terror involucra cierta retención de la ocasión de miedo o un trabajo de fascinación ante lo horrible que nos golpea de lleno en los sentidos sin saber muy bien con qué. Y es ahí donde Julián parece actuar sobre nosotros, generando un efecto, de manera muy eficaz, de miedo creciente o, a veces, de encanto repugnante ante lo horrible, que se mete entre las grietas de las palabras hasta hundirnos en una atmósfera de incertidumbre y pánico de la que no queremos salir porque estamos todos pendientes de qué va a pasar con estas situaciones extrañas que se están descubriendo ante todos.

Porque eso ocurre. La escritura de Julián, en su mayor potencia, nos atrapa lentamente en una red que va creciendo en su tejido de silencio hasta dejarnos frente a la realidad del terror, de eso que nos sumerge en un miedo atroz, sin saber muy bien por qué o cómo ocurrió lo que estamos leyendo. Nos deja desorientados porque nos da directo en los sentidos, para recuperar uno de los posibles significados del título del libro que leemos. Pero nos quedamos desorientados porque la realidad sucede como una progresiva máquina de crear monstruos que se revelan ante nosotros de la nada. Aparecen. Como en las mejores películas del género o en los cuentos de hadas: eso que no se pensaba real, es. En la escritura de Julián, el terror surge porque el sin sentido del mundo, con sus determinaciones morales y violentas, de golpe, crea un sentido demasiado visible que nos persigue hasta dejarnos sin respiro, exhaustos, tratando de salvarnos o de escapar de él. Ese sentido saturado que se crea de golpe es el monstruo, son los monstruos.

Algo que siempre me encanta del género son, precisamente, los monstruos. Uno podría pensar que son todos iguales. Y no. La eficacia del creador de monstruos consiste en la diferencia entre lo mismo, en inventar uno que no hayamos pensado, que no se nos podía ocurrir, pero que ahí está, súbitamente, demostrándonos que en el costado menos esperado, estaba él para aniquilarnos. ¿Y cuáles son esos monstruos? Una mujer embarazada con antojos demasiado exóticos, un niño queer de jardín con muñecos amigos a los que les encanta hacer cosas en la oscuridad, un tatuaje de mariposa que atrae y dibuja depredadores en la piel, un bebé de una pareja de tortas con amigos no tan visibles pero que se hacen sentir, una maestra que tiene mucha hambre. Enunciados así, parecen creaturas inocentes, pero en el tamiz de la palabra, algo intranquilo surge de ellxs y lxs convertirán, progresivamente, en lxs que mostrarán el terror, en monstruos. Pero estos no son meros accidentes de la fantasía. Surgen, en la escritura de Julián, de miedos atávicos y cotidianos. Por eso, son alegorías.

La alegoría, en la tradición clásica, es una figura retórica que consiste en que una imagen remite a un código fijo de figuras-significados asignado en un repertorio instituido. Pero acá es de los sentidos, no de uno de solo (remitiendo, además, a una tradición pictórica). Y ahí, la cuestión se complejiza hasta hacer estallar a la alegoría misma. Julián la hace estallar. Porque uno podría pensar cada cuento como una figura del miedo atávico, y eso serían los significados dados a la imagen que el cuento nos muestra. Cuentos alegóricos, entonces, que conllevan a distintos miedos: al hambre en un embarazo, al rechazo en un espacio de socialización, a la pamaternidad, a una imagen en la piel, a ser devorados. Pero en realidad, el plural del título nos hace ir con cautela.

Si esos son algunos de los posibles sentidos que se alegorizan y que se nos hacen tocar, también ocurre algo particular con los personajes/ monstruos. Ellos aparecen encarnando figuraciones heroicas, víctimas o malignas. En cualquiera de estos casos, se alegoriza una ética de lo monstruoso que los saca del lugar moral. Están los pobres monstruitos víctimas, que son atrapados por fuerzas extrañas; el bebé de las lesbianas, la chica con el tatuaje. Están, también, los monstruitos héroes, que se cobran revancha ante la sociedad, como el chico queer, aparentemente gay, rechazado por sus pares. Y están los monstruos como encarnaciones de un mal indomable, el bebé voraz a lo Rosemarie que le da antojos caníbales a su madre; la maestra que se convierte en una devoradora maléfica. Los monstruos no están de un lado de la moral; la rompen, la desclasifican y nos obligan a tomar una respuesta ética ante ellos que siempre es singular y única; caso por caso. Y por eso, en el libro, quizá, esta sea su apuesta política: una monstruosidad de la diferencia, que también se articula con el predominio de mujeres protagonistas, dos de ellas lesbianas, o en un niño gay rechazado por la sociedad. Monstruos diferentes dentro de un terror feminista que rompe los binarismos morales y lo explota en puras diferencias que impactan ante el lector. Y que, por lo general, además, vienen a atacar instituciones normalizadoras de Occidente: la familia y la escuela, donde ocurren las peores calamidades.

En un dossier reciente sobre el terror en Argentina, Pablo Ansolabehere sostenía que este se relacionó con la política desde el inicio y que las ficciones contemporáneas no son ajenas a ese modo local, nacional, del terror. Sin embargo, la política a la que se refiere Pablo es la macro, la de la historia en grande. El terror de Julián Lucero desconfigura esa tradición dura: la política emerge en lo micro y en lo cotidiano a partir de un terror feminista con monstruos muchas veces inclasificables dentro de la dicotomía metafísica moral. El terror está en lo cotidiano de la vida de las mujeres o de lxs niñxs, pero a veces, políticamente, es un rasgo heroico que pone las cosas en su lugar. Otras, no. Y otras no sabemos, quizá porque ahí el terror haya devenido el mal absoluto, la imposibilidad de discernir qué es lo correcto o lo incorrecto. Julián Lucero aporta la variante micropolítica de lo cotidiano al terror local, y ese es un rasgo singular de su escritura.

Una que también se vuelve particular en el trabajo con el cuento. Lejos de la pretensión moderna del cuento cuyo final reconfigura toda la historia, haciendo aparecer un sentido segundo, Julián solo narra a partir de diversas reformulaciones formales, sin cosificar la plasticidad del cuento, sin encasillarlo. Juega con la forma, arma combinaciones diversas en cada uno. Crea atmósferas donde lo repugnante se vuelve atractivo, plagadas de una precisión quirúrgica en las descripciones de la descomposición o de los efluvios corporales. Una escritura con una fuerza pulsional en la frase cortada y cortante, diminuta, hipotáctica, que nos sumerge en una adrenalina desenfrenada hasta el final, que no viene a revelar nada que no sepamos antes, sino que es el final del relato. Pero que igual nos pega, como decía Arlt, como un golpe a la mandíbula.

 

(Actualización marzo-abril 2019/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646