diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En La seducción de los relatos, libro que salió este año por Eterna Cadencia, Jorge Panesi recopila ensayos que fueron apareciendo como conferencias y artículos en los últimos años. En ellos que se ocupa de temas variados: aborda las polémicas del mundo académico, escribe sobre la relación entre literatura y política, celebra libros y revistas (la historia de Martín Prieto y la revista Orbis Tertius), se ocupa de Silvina Ocampo, José Ingenieros, Mario Bellatin, Luis Gusmán y César Aira, se detiene en una zona preferencial de la poesía (Néstor Perlongher, Arturo Carrera y Tamara Kamenszain), y antes de cerrar el libro con un extenso ensayo sobre Borges y el peronismo, despliega una serie de retratos sobre David Viñas, Ana María Barrenechea, Nicolás Rosa, Josefina Ludmer, Silvia Molloy y Alberto Giordano. ¿Qué une estos trabajos de temática a la vez cercana y lejana? Seguramente persistencias, obsesiones, un programa no explicitado de investigación, lo que se llama una vida académica. Pero más allá o más acá de estas cuestiones, creo que lo que le da unidad al libro es el estilo.
Por estilo no me refiero sólo a singularidades como la elegancia o la ironía, sino al modo en que esas inclinaciones retóricas se articulan con una memoria, unas pasiones y una forma de pensar determinada. Entre esos aspectos se destaca esa forma tan particular de Panesi de empezar los textos (casi todos) comentando en la primera línea el título que ha elegido. Alcanza, creo, con un ejemplo de los varios que se encuentran en La seducción de los relatos: “El título “Polémicas ocultas’ -empieza Panesi- tiene una ascendencia bajtiniana, sin dudas”. No se trata de un juego retórico vacío. Panesi empieza de golpe, con seguridad y sin vueltas, sin apelar a nadie más que a sí mismo (y eso a pesar de que reconoce sus deudas de inmediato); pero al mismo tiempo necesita aclararle al lector el sentido, como si una frase como el título encerrara una ambigüedad, un cierto enigma o predispusiera al malentendido. Desde el comienzo de sus trabajos Panesi busca una comunicación abierta con los lectores y articula firmeza y ambigüedad, certeza e incertidumbre, demostrando que la crítica es ante todo un arte de la sospecha.
Lo mismo podemos decir del manejo seguro y fluido que hace de categorías sin embargo complejas, como archivo o memoria. En La seducción de los relatos (tal vez en todos sus textos) no define, no explica, no hace citas de autoridad; no es didáctico o por lo menos no lo es si entendemos por didáctico la necesidad de definir los conceptos o resumir el libro que uno está por comentar. Nada de eso. Pero esa “desconsideración” le permite desplegar los conceptos en toda la complejidad que tienen: les va dando sentidos provisorios según la necesidad, que luego podrían cancelarse o reemplazarse por otros más ajustados a otra situación. Cuando habla de archivo o de memoria, por ejemplo, o cuando menciona a Lacan o a Derrida, lo hace en su línea, dándole a esas palabras y a esos nombres el significado necesario para que operen en una determinada circunstancia, dejando en una sabia oscuridad el resto del contenido, y digo “sabias” porque esas sombras le permiten mostrar, precisamente, la complejidad del concepto que maneja. Este manejo es posible gracias a la imbricación que existe entre estilo y receptor. En la introducción de los Escritos, Lacan dice que el estilo es el hombre… al que le hablamos. Panesi no educa a las masas, como se había propuesto Ingenieros, sino que se dirige a una comunidad interpretativa, para tomar el concepto de Stanley Fish, de gran importancia para su trabajo, y esto significa que les habla a los entendidos, pero también que nos tiende una seducción: no busca desasnarnos, sino convertirnos también en entendidos o en interlocutores de su obra.
