diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La noticia de la aparición de este libro la tuve por Germán Prósperi. En el transcurso de una conversación sobre los riesgos que aún se corren en la universidad argentina cuando se apuesta a una escritura que deja lugar a la inscripción autobiográfica (más acá y más allá de la potencia heurística del procedimiento), me dice: “¿Leíste el último de Alberto? Al capítulo final lo terminé entre lágrimas”.
Como estaba por salir de viaje y no podía ya incluir más peso en la valija, anoté el título en una libretita, en la sección de los “a comprar” al regreso. Me inquietaba saber qué de la escritura de Alberto, que Germán conocía completa, había logrado conmoverlo de ese modo. ¿Qué densidad particular había logrado en ese capítulo de un libro que prometía una continuidad con los dos anteriores?
Durante el viaje, un aviso: un mail de Alberto anunciando que había despachado a mi casa un ejemplar. Aprovecho la oportunidad y me permito pedirle que me envíe el PDF. Maravillas de la tecnología y del azar (esta vez, “convertido en don”). Abro el archivo. Frente a los datos editoriales, la dedicatoria: “A Emilia, porque me hace reír y se ríe conmigo”. La frase me lleva, inmediatamente, a Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas y a Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad de Marshall Berman. Desde hace un tiempo vengo trabajando sobre los envíos que generan los agradecimientos, las dedicatorias, las introducciones a los libros (de Estela Figueroa a Alberto Giordano pasando por Beatriz Sarlo, por dar algunos ejemplos). Lo que allí se expresa suele responder al orden de las preocupaciones profundas (y a veces, a las razones íntimas) que llevaron a convertir en objeto interesante para la investigación el problema que se aborda; también suelen aparecer quienes acompañaron o supieron escuchar o entrever lo que se ponía en juego.
Pienso en lo que une a estos tres libros y también en lo que los diferencia. En los tres aparece la figura de los hijos. En uno, ligada a las risas; en el otro, a las lágrimas; en el tercero, las emociones se entremezclan.
Una posibilidad de vida despunta la inscripción que se irá pronunciando en los textos siguientes. El ensayo “Algo más sobre Puig” se abre con esta dedicatoria: “A Emilia, por primera vez” (“aclaración” que vuelve sobre el acto de escritura, deliberadamente). En el “Prefacio” a Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad Marshall Berman escribe: “La mayor parte de mi vida, desde que supe que vivía en un ‘edificio moderno’ y que formaba parte de una ‘familia moderna’, en el Bronx de hace treinta años, el significado de la modernidad me ha fascinado. (...) Desde los tiempos de Marx y Dostoievski hasta los nuestros, ha sido imposible captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin aborrecer y luchar contra algunas de sus realidades más palpables. No hay que asombrarse entonces de que, como dijera el gran modernista y antimodernista Kierkegaard, la seriedad moderna más profunda debe expresarse a través de la ironía. La ironía moderna ha animado muchas grandes obras del arte y el pensamiento a lo largo del siglo pasado y al mismo tiempo penetra en la vida cotidiana de millones de personas corrientes. Este libro pretende reunir esas obras y esas personas..., mostrar en qué forma, para todos nosotros, el modernismo es realismo”. Y en el párrafo final agrega: “Poco después de terminar este libro, mi querido hijo Marc, de cinco años, me fue arrebatado. A él dedico Todo lo sólido se desvanece en el aire. Su vida y su muerte acercan al hogar muchos de los temas e ideas del libro: la idea de que los que están más felices en el hogar, como él lo estaba, en el mundo moderno pueden ser los más vulnerables a los demonios que lo rondan; la idea de que la rutina cotidiana de los parques y las bicicletas, de las compras, las comidas y las limpiezas, de los abrazos y besos habituales puede ser no sólo infinitamente gozosa y bella sino también infinitamente precaria y frágil; que mantener esta vida puede costar luchas desesperadas y heroicas, y que a veces perdemos. Ivan Karamazov dice que, más que cualquier otra cosa, la muerte de un niño lo hace querer devolver su billete al universo. Pero no lo devuelve. Sigue luchando y amando; sigue adelante”.
En un texto “académico”, Berman enlaza experiencia (palabra que coloca nada menos que en el título) y escritura (la frase de Marx se ata a la pérdida, al desmoronamiento, a las búsquedas que le siguen; este libro, erudito y extenso, está compuesto desde la sensibilidad transida por ese vacío). Añade además un dato que no pasa desapercibido: lugar y fecha. Como en un diario personal o como en todo texto que quiere dejar huellas inconfundibles de su tiempo de producción (pienso, por ejemplo, en el obsesivo cuidado con que Juan Gelman data su poemario): “Nueva York, enero de 1981”. Giordano apela al mismo procedimiento: “Rosario, 21 de marzo de 2011”.
Las experiencias ligadas al dolor y a la alegría se incluyen en el trabajo “profesional” y ambos, en la vida (obviedad sólo aparente: en algunos recientes congresos del campo he escuchado, otra vez, la quejosa letanía que opone “academia” y “vida” y que, sin lugar a dudas, obedece a la carencia de imaginación de quienes, victimizándose lastimosamente la enarbolan; se trata, en todo caso, de tomar posición -o más bien, de asumir el lugar que se ocupa- y de hacerse cargo de ello, es decir, de lo que se hace y de lo que no se hace para cambiar las cosas: el lamento melancólico en los congresos, está visto, no altera el rumbo de los hechos-). Con matices ligeramente diferentes en cada uno, aparece la figura de la confesión: “Este libro está lejos de ser una confesión. Sin embargo, puesto que durante muchos años lo llevé dentro de mí, tengo la impresión de que de alguna manera es la historia de mi vida”, dice Berman al inicio de sus agradecimientos. Por su parte Giordano incluye en el “Prólogo” un conjunto de afirmaciones que, quienes lo hemos escuchado en sus seminarios de Santa Fe o de Rosario durante los últimos años, podríamos haber anticipado. Pero no fue el caso. O al menos no fue el mío ya que no imaginé que aquellas impresiones, que por momentos me habían parecido fortuitas, tuvieran la importancia que, finalmente, su escritura les otorga. Una de ellas se liga a sus deudas intelectuales. Aparece allí, rutilante, la figura de Beatriz Sarlo y sus intervenciones críticas. Un movimiento que se anuncia ya desde la primera página cuando, al volver a su categoría de “giro autobiográfico” para caracterizar “nuestra actualidad cultural”, apunta: “Tal vez sería más preciso, por más abarcador, hablar de ‘giro subjetivo’, como hace Beatriz Sarlo”. Algunos párrafos más adelante, añade: “Hasta hace poco tiempo, cuando dejó de salir, mi máxima aspiración como crítico era publicar en Punto de vista (lo conseguí en cuatro ocasiones, y fracasé en otras tantas). Me entusiasmaba sobre todo la posibilidad de contar con la lectura, generosa por lo inteligente, sin contaminaciones sentimentales, de Beatriz Sarlo. Siempre consideré un privilegio la suerte de ser su contemporáneo, poder imaginarla, a través de la cita o la alusión, para acordar o disentir, incluso para polemizar, entre los interlocutores de mi trabajo. Como advertirá el lector de este libro, la presencia de una perspectiva Sarlo sobre la narrativa argentina actual ha sido una referencia estimulante para ensayar mi propio recorrido”.
Esta confesión se liga a otra. Giordano toma distancia de lo que, en especial en sus primeros ensayos, asumía como “actitud polemista”. Un cambio de matices motivado en lo que resulta productivo para la acción que se quiere provocar: “Después de practicar, durante años, el elogio de la polémica, terminé dándole la razón a Foucault: jamás surge una idea nueva en esos intercambios. Sin embargo todavía me estimulan las virtudes morales de la discusión crítica (como alguna vez señaló Jorge Jinkis, construir la teoría de los errores ajenos exige una escucha atenta), aunque no se me escapa que también intervienen inclinaciones de otra naturaleza, cuestiones de sensibilidad”.
El comentario está prácticamente pegado a la aclaración de que escribe en diálogo crítico con las hipótesis de Josefina Ludmer sobre las “literaturas postautónomas”. Se sabe (¿se sabe?), se dialoga con quien se considera un interlocutor (ni hasta el final de sus días se cansó Jacques Derrida de aclarar que nunca discutía con alguien que no admirara; no obstante Foucault, tocado por su filoso escalpelo, no pudo escuchar su máxima): “En casi todos los ensayos de este libro discuto las hipótesis de Josefina Ludmer sobre las ‘literaturas postautónomas’”, dice Giordano. Y sigue: “Las razones quedan expuestas siempre en la trama de la argumentación. Pero a veces pienso que la necesidad tan insistente de discutir tiene que ver antes que nada con la incomodidad que me provoca el estilo de Ludmer, ese ‘estilo exhortativo, premioso, volcado a la velocidad de la consigna’, sobre todo si imagino lo seductor que puede resultar”. Al igual que Derrida que solía poner acotaciones tan importantes en sus notas al pie como en el corazón de sus ensayos, compara desde ese espacio aparentemente marginal, a Ludmer con Gilles Deleuze y Félix Guattari. Se puede leer aquí un cambio en la forma de ejercitar su análisis del exceso, del desajuste entre la representación sobre el decir y el decir. Es en la nota que aclara la referencia de la cita entrecomillada donde propone la equiparación: “Así caracteriza Juan Ritvo el estilo de Deleuze y Guattari en Rizoma (‘El oscuro precursor: la repetición”, en Formas de la sensibilidad. Restos de la cultura. Rosario, Laborde-Fundación Ross, 1999; p. 56). Imagino que a Ludmer no le disgustaría esta identificación”.
Otros movimientos que podríamos haber previsto dada su reiteración en los cursos, presentaciones de libros y seminarios: la luminosa presencia de María Moreno. “Debe tener razón María Moreno cuando asegura que lo autobiográfico siempre estuvo de moda”: así arranca Vida y obra. La referencia entre irónica y desconfiada de María Moreno es el punto de partida de una aguda crítica a la banalización de la temática. Giordano contrasta la única frase que una “monografía sobre los espectáculos de la intimidad” dedica a los autorretratos de Gabriela Liffschitz luego de sufrir una mastectomía y las dos páginas que concede al “gordito rumano que se filmó bailando frente a la computadora”. Si estos hechos se ponen en la misma serie, hay algo del orden no sólo epistemológico que reclama una distinción: “Los dos acontecimientos son procesados al mismo nivel, como ejemplos de un estado de cultura absolutamente reconocible, aunque el primero comunique lo obvio (con qué rapidez y a qué escala se reproducen las imágenes y se construyen las celebridades en Internet) y el segundo reclame, discretamente, una aproximación a lo ambiguo, al modo en el que aparece lo que se sustrae a la imposición de visibilidad”.
El nombre de Gabriela Liffschitz lleva nuevamente a María Moreno. Esta vez para expresar la gratitud por sus envíos. El prólogo se cierra y se abre con su nombre, al modo de una contraseña: “Como si obedeciera a una necesidad inflexible, sin premeditación, escribí estos ensayos sobre las huellas de las lecturas de María Moreno. Antes de convertirlos en personajes de mi comedia humana, Liffschitz, Escari, Meret y Acevedo eran, para mí, como para muchos, autores que ella había descubierto”.
Como Sarlo, Giordano es un constructor de cánones (literarios y teóricos) y esta frase, imagino, tendrá sus repercusiones en la crítica por venir (he redundado en otros escritos sobre las operaciones de instalación tanto de temas como de escritores por Sarlo y Giordano así como sobre la incidencia de ambos en el armado de la agenda de la investigación literaria en Argentina; también he realizado algunas consideraciones y sugerido varias bromas que afectarían los caminos de quienes siguieran religiosamente sus derroteros). La admiración por el despliegue en la escritura, el respeto intelectual que genera la confianza necesaria para dejarse llevar por los envíos del otro y el hallar productividad en ese recorrido que es también una zona de encuentro, ocupan el cierre (y cabe anotarlo: buena parte) del prólogo: “Me entusiasma compartir las preferencias de Moreno, y en más de una ocasión me sentí respaldado por esa coincidencia para tomar decisiones críticas, pero temo, con razón, que el paralelismo de nuestras marchas pondrá demasiado en evidencia lo torpe que pueden resultar a veces mis movimientos. De uno y otro lado, como cronista y como lectora, Moreno da las mejores vueltas al giro autobiográfico que se puedan imaginar”. Forma elegante, agradecida y discreta de otro envío.
“La moral, la política, la responsabilidad, si las hay, no habrán empezado jamás sino con la experiencia de la aporía”, es decir, allí mismo donde se descubre el límite de la “posibilidad de lo imposible”, advierte Derrida. Y agrega: “cuando la vía de paso está dada, cuando por adelantado un saber posibilita el camino, la decisión está ya tomada, lo que es tanto como decir que no hay ninguna que tomar: irresponsabilidad, buena conciencia, aplicación de un programa”. Como en sus ensayos previos, Giordano exhibe sus decisiones mientras expone algunos de los riesgos que elige correr. Nuevamente desde la aparente marginalidad de una nota al pie, contesta a quienes han pretendido descalificar algunas de sus lecturas apelando a su condición de “profesor”: oficio (¿o profesión?) aparentemente pobre o “menor” por contraste con el de escritor. Como es de esperar, responde devolviendo la cortesía: “Hay que ver cómo ignoran, o parecen ignorar, algunos escritores lo que cualquier profesor que haya leído a Borges reclama como doctrina, que la ficción tiene que ver menos con las intenciones compositivas que con la distancia que las palabras abren entre esas intenciones y lo que se da a leer”. Otra posición adelantada apenas unos párrafos después de iniciado el prólogo cuando advierte que el propósito de los cuatro ensayos que presenta es rozar eso que “los escritores desconocen de sí mismos aunque lo muestre su escritura”. Otra línea de continuidad de su producción. “El sentido debe esperar a ser dicho o escrito para habitarse”, advierte Derrida. Estos credos siguen movilizando la escritura de Giordano a pesar del peligro del malentendido, del rechazo, del enojo, entre otros.
En La confesión. Género literario (un texto que ocupa un lugar importante en la biblioteca de Giordano), María Zambrano reclama atención para un hecho simple y profundo: “La Filosofía persigue la verdad según la razón. Pero es un hombre quien esto hace”. Aquí, otro riesgo: el que se asume al hacer de la inscripción autobiográfica no sólo un tema de investigación sino una forma de producción del conocimiento. Atender a la huella de las experiencias en la letra sigue siendo, para muchos, un tabú (lo es aún en Brasil donde las lecturas de Raúl Antelo sobre la sexualidad en la literatura de Mario de Andrade o las de Marcos Siscar sobre Derrida son miradas con recelo y molestia por buena parte de la crítica o directamente, ignoradas). Si celebro que Giordano no sólo se haya ocupado de este tema sino que haya actuado en su escritura estos poco usuales registros es porque sin lugar a dudas serían mucho más radicales la hostilidad y las muestras de prejuicio si no lo hubiera hecho (la firma y la figura de autor no sólo construyen poder desde la literatura). Creo entrever que hay algo de este orden en el origen del interpelador envío de Germán Prósperi que relato al inicio. Algo de su historia “académica” (y por lo tanto, mucho de su vida) se expresa y encuentra una voz en estos escritos que analizo siguiendo dos ejes principales: primero, la insistencia en un conjunto de conceptos y de posiciones respecto de la literatura, la lectura y la escritura y segundo, la recursiva puesta en acto de lo que describe en el mismo momento en que lo está haciendo.
Una forma de entrar a estos problemas es volver al epígrafe del libro. Sabemos que no siempre este recurso logra el poder condensatorio que pretende ya que en muchos casos se reduce a un efecto ornamental, decorativo, gratuito e incluso caprichoso. No es éste el caso. Un pasaje breve, una oración extractada de “Yo creía en el gusto” de Rodolfo Fogwill adelanta, siempre parcialmente, lo que vendrá: “‘¿Pero acaso alguien franqueó los límites del romanticismo? Sin el mito romántico del arte y del autor no se puede sostener la actividad literaria’”.
Pareciera que hay algo vivo que inquieta y que se expresa, paradójicamente, a través del dictamen verbal que pretende ratificar su muerte (esa es una de las tesis que Derrida presenta en Spectres de Marx: un libro que tiene a Francis Fukuyama -con su tan citado como poco leído El fin de la historia- como interlocutor). Podría decirse que Vida y obra se arma a partir de un diálogo con Josefina Ludmer y su controversial “teoría” (Giordano la llama así) de la “postautonomía”. Capítulo tras capítulo, cada problema que va tratando, centrado en principio en uno o dos textos, desarma diferentes aspectos del dilemático concepto y de la red que lo rodea. Así “Por una ética de la supervivencia. Un final feliz (Relato sobre un análisis) de Gabriela Liffschitz” comienza marcando el terreno: al “avance” culturalista entre las “filas académicas” y a su “generosa y bien intencionada expansión de las fronteras letradas” en función de “suprimir diferencias para reclamar la igualdad de estatuto entre prácticas heterogéneas”, Giordano opone una forma reinventada de sus artefactos (y este es otro desplazamiento de este libro en el que los siempre esperados Gilles Deleuze, Roland Barthes y Maurice Blanchot marchan junto a Michel Foucault, Jacques Derrida, Friedrich Nietzsche, María Zambrano, Jacques Lacan, Alain Badiou, Walter Benjamin y Jean François Lyotard en los armados categoriales). Poniendo en igual plano las derivas de las posiciones teóricas en las prácticas docentes y en las de investigación (veremos más adelante que sobre esto también hay un énfasis que puede leerse junto a los otros desplazamientos), advierte: “no se puede dejar de intervenir en este conflicto que establece las condiciones actuales del estudio y la enseñanza en los departamentos de literatura”. Y dictamina: “hay una sola forma de hacerlo sin renunciar a la posibilidad de crear nuevos valores, de imaginar otros criterios de valoración (...). La pregunta conveniente es la que desplaza el punto de vista de la valoración: qué pueden un texto o una obra sobre nosotros, sobre nuestra capacidad de pensar y sentir mientras rememoramos -en el sentido de acordarse y de recordar- lo que pasó en la lectura”.
No está de más anotar que la respuesta a la pregunta de Giordano variará según los lectores. A contrapelo de los parámetros censores de lo “bien” o “mal” escrito, de la “buena” o “mala” literatura o de los más repelentes mamotretos al estilo del pedante “canon occidental” de Harold Bloom, la potencia se mide en términos de interpelación subjetiva. Con ello abre un arco de ambivalencias que explota la diseminación contra el control del sentido (incluso el que a veces los propios críticos ensayan sobre sus textos cuando caen en la trampa de volver a explicar “qué quisieron decir” o “qué dijeron” más que “qué creen que hicieron” o “qué pretendieron decir” mientras escribían).
La respuesta que Giordano arma para su propia pregunta es exigente, exclusiva y productivamente excluyente: “La literatura adviene, habrá advenido, si el ensayo crítico se convierte en escritura de sí mismo”. Es decir, la respuesta explica sus prácticas, sus decisiones de trabajo cotidianas. Y en el mismo movimiento, separa otras de esa esfera que protege.
“No todos podemos”, le dijo Celina Manzoni a Noé Jitrik durante un panel sobre la revolución mexicana desarrollado hace algunos meses en la Universidad Nacional de General Sarmiento. “No todos podemos” fue la forma sintética usada por Manzoni para dar cuenta de la diferencia de estilos, de las diferentes maneras de encadenar la oralidad y también, de renunciar a hablar apartándose de su escrito. Hay algo allí del orden de la grafía trazada para ser leída, que necesitó de un tiempo para disponerse y desplegarse, que respeta no sólo una secuencia y una lógica sino también un ritmo y un fraseo, un tono. La analogía me sirve para destacar la importancia de descubrir qué puede cada quien en la investigación y en la enseñanza de la literatura: quiénes hacen ensayos críticos, quiénes hacemos divulgación, quiénes escribimos artículos, etc. El entusiasmo con cada género va de la mano de la ausencia de impostaciones, ya sea de estilos o de pretensiones ajenas (por las más insospechadas razones, la escritura las escabulle o, en el mejor de los casos, las traiciona).
Sobre este aspecto Giordano también llama la atención cuando resalta su interés, no por las escenas de lectura ligadas a los principios de la representación sino por una “microfísica de lo performativo” atada a la escritura como acto (algo que Derrida, un poco más técnicamente, hubiese denominado pragramagología). De sus preguntas sobresale la que se detiene sobre las performances de autor: junto a la reposición del concepto descartado por Ludmer inscribe su principio programático insoslayable. “Hablar me da miedo porque, sin decir nunca bastante, digo también siempre demasiado”, decía Derrida mientras producía textos con “efecto escalpelo”, pendientes de los desvíos y las descolocaciones, de los excesos y los atentados contra las propias reglas, declaradas o no. Giordano procede de manera similar aunque confiriéndole un énfasis ético adicional. Un subrayado que lo alinea con las más sofisticadas y entrañables ramas de la teoría y de la literatura francesas. Esas que atienden a lo ínfimo, a las redes microfísicas, a lo infraleve, a lo que se aparta de lo heroico o de lo excepcional. Entre George Perec (no casualmente citado por Elvio Gandolfo en Ómnibus, ese otro texto inclasificable) y Michel Foucault, entre Jacques Lacan y Gabriela Liffschitz, Giordano arma su ética de la lectura y de la escritura.
De Foucault trae un pasaje que remite a aquello que se descubre y se libera en y por la escritura: las confesiones, llevar un diario “podrían servir, entre otras cosas, para que el escritor realice sobre sus pensamientos y sobre sus conductas ‘las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad’”. Una verdad de estatuto paradójico, intransferible, atada a “un trabajo de selección y desprendimiento que diferencia lo conveniente de lo que inmoviliza”. Una construcción, una fabricación, un armado de sí que, en el caso de la escritura crítica, se juega en relación con el armado de otros y que, en este caso en particular, recursivamente, se enredará para confundirse, otra vez, dejando un resto. Otros que escriben en nombre propio, también para “desprenderse” de sí, hacen lugar a una escritura que vuelve sobre quien la produce para “explorar la distancia de uno consigo mismo”, “para experimentar lo ajeno y desconocido de la ‘propia’ enunciación”.
Si se sigue esta vía, sin lugar a dudas “el salto a la literatura depende de una decisión del lector, de su disposición a descubrir nuevas dimensiones de la experiencia y al poeta en el escritor”.
Para el lazo entre escritura e identificación, Giordano apela a una estratégica y precisa cita de Lacan cuyo eco resuena también en la voz derrideana: “Hay poesía cada vez que un escritor nos introduce en un mundo diferente al nuestro, y dándonos la presencia de un ser, de determinada relación fundamental, lo hace nuestro también. La poesía hace que no podamos dudar de la autenticidad de la experiencia de San Juan de la Cruz, ni de Proust”. Sobre estos aspectos se insiste en Vida y obra: otra vuelta al giro autobiográfico. “Vuelta” como retorno que, se sabe, es siempre un regreso a un punto-otro. “Vuelta” motivada por un fervor o entusiasmo. “Otra vuelta”, más de una vuelta.
Así, al modo de un hilván que va ajustando en cada capítulo, Giordano afina el concepto de literatura y, en el mismo movimiento, toma distancia de Ludmer: “Desde hace tiempo identificamos la dimensión en que se sostiene la autenticidad de una experiencia como la de lo íntimo. Un ejercicio espiritual puede convertirse en literatura si al leerlo entramos en intimidad con la intimidad del poeta que lo ejecuta, con el núcleo desconocido, y refractario al conocimiento, de su experiencia transformadora. Este anudamiento de ética y estética que supone la experiencia de lo íntimo es el lugar en el que quiero volver a situarme para especular sobre la potencia literaria de Un final feliz (relato sobre un análisis) de Gabriela Liffschitz. El punto de partida (de recomienzo) será la asimilación de su estatuto genérico impreciso a la extraterritorialidad de lo que Josefina Ludmer llama ‘literaturas postautónomas’”.
La lectura da letra para rescatar tanto lo más fructífero de la operación de Ludmer (es decir, la discusión respecto de qué supone leer desde los códigos de la autonomía y de la posautonomía) como lo más débil de su propuesta (el declarado abandono de los conceptos “autor”, “obra”, “estilo” a los que vuelve en su lectura, como bien ha observado Miguel Dalmaroni en la reseña publicada hace un tiempo en este mismo sitio).
Giordano trabaja sobre un corpus que, imagino, podría tomarse en un futuro libro donde Ludmer ampliara su problemático concepto (operación que dudo se produzca, especialmente a la luz del texto leído durante la recepción del Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires): “Un final feliz está escrito en la inminencia de una doble desaparición. La primera tiene que ver con los recuerdos del fin del análisis, con la insistencia de un acontecimiento que transformó en sobreviviente a quien estaba muerto en vida. ‘La supervivencia no es sólo lo que queda: es la vida más intensa posible’. Liffschitz escribe para testimoniar, y también para celebrar, cómo fue que dejó de ser (la víctima) y aprendió a contar con la intrusión de lo desconocido en lo más vivo del presente. La otra desaparición inaplazable (tal vez no sea más que una reduplicación de la primera) es la que se anuncia en las metástasis de un cáncer terminal”.
Poderosa la articulación de dos textos concebidos en similares circunstancias de escritura: la cita incluida en el último pasaje es de Aprender por fin a vivir. Uno de los últimos de Jacques Derrida. Liffschitz y Derrida. Dos que escriben o hablan en situaciones terminales y que, gracias a ello, dan forma a su experiencia e intentan transferir algo de lo que aprenden mientras ponen en palabras eso que los atraviesa.
“Lo que Liffschitz aprendió en su análisis después de transformarse es que a la historia personal no se la cambia, ni siquiera se la comprende, es cuestión de sacársela de encima, aún a riesgo de extraviarse”. Frase impecable en la que Giordano parece hablar de sí mientras habla de la otra en una cadena infinita de identificaciones que decididamente, nos incluye a todos los que en escritos (como esta reseña) o en aulas o seminarios, sintamos la necesidad de citarlo (es decir, de repetirlo, de decirlo, de decir-nos).
La cuidadosa lectura de los procedimientos constructivos de Un final feliz atiende a sus ritmos particulares: los que impone el temor a que el tiempo no alcance para concluirlo. Así se apuran las definiciones y esa urgencia deja huellas en la grafía. En esa clave Giordano halla la intervención ética y política: “La confusión de límites entre lo personal y lo colectivo es una causa política que orienta la escritura del testimonio”. El libro como ofrenda y legado (nunca “mandato”) a otras mujeres, como “memoria” de los aprendizajes y también de sus “metamorfosis” y, en ese sentido, como activación de una “posibilidad minúscula” inadvertida antes de la enfermedad: el miedo a la muerte que confiere otra “amplitud a la vida”.
En esa línea Giordano lee otros textos de Liffschitz: Efectos colaterales, compuesto por escritos junto a fotos tomadas entre sesiones de quimioterapia y Recursos humanos, una serie de autorretratos posteriores a la mastectomía del pecho izquierdo. Es inevitable la vuelta a The Body in Pain. The Making and Unmaking of the World de Elaine Scarry: su obsesión respecto de la in-decidibilidad del dolor y los límites para su traducción encuentra en la hipótesis de Giordano una explicación para el caso del arte que, más allá de esa frontera aparentemente in-franqueable, insiste con la puesta en texto (cuadro, film, foto, poema, diario íntimo, etc.) de sus estertores o de sus estelas: “Liffschitz observa incluso la potencia del dolor, registra sus expresiones, como quien palpa un cuerpo incandescente, lo explica. ‘Pero no para halagarlo, sino para destruirlo’, porque si el dolor se instala, el proceso de la supervivencia podría bloquearse”.
Junto a la escritura sobre la obra de Liffschitz, junto a sus notas y algunas de sus verdades, se inscriben las propias. Esas que se atan inextricablemente a cada vida y a lo que abre, en cada una de ellas, la intersección entre experiencia y escritura, dolor y psicoanálisis: “El análisis es una escuela de relativismo. Quienes lo practican aprenden ‘que la verdad personal es sólo una particularidad de cada uno, un rasgo a veces -casi siempre- rayano en el absurdo. Resulta inaplicable a nadie más’. Si no con sangre, la letra de esta lección se graba en los gestos y las actitudes con trabajo. La fórmula es inapelable: renunciar a lo evidente y recrearse a partir de lo desconocido. Porque nadie suelta las verdades que dirigen la administración de justicia según los cánones de la historia familiar, por dolorosas que le resulten, si no confía en la posibilidad de fabricarse una verdad solitaria que no debilite, o al menos no obstruya la afirmación de sus potencias creadoras. Esta verdad ya no tiene que ver con un estado de cosas personales, sino con una decisión respecto de lo que acontece. Es cuestión de escucharse como otro. Parece sencillo, pero lo cierto es que no se alcanzan los extremos de la propia impersonalidad sin un esfuerzo considerable (y eso que están ahí nomás: velados por las palabras con las que conversamos). En Un final feliz Liffschitz discurre sobre esto, pero es en la composición de los autorretratos donde se deciden las verdades que atañen a su experiencia. La forma en que coinciden el pudor con el exhibicionismo, la tensión que el miedo le imprime al cuerpo de la guerrera, imponen la presencia del sobreviviente como sujeto esencialmente ambiguo, revitalizado por la proximidad de la muerte”.
En el siguiente capítulo, “Tal vez un movimiento. Sobre En la pausa de Diego Meret”, otra reafirmación provoca un ligero desplazamiento. Giordano empieza marcando un exceso que cae, otra vez, sobre sí. Se habrá notado, ya desde el inicio, que cada uno de sus planteos teóricos, cada interrogante sobre los protocolos del campo, las formas de intervención, etc., tienen consecuencias epistemológicas y metodológicas pero, fundamentalmente, éticas y políticas. En este apartado esto es notorio en las preguntas respecto de los usos de la “autoridad”: ¿qué se hace con ella cuando se la detenta? ¿Cómo se la emplea? ¿Qué poder tiene lo que se dice cuando quien habla es ya una firma? Giordano trae una sentencia de Aira tomada de la que cree recordar como su primera entrevista: “‘Yo nunca usaría la literatura para posar por una buena persona’”. Y aclara: “No me canso de citar este principio ético que individualiza desde hace treinta años su posición en el campo literario argentino (todos los malentendidos del tipo ‘¿es o se hace?’ se debieron a su cumplimiento) y de señalar, cuantas veces resulte posible, que también los críticos deberíamos adoptarlo como divisa. No usar la literatura para volverse respetable”.
Las tensiones de los campos de la investigación y de la enseñanza enlazadas a los vaivenes de los medios y del mercado ganan un terreno importante en sus análisis. En este caso, sorprendido por cómo Aira se despacha contra “los jóvenes narradores” y su registro autobiográfico, usa el exabrupto no sólo para reafirmar su propia apuesta, sino también para redoblar el alcance de algunas de sus tesis que, por otro lado, al insistir sobre lo ya trabajado, hacen que el conjunto se torne más explícito (no me atrevo a decir más “militante”, pero me salgo de la vaina por hacerlo). Giordano se pregunta si Aira no está, probablemente por primera vez, desobedeciendo el principio que siempre había regido sus intervenciones públicas justo cuando, por un lado, el periodismo lo vuelve “cómplice del rechazo a la literatura confesional” y, por el otro, “la platea universitaria” (casi por completo condescendiente con todas sus volteretas -si bien algunos textos recientes como Los prisioneros de la torre. Política, relato y jóvenes en la posdictadura de Elsa Drucaroff se aparta de esta posición bastante generalizada-) “sintoniza tan bien con la prédica anti-yo”. Pregunta movilizadora en un doble cauce. Por el lado de la literatura, porque permite volver sobre el remanido tema de la “administración” del poder de algunos escritores en el campo literario. Algo que en un coloquio sobre Juan José Saer realizado en París hace dos años observaba Nora Catelli. El “señorita no estudié” al que parecen apelar algunos no es más que ese movimiento tendiente a autorizar las conjeturas (a veces descabelladas o desactualizadas o desinformadas) sólo en la propia imagen. Seguramente Aira habrá leído Comment parler des livres que l’on n’a pas lus de Pierre Bayard, o de cualquier manera, compartirá su postura, porque de otro modo no se entiende su juicio que, como bien señala Giordano, esta vez parece apartado de la ironía o de la provocación.
Por el lado de la crítica, la pregunta de Giordano interesa porque moviliza el sinuoso tema de los valores.
Cito el pasaje: “Ahora que ya no lee contemporáneos, según le oímos jactarse en varias entrevistas, César Aira se dedica a fustigar a los jóvenes narradores que abusan de la primera persona y el registro autobiográfico. En nombre de la ‘invención’, como otros del extrañamiento o la densidad formal, castiga a los que sólo cuentan sus vidas estereotipadas por autocomplacientes y por empobrecer la experiencia. No argumenta -no habría por qué esperarlo-, pero ni siquiera ironiza, la autoridad lo pone burlón: ‘Uno se da cuenta de que todos esos escritores están absolutamente contentos y satisfechos con sus vidas. Y tienen motivos, si no tienen ningún problema: viven en los cafés, no tienen problemas económicos porque viven de familias más o menos bien, y hoy en día hay tanta beca, tanto subsidio... (...) Hice una especie de estudio: recurren a tres conflictos estereotipados básicos. Son: murió mi viejo, me dejó mi novia o me salió un grano’”.
Giordano observa que la “elección apresurada de ejemplos erróneos delata la autocomplacencia de Aira en la autoridad de sus juicios” mientras repasa el corpus de su libro anterior y sus correspondientes hipótesis. De ellas me quedo con una por su contraste con las presunciones de Aira y por el modo en que enfrenta las lecturas edificantes en pos de reponer la escritura. Al referirse a Pablo Pérez, subraya que “en el mundo que registra Un año sin amor. Diario del sida, no hay becas ni granos, sólo la vida como proceso de demolición y supervivencia”. En el último capítulo de Vida y obra vuelve sobre este punto y anota: “No sé si fue justo que Me llamo Rigoberta Menchú haya sufrido lecturas tan edificantes, tal vez se las merecía, pero Un año sin amor de Pablo Pérez, aunque sea el diario de un poeta gay desempleado y enfermo de sida, debe quedar a salvo”.
No puedo dejar de pensar en Derrida leyendo a Jean Genet y su cuidado en observar lo que su escritura le hacía a la lengua francesa y con ello, a sus instituciones (incluida la literatura). Pienso también en María Zambrano y en una nota de Giordano que liga la confesión con la “búsqueda de una verdad que no humille la vida, que la enamore y la transforme”. Algo que en la literatura como en el psicoanálisis sucede a partir de lo que se hace con la lengua y de lo que adviene a partir de allí. Es el resto que esa intervención produce lo que interesa. Giordano atiende a las “obras” que logran transformar el “registro autobiográfico en experiencia literaria”: “De esas obras quise ocuparme en El giro autobiográfico..., mostrar cómo lo que condiciona su recepción no las explica. Hay algo secreto en Un año sin amor, disimulado por la impudicia, como lo hay en algunas crónicas de María Moreno y en Dos relatos porteños de Raúl Escari, que tiene que ver con las transformaciones que experimentan quienes escriben sus vidas para intensificarlas”.
Siguiendo esa línea leerá En la pausa de Diego Meret, ganadora del Premio Indio Rico de Autobiografía destinado a escritores de hasta treinta y cinco años. En el capítulo siguiente leerá otra ganadora del mismo premio: Inés Acevedo en Una idea genial. En ambos casos, para ambos textos, sus conjeturas desmantelan una a una las observaciones displicentes de Aira mientras refuerza su apuesta blanchotiano-derrideana por el pliegue y el “secreto” de la literatura contra las muy variadas formas de las “arrogancias hermenéuticas”, vengan de críticos o de escritores. “‘En el escritor el pensamiento no dirige al lenguaje desde fuera’”, advierte Derrida retomando un pasaje de Merleau Ponty. Y sigue: “‘Mis palabras me sorprenden a mí mismo y me enseñan mi pensamiento’”. Encuentro en los escritos de Jorge Panesi y de Alberto Giordano la actuación más nítida de estas tesis y, casi siempre en ambos, un saber sobre ese arrojo que supone la escritura (“peligrosa y angustiante” porque cada vez es “inaugural”: “no sabe adonde va, ninguna sabiduría la resguarda de esta precipitación esencial hacia el sentido que ella constituye”). La asunción de que no hay (no puede haber) seguridad contra ese riesgo, los protege de dar explicaciones sobre los vaivenes entre el decir-querer decir (en todo caso, de eso, que se haga cargo el lector, quienquiera que sea). El final de Una posibilidad de vida lo expresa (un libro que, ahora lo sabemos, anticipa las estrategias de Vida y obra): “Hasta aquí llego. No sé si para salir del vacío de escritura en el que voy a caer después de terminar esta profesión de fe, tendré que encontrarle otra vuelta a la retórica del ensayo crítico (parece tan agotada), o si finalmente me voy a probar como narrador y autobiógrafo. No lo sé. No lo puedo saber”.
El lugar de Vida y obra donde se da rienda suelta a este procedimiento se sitúa en una zona que Giordano llama “Apéndice”. ¿Por qué darle este nombre? ¿Qué diferencia con los otros capítulos lo justifica? ¿Una recursividad más exacerbada? (otra vez Derrida: un punto clave en un “exergo” o en esas hojitas sin numeración con la súplica que reza “se ruega insertar”).
Vale la pena detenerse en dos operaciones previas: en el penúltimo apartado, “Aquí lo anacrónico. Consideraciones sobre el presente de la literatura argentina”, Giordano se ocupa de un corpus abarcativo mientras realiza aseveraciones que se desprenden de él para funcionar (por más que no les otorgue dicho carácter) como categorías. El título permite anticipar la interlocución con Ludmer. Como se puede prever a partir de lo ya citado, en el “Prólogo”, básicamente lo que le objeta es la pretensión de convertir una interpretación en un postulado: “el cuestionamiento de la idea de valor” cobra el estatuto de “axioma teórico”.
Repasemos: como bien lo señala Annick Louis en “Valeur littéraire et créativité critique” (artículo incluido en un libro reciente cuyo título, La Valeur littéraire en question, hace ostensible la importancia otorgada al tema), Ludmer propone renunciar al criterio del valor ya en El cuerpo del delito. Un manual cuando arma su corpus en base a los textos “leídos” y “no leídos” por la crítica. Ahora bien: una cosa es adoptar un criterio para producir una lectura y otra, proponerlo como el rector de las lecturas por venir.
Notemos además que se plantean aquí otras dos líneas de discusión ya que, por un lado, se impone revisar de qué se habla cuando se dice “autonomía” y, por el otro, reflexionar sobre los parámetros por los cuales un texto (literario, teórico o crítico) se considera “interesante” dadas las derivas de esa evaluación tanto para la investigación como para la enseñanza (más aún si esa evaluación la produce una “firma”).
En relación con el primer punto, y como señalamos junto a Annick Louis en un coloquio reciente, apenas restaurada la democracia en Argentina, el concepto de “autonomía” usado en la enseñanza universitaria hacía lugar tanto a los derroteros desconstruccionistas de Jorge Panesi como a los hermeneutismos más radicales (Panesi casi termina ante los tribunales de justicia: en sus clases, sin dar nombres, había apelado a las figuras de las “pitonisas” y de los “hermenautas” que “navegan por las aguas de la interpretación” para definir, con humor y con su siempre refinada ironía, entre los tópicos griegos y Los autonautas de la cosmopista de Julio Cortázar, el nudo teórico de la cuestión). Dicho un poco brutalmente: el concepto albergaba tanto las tesis de la diseminación del sentido como sus opuestas, es decir, las que apelaban a un empático descubrimiento de la siempre misteriosa e inasible “intencionalidad” del autor o del texto.
Respecto del segundo punto, cuando se habla de un libro “interesante” vale recuperar, en principio, la tesis del ya mencionado Bayard sobre la potencia de un texto en relación con el debate que es capaz de generar. En ese sentido, por el lado de la crítica, este diálogo entre Ludmer y Giordano, abierto desde el epígrafe y sostenido hasta el último capítulo del libro del que me ocupo aquí, deja entrever algo más en lo que dice sobre, por ejemplo, cuándo un texto merece tal adjetivo. Al respecto, Giordano apunta: “Como siempre, no se trata de oponer lo bueno a lo malo, sino de discriminar lo interesante de lo que no lo es”. Más adelante, cuando describe el entusiasmo de un tesista con Roberto Bolaño, autor sobre el que confiesa tener algunos reparos, escribe: “[Bolaño] era otro escritor que se tomaba la literatura demasiado en serio. Lo mismo que Cortázar, juega a la irreverencia y la trasgresión, pero sin poner en juego sus ideales literarios”. A pesar de la contundencia del enunciado, a continuación, deja espacio para la duda: “Como parece que esta es una identificación en la que incurren muchos lectores argentinos, habría que revisarla detenidamente, sopesar también las diferencias, pero no creo que ese ejercicio desplace el eje de la argumentación”.
Al menos dos problemas se enlazan aquí: la cuestión de los valores se imbrica con la esfera del gusto y con las variaciones que impone el paso del tiempo. “Pasa que vos tenés mal gusto literario”, me dijo una vez, un poco en broma y bastante en serio Miguel Dalmaroni para “despacharme”, harto de escuchar mi diatriba (admito: torpemente planteada) sobre el irreductible falocentrismo saeriano contra las figuras de mujer compuestas por Julio Cortázar. Más allá de la anécdota, importa subrayar que ni la crítica más sofisticada sale indemne de este atravesamiento. Otra escena sobre la misma cuestión: durante un Seminario de Postdoctorado organizado por el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba hacia el 2006, Nicolás Rosa recomendaba la lectura de La voluntad de Martín Caparrós y de Eduardo Anguita. Envío sustentado en la forma en que el texto logra escapar a las determinaciones genéricas a partir de un ensamble poco ortodoxo de materiales. Fascinada por el experimento, y ante la reprobación constante de mis compañeros del departamento de historia de mi facultad, tres años después, en un Workshop sobre memoria organizado en Tucumán por Rossana Nofal (otra vez) caigo en mi propia trampa cuando apresuradamente le pregunto a Elizabeth Jelin si el texto era “bueno”. “¿‘Bueno’ para qué?”, me contesta.
Pienso, en esta misma línea, en un coloquio reciente organizado en Bad Homburg por Rolland Spiller. Pienso en la respuesta de Sergio Chejfec sobre un presunto homenaje a Julio Cortázar en su texto “El testigo”. Chejfec diferencia la vertiente surrealista de Cortázar que, entiende, es lo más vivo de su obra para los lectores actuales, del resto que puede identificarse por haber transmitido emociones a los lectores de su época. Mediante esta operación desnuda no sólo el anacronismo sino la variación en el gusto, en aquello que lleva a la identificación y su correlato con el trabajo sobre la lengua.
Este tema exhibe la imposibilidad de un punto de acuerdo sobre las circulaciones y los usos de la literatura. Justamente aquello que lleva a la identificación resiste un arco muy variopinto de matices que, aunque contenidos en la idea de “potencia” o de lo que resulta “interesante”, quedan indefectiblemente abiertos a la diseminación y atados a la subjetividad de cada lector. Parafraseo la respuesta de Jelin: “interesante” para quién, para qué, en qué circunstancia.
Si lo seguimos a Bayard podríamos arriesgar que lo más potente del libro de Ludmer pasa por provocar una discusión sobre este problema. Si la definición de posautonomía suponía poner en zona de legibilidad textos de difícil encuadre mientras se intentaban desbaratar sus marcos, en el concepto (depurado de sus prescripciones y de sus categorías anexas) había algo poderoso. La decisión de poner juntos La villa de César Aira (contraseña de todo universitario que se precie) y el best-seller del masmediático Diogo Mainardi dice algo más de lo que el texto explicita. Gesto comparable al de Victoria Torres que en el ya citado coloquio de Bad Homburg, armó un corpus con Las islas de Carlos Gamerro, una selección de textos de Jorge Luis Borges y Las viudas de los jueves y Betibú de Claudia Piñeiro generando el asombro de Sabine Schlikers, Rolland Spiller e incluso de un representante del consulado argentino en Frankfurt que, sorprendido por la tan poco ortodoxa combinación, no pudo contener sus expresivos comentarios durante el desarrollo de la conferencia. Pareciera tener razón Annick Louis cuando afirma que “el valor (y sus garantías) dependerían de la interpretación, no del objeto”. La inquietud sólo por la serie, es decir, por los nombres que caían juntos más que por las conjeturas que motivaron su enlace, dice bastante al respecto. Derrideanamente mirado se podría argumentar que no hay en estos best-sellers un trabajo que permita firmar con la sola apropiación de la lengua. Pero justamente, el concepto de postautonomía prometía salir de esta encerrona demarcacionista (y subrayo: prometía).
Finalmente, como bien lo marca Giordano, no pasa desapercibida “la presencia desde fines de los sesenta, de prácticas de escritura que cuestionan, por sus modos de existencia, los valores de la autonomía y la autorreferencialidad”. En ese sentido, si se ha hablado sin mayores estridencias de “postcrítica” (pienso en Gregory Ulmer escribiendo sobre Glas de Derrida y sobre Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes, en Por si nos da el tiempo de Julio Ramos, en la producción de Sylvia Molloy, en “Marginales en la noche” de Jorge Panesi) es porque el conjunto que rodeó la conceptualización se tramó con otros objetivos, con otras precauciones metodológicas y epistemológicas y prácticamente sin prescripciones.
Para terminar, quisiera detenerme en el “Apéndice” que cierra el libro. Un capítulo que me lleva, indefectiblemente, a los enunciados que sólo pueden sostenerse desde cierto borde que, como los dibujos de Escher, trastornan las delimitaciones rígidas dado que no permiten identificar dentro-fuera, comienzo-fin, externo-interno. Un borde que habilita “esa extraña institución llamada literatura”, como le gustaba decir a Derrida que firmaba textos “border-line”, “circonfesiones”, escritos en columnas superpuestas que desbarataban los protocolos más o menos extendidos de jerarquización de los argumentos y que no respetaban criterios de citación ni incluían índices ni notas ni bibliografía (como bien lo supo hacer Horacio González en Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX; desde otro registro, replica la orden de Lamborghini: si quieren saber de dónde viene esto, “lean, che”). Hay un matiz absolutamente confesional y por ello mismo, deliberadamente político, en especial en este apartado: pocas veces los críticos reconocen qué no saben, sobre qué no han leído, cuáles son sus prejuicios, cuáles sus límites, sus deudas, sus fobias, su poca resistencia a ciertas modas. Y subrayo este punto: ante muchos libros se tiene la sensación de que fueron escritos por casi héroes, por figuras abstractas al margen de los cansancios, de los afectos, de las enfermedades, de cualquier accidente que ponga en juego al cuerpo y sus avatares (todos sus avatares). Pienso también en cuánto lo acerca y cuánto lo aleja de las burlas de David Lodge en El mundo es un pañuelo: pienso en cuánto gana en tensión escrituraria lo que Giordano logra aquí, otra vez, rozando la sensibilidