diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

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El tiempo como lengua material de una vida
Lo real, de Celeste Diéguez, Buenos Aires, Caleta Olivia, 2018.

La tapa del libro Lo real, de Celeste Diéguez, es la mejor entrada para las palabras que se desplegarán en lo sucesivo. Por eso me quiero detener mínimamente allí. La foto consiste en una construcción derrumbada, cuya puerta de entrada, con una persiana metálica, oxidada y cortada justo antes de llegar al taparrollos ausente, se impone pintada con grafitis encima y a los costados y, por detrás, la exuberancia de una vegetación escapa y promete un respiro de naturaleza y vida apenas insinuadas. Por debajo, en el suelo, una acumulación de basura: platos de plástico, telas, bolsas, maderas quemadas, rocas, almohadones, tuppers, ladrillos y una palita de basura lo cubren todo.

La foto remite a lo que el poema sexto del libro exhibe como imagen: “un grupo de objetos apilados en el mundo que nos haga volver que nos sirva de seña en la polvareda que somos el polvito que nos agrande el pedazo de cielo que nos toque el pedazo del cuerpo que cargamos el pedazo de piel que transa lo externo el órgano que llevamos cruzado en el pecho como una honda”… Un montoncito de objetos, pero no ya en el sentido del neobjetivismo argentino, que retoma a T. S. Eliot en tanto correlatos objetivos de una emoción que se convierte en imagen. En Diéguez, esa premisa está radicalmente trastocada; se trata de un montón de objetos en un mundo que toque el cuerpo, el pedazo de piel, el corazón. Objetos que nos afecten, no que den cuenta de una afección subjetiva. Pero eso es parte, además, de un mundo que se amontona, que remite al polvito que somos porque los objetos son materia, una de la que formamos parte y que se acumula, oxida, se vuelve basura o cultura como en la imagen de portada: grafitti o residuo en descomposión que nos tocan, nos afectan.

Hay, en este sentido, la idea de una poesía transitiva, cuyos poemas acumulan palabras y, a su vez, ellos mismos se acumulan para tocarnos a quienes leemos, para afectarnos, para transmitirnos algo o crear un puente. De todos modos, no se trata de un patetismo sentimentalista en clave romántica. Lo que nos toca de los poemas y las palabras es su materialidad siempre puesta en un borde de descomposición escéptico. Y en este sentido, lo que adquiere centralidad en el libro es un tópico barroco sin barroquismo: el tiempo. Pero no como cualidad metafísico-teológica independiente de la materia, como podía pensarse en los barrocos latinoamericanos y europeos, sino como algo ligado intrínsecamente a ella que pone en movimiento el mundo en una inestabilidad corrosiva que no cesa:

Adentro sobre la mesa

baja junto al falso fuego

una radiotensión

una onda captada

que corte en tajadas de sentido o al menos de peceto

para poder armar con ellas un álbum familiar

o un sanguchito

algo que explique

lo que se escurre en el silencio opuesto

al tránsito que insiste en desnivelar la zona

a estas horas inciertas.

Agazapados y anémicos

inventamos con la luz un símil que garantice

un registro del tiempo que pasa y no nos queda”

 

Ni el tiempo puede quedar en una foto, porque es parte de la materia, porque está ineludiblemente destinado a pasar. Y en este sentido, la lengua, atravesada de tiempo como “lengua común” que se materializa en los poemas, deviene una pura mutabilidad, un movimiento, pero en “una lengua que consiguió otros bienes va atrayendo la desgracia la peste la corrupción”. La lengua es eso que participa y no de la corrupción del tiempo, del movimiento de la materia; como la cultura es “el conjunto / de los descubrimientos y saberes acumulados / a lo largo de la historia; / humedecer y abonar / llenar un lugar de cosas que van a crecer / una tras otra, linealmente, a la misma distancia / pero también al voleo, en abundancia y sin orden”. La lengua es la tapa del libro o la tapa del libro es la lengua en que se escriben los poemas donde se acumulan palabras y materias, linealmente, pero también al voleo, donde se abona algo que crece, pero también se descompone. Y en este sentido, tenemos que entender la oscilación entre el verso libre clásico y la prosa sin puntuación como un desplazamiento que se opera desde la lengua en el poema mismo: una acumulación de palabras como materiales que el tiempo acumula hasta oxidar –o convertir en basura– en el mismo poema. Y ese modo del poema es un arrastre de la voz en que Diéguez lee en vivo, una especie de puente entre lectura y escritura que trae la lectura en el vértigo de una velocidad intensiva en el caso de las prosas no puntuadas, o que le da respiro y detención en los cortes de versos. Esos son los tonos de lectura de Diéguez, parada como una heroína dark delante del micrófono cuando la oímos, pero que ahora encontramos en este libro como un resto de lo real puesto en el poema.

Por último, quiero señalar que si se trata de acumulación y descomposición como modos de la lengua y de la cultura, un decadentismo modernista muchas veces hace esplender la ruina del mundo en los versos de Diéguez. Pero a diferencia de estos movimientos de fines de siglo diecinueve y comienzo del XX, a nivel mundial, muchas veces ligados a la torre de marfil, lo que se potencia en Diéguez es una política feminista que se juga por vivir la vida y que atraviesa la mayoría de su escritura. Se juega por el trasfondo que crece en la foto de portada. Por eso dejo este poema como cierre, porque sé que en él, habla una voz –en este caso, irónica– que puede convencernos por sí sola de lo imprescindible que es leerla:

Cuando viva al fin mi vida

esa vida que

por distintas causas

no he comenzado a vivir aún

qué haré?

Una existencia activa de milagros concretos

tendré una profesión rentable

debo ganar buen dinero

me casaré joven

antes de los treinta

con un gran chico

clase media como yo

de valores sólidos y sexo pasable

los domingos serán con su familia o la mía

y luego llegarán uno tras otro los niños

me iré poniendo gruesa

trabajaré lo justo para jubilarme bien

y una vez por año

en la segunda quincena de enero

nos iremos a la playa ruidosa y concurrida

me haré amiga de mis vecinas de carpa

señoras como yo

a las que veré año tras año

hablaremos incansables de nuestros hijos

de lo que comeremos al almuerzo o por la noche

envidiaremos los cuerpos de las paseantes

volveremos a la casa alquilada

los chicos se preparan para salir

escondiendo las drogas de nuestra miopía

cenaremos en silencio

tomando mucho vino

blanco tomaré esta vida

y el tedio se escurrirá en la sobremesa

como un sirviente huidizo;

nos iremos a la cama

dos cucharas que ya

no revuelven nada.

 

Un día me despertaré

con 65 años y várices

la cara salpicada

por el exceso de sol sin protección

mi marido tendrá un pre infarto o dos

por la malasangre y los cigarrillos

todavía me quedarán años para leer y viajar

jugar a la canasta, hacer un curso

abogar por alguna causa

jugar con mis perros, cenar con amigos

o ir a molestar

a lo de mi nuera.”

 

 

 

(Actualización marzo-abril 2019/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646