Pero si bien estas cuestiones son nodales, quisiera resaltar un rasgo más puntual. En La seducción de los relatos (y en sus anteriores trabajos) Panesi no hace sólo comentarios textuales, sino que también habla, de manera constante, como una permanencia o una muletilla, de la crítica. Es decir, si está refiriéndose a un texto, incluso a un texto puntual, pongamos por caso la obra de Perlongher, como hace en “Cosa de locas”, siempre se pregunta por lo que la crítica haría o podría hacer, como si escribiera a dos bandas, basándose en el texto y en el aparato con el que lo lee. Propone de este modo un distanciamiento que, traducido a la lógica del cine, sería el de las películas de Fellini o Godard, en las que aparece la escena filmada y también la cámara con que se crea la imagen. Como sucede con los comienzos de sus textos, no se trata de un ejercicio ornamental, sino que ese a dos bandas está ligado a la idea que tiene de la crítica literaria. En el homenaje a Viñas que recoge en La seducción de los relatos, Panesi se refiere a ella, a su función, propósito o cometido, por medio de lo que llama los usos de la teoría:
Se usa la teoría -escribe Panesi-, y yo diría que usamos a partir de Viñas y de Contorno la teoría, no tanto como un marco en el que caben todas las certezas reconfortantes, sino como un operador que produce incertidumbres, o con lenguaje más tranquilizador, que abre problemas hacia respuestas que nunca cancelan la pregunta.
Para Panesi, la crítica es un aparato mediante el cual se puede interrogar de una manera radical a un texto, es decir, se puede descubrir aquello que el texto tiene, no de problemático, sino de ilegible. Esto significa también que ese aparato está asimismo en condiciones de interrogar la política, la sociedad o la cultura. Creo que esta forma de plantear interrogantes se parece mucho a las estrategias que mantenía como profesor. O bien, me asalta esa convicción al recordar mi paso por sus clases de Teoría y análisis literario, cátedra ‘C’. (Recuerdo a Panesi hablando de temas que para mí eran incomprensibles (no me avergüenza decirlo: como la mayoría de los que lo escuchaban, había ingresado a la Facultad unos meses atrás). Se refería a Paul de Man, Jacques Lacan o Jacques Derrida, a la teoría de los formalistas rusos, ante un auditorio que había leído un puñado de libros azarosamente elegidos, entre los que casi seguro no estaban ni los vanguardistas rusos, ni Mallarmé, ni Joyce, ni Tolstoi. Pero Panesi hacía comprensibles esos autores, no porque simplificara lo complejo, sino porque transmitía el interrogante, el misterio, el secreto, lo que significa que sus clases, como la crítica que maneja, eran operadores para producir incertidumbres. Eso, creo, se traslada a La seducción de los relatos: Panesi empieza con los títulos para plantear con certeza una incertidumbre inicial, empuja a los lectores (o a sus alumnos) a integrar una comunidad interpretativa y, para lograrlo, transmite un interrogante que jamás se va a responder).
Entre las preguntas que abre La seducción de los relatos, hay una que aparenta ser central: la pregunta por el tiempo, y más precisamente la pregunta por el futuro, palabra que Panesi repite a lo largo de los textos, al punto que podría asegurar que se encuentra en casi todos. En el prólogo: “El que escribe, paradójicamente, escribe para un porvenir, pero él mismo está ciego a cualquier eventualidad del futuro”. En “Los dos tiempos de la crítica”: “El futuro es lo que apura, lo que imprime velocidad”. En “Ana María Barrenechea: Archivos de la memoria”: una “maestra o un archivo es la posibilidad misma, el futuro mismo”. En “Verse como otra: Josefina Ludmer”: esa otra maestra que para él fue Ludmer desde el principio tuvo como impulso básico “el deseo de lo nuevo, la necesidad de lo otro, el ansia por lo que todavía no se perfila en el horizonte”, lo que significa que “su pensamiento y el sentido de su enseñanza hay que buscarlos siempre en la dimensión del futuro”.
¿Por qué este énfasis en el tiempo y en el futuro? Sin duda porque se trata de algo crucial para la escritura, ya que la escritura es tiempo, es decir, crea temporalidades, lo que significa que dispone un pasado, un presente y un futuro en el que se diseminan los cuerpos del escritor y sus posibles lectores. Pero en La seducción de los relatos hay una cuestión más concreta, si se puede hablar de esa manera. Esa cuestión no está declarada de una manera tajante, pero aparece a lo largo de los trabajos: la crítica, como operador que produce incertidumbres, dirige la imposibilidad de su interrogante al futuro, lo que significa que lo convierte en aquello que es ilegible. Por eso, podemos decir que hay una ética en La seducción de los relatos: ese libro mantiene que la crítica es posible cuando no se deja seducir por una narrativa marcada por la destinación y la utopía, narrativa que, como es sabido, surcó los siglos XIX y XX bajo las formas de la nación y la revolución.
En el libro hay, al menos en segundo plano, una historia de la temporalidad. Panesi habla de la concepción utópica del futuro a la que acabo de referirme a través de “los jóvenes contestatarios de los setenta”: ellos “viajan con la guía Michelin, con un mapa o con un libro que adelanta intelectualmente lo que todavía no se conoce ni se ha experimentado”; también lo hace reponiendo los recuerdos de Sarlo, cuando ésta se acuerda de su viaje a Bolivia de 1971: “no éramos turistas -dice Sarlo-. Pertenecíamos a una categoría imaginaria: jóvenes latinoamericanos. […] Buscábamos América Latina, un espacio y un tiempo futuros”. La idea de un futuro como destino se cierra para Panesi en algún momento posterior a 1983. Es cierto, su planteo en este aspecto, como en muchos otros, nunca es drástico: en sus textos no habla de problemas tan vastos como el tiempo o la historia, sino, como buen ensayista, de cosas muy concretas y puntuales, como la desaparición de una forma de la polémica, el cambio que se registra en la formación de los corpus, la progresiva profesionalización, que conlleva una pérdida de peso de la política en la crítica o la desaparición de las relaciones de la crítica con la política inmediata. Pero el tiempo presente, en el que el futuro se vuelve ilegible, se encuentra sobre todo encarnado en la crítica. Por eso la crítica es un discurso absolutamente contemporáneo. Escribe en uno de los trabajos: “La crítica literaria es proteica y por más que se dedique al examen y la conservación del pasado se sujeta al presente, lanzando de soslayo y con cierto temor una mirada hacia el futuro, hacia su propio futuro. La crítica literaria es contemporánea de una amenaza: la de su autodisolución”. En esta idea resuena la idea de archivo de Derrida. Panesi no lo pasa por alto y lo cita: “La literatura -comenta Derrida- nace y no puede vivir más que su propia precariedad, su amenaza de muerte y su finitud esencial. El movimiento de su inscripción constituye la posibilidad misma de su propio borrarse”. La literatura y la crítica se fundan en su precariedad: ambas se sostienen en un tiempo sin destinación. Por supuesto, el futuro del que hablan, la pulsión de muerte que las corroe, afecta sólo a sus lenguajes. Pero esa autoconciencia hace que la crítica y la literatura reverberen hacia el conjunto de los discursos sociales.
A causa de esta convicción, el título La seducción de los relatos expresa en uno de sus ángulos una ironía. A lo largo del libro, Panesi registra el poder de seducción de los relatos, por ejemplo el amor de la política por las narrativas, las construcciones ficcionales, los soportes mediáticos, el encanto, en suma, que los militantes, los periodistas, hasta el más incipiente iniciado en un partido, siente por la ficción. Pero en Panesi no se deja seducir: la función de la crítica es desmontarlos por medio de la incertidumbre sobre el futuro. Por eso en el artículo homónimo “La seducción de los relatos” habla del relato, refiriéndose en parte a la épica que construye la política, pero en especial (el texto es de 2014) a la que se construyó con el kirchnerismo. En este sentido, el libro formula una ética, que podemos enunciar emulando la ética de Lacan: no ceder a la seducción de las viejas y siempre renacientes narrativas. Esa ética lo lleva a reivindicar la casualidad: “La casualidad, entonces, como principio”. Y lo dice sin duda hablando sobre la coincidencia casual de que Sarlo y Horacio González se volcaran en la misma época a la narrativa; pero también, más allá de esa co-ocurrencia, le da un estatuto más general: en su trabajo sobre Modos del ensayo rescata la forma con que Giordano propone innovaciones ensayísticas por medio del encuentro de casualidades, es decir, haciéndose eco de algo (unas notas, algo dicho al pasar, un descubrimiento azaroso) que lo saca a uno de las interpretaciones habituales, ese archivo burocrático que enfría a la universidad.
Podríamos preguntarnos, sin embargo, si la casualidad no es un modo de abrazar otra forma de relato. Es decir, ¿la búsqueda de la casualidad no sería llevar el deseo más allá de los fantasmas narrativos para conseguir, en lo azaroso, un goce fragmentado, una temporalidad de esquirlas, diseminada, temporalizada, que a la larga, como en un mosaico bizantino, genera una imagen? ¿No habría, pues, una seducción por otra forma de relatos? Todo parece indicar que sí. Así lo revelan determinadas expresiones o evocaciones. En un texto, Panesi subraya la nota al pie de El género gauchesco en la que Ludmer dice querer contar (esa es la palabra que usa) la historia de cuando se juntaron con Osvaldo Lamborghini para escribir una texto sobre Macedonio. Luego se apasiona con la forma narrativa que tiene El cuerpo del delito, un libro hecho de “cuentitos”, palabra que Panesi asocia al recuerdo de la visita que le hizo a Ludmer en New Haven:
Me divierte pensar que la Biblioteca de Yale, la biblioteca de manuscritos de Yale, ese mausoleo de mármol traslúcido que me mostró cuando la visité en New Haven, se haya transformado en los cuentitos que aparecen en las copiosas notas de El cuerpo del delito y que sintetizan, como haciendo una nueva travesura infantil, áridos tratados y académicas discusiones, difíciles de pasar a relatos, y menos, a relatos en diminutivo, cuentitos.
El relato pesado, el relato que está pautado por un futuro tan falsamente nítido y seguro, deja paso a la seducción de estos pequeños relatos, esos cuentitos que aparecen detrás de los fantasmas modernos, como episodios fragmentados, lúdicos, ajenos a la responsabilidad política o social e indiferentes a un destino nacional, a pesar de que esos cuentitos, esa manera gozosa de abordarlos, hablan de cuestiones como el género gauchesco y la patria. En La seducción de los relatos, Panesi varias veces se deja llevar por esta seducción del cuentito: habla de su vejez, habla de la pasión que sentían él y sus compañeros cuando de estudiantes leían a Viñas, se ocupa de contar las narrativas críticas en las que se montó a tal o cual autor, cuenta que cierta vez una prostituta le regaló un libro de José Ingenieros… Pero tampoco se deja arrastrar demasiado lejos. El impacto de la crítica, en el sentido de que la crítica coloca su autodestrucción como meta, o lo que es lo mismo, la idea de que el futuro como tal es un hueco inarchivable, eso que empuja de manera profunda los textos de La seducción de los relatos, eso que define el tiempo de la escritura, lleva la escritura de Panesi a asumir una forma fragmentaria, más allá de que ocasionalmente esa forma lo ponga a las puertas del cuentito. No me refiero, con fragmentario, a que sus textos tienen unas 15 páginas. El carácter fragmentario se debe a que, en lugar de creer en un destino, escribe siempre bajo la idea crítica de que delante está la autodisolución del discurso que maneja. Y eso se instala de tal modo en su escritura, que Panesi muchas veces parece escribir sin mirar hacia dónde va, como si fuera tanteando lo que dice, seguro y dubitativo a la vez. Nada lo refleja mejor que los pequeños cambios de opinión que aparecen en algunos de sus ensayos. En uno nos dice a poco de comenzar que Martín Prieto escribe “ligeramente desplazado de un supuesto centro” (a pesar del matiz que le imprime la palabra “supuesto”, enseguida le da fuerza a esa opinión, sosteniendo que eso le otorga a Priero una forma más completa de entablar un diálogo con la tradición argentina); pero en las últimas frases del artículo se desdice: del Litoral salieron una serie de críticos y escritores (Juan L. Ortiz, Juan José Saer, Adolfo Prieto, María Teresa Gramuglio, Nicolás Rosa, Josefina Ludmer, Sandra Contreras, Alberto Giordano) que no representan la periferia (¿cómo alguien podría decir semejante cosa?), porque, al fin y al cabo, “estos nombres son el centro”.
Panesi se refiere a esta voluntad fragmentaria por medio del comentario de otros. Un ejemplo es el texto recién mencionado sobre la Breve historia de la literatura argentina. Allí rescata el libro de Prieto de las alarmas de María Rosa Lojo, observando que propone una historia acrónica: en su historia “se analizan textos, personas y lecturas a la escucha de las reverberaciones que unos textos forman sobre otros; lo esencial es que esas reverberaciones forman un tejido histórico”. Panesi se deja seducir por este relato, desde luego, precisamente porque se acerca a los cuentitos de Ludmer: está conformada por mosaicos que el autor pule por vez, formando una imagen a posteriori. Se trata, pues, de una historia acrónica, en la que autores y lectores pueden dirigir sentidos hacia adelante o hacia atrás, o bien es una historia borgeana o de matices borgeanos, en la que finalmente es cierto que Borges le entregó El hacedor a Lugones.
Pero el libro de Prieto no es la única proyección (Panesi le da una definición precisa a ese concepto en su trabajo sobre Ingenieros), es decir, no es la única proyección en el otro que hace para hablar de su voluntad fragmentaria. Entre varios posibles ejemplos, quisiera tomar una idea que aparece en su trabajo sobre Arturo Carrera:
De las lagunas solemos decir, amparándonos en la metáfora coloquial, que son accidentes de la memoria, tropiezos inconscientes; en cambio, Carrera afirma la unión que potencian las lagunas; son materia memorialista, parte constitutiva de la memoria y ligan, juntan, trazan un arco que circunda, que, como la escritura o las huellas milenarias, mantiene junto lo destinado a separarse.
La reflexión puede tomarse como un símbolo de La seducción de los relatos. Las lagunas de la memoria son los blancos que sostienen la memoria y la escritura. Lo sabemos desde “Funes el memorioso”, como recuerda Panesi, pero esos blancos reverberan en otros: en la pulsión de muerte, que es lo único que no se puede archivar, en lo ilegible, esa pesadilla de la crítica, como sostiene en su homenaje a Nicolás Rosa, y en la cercanía de la crítica con su disolución, que es también la disolución de la literatura, en donde se reconoce la precariedad como condición básica de la escritura. El fragmento, no el fragmento romántico, todavía atado al absoluto, sino el fragmento en tanto ha sido atravesado por Blanchot y desde Blanchot, el fragmento que bordea la locura y la destrucción de la memoria, que sintetiza la apertura del archivo a su destrucción, el fragmento, cuya posibilidad se encuentra en la imposibilidad y lo casual, el fragmento, esta idea de fragmento, es lo que recorre de parte a parte La seducción de los relatos, lo que significa que es el espacio en el que escribe Panesi. Compuesto por textos leídos en congresos y publicados en revistas o libros, es una colección formada al azar: no admite la idea de organicidad; pero también es un libro atravesado por una serie de obsesiones, la de la crítica y su disolución, la del archivo y su destrucción, la de la memoria y el olvido, y también, por supuesto, la de la vejez y el futuro. Esas obsesiones vuelven texto tras texto, como si apuntaran todos hacia las lagunas de Arturo Carrera.
(Actualización noviembre 2018 – febrero 2019/ BazarAmericano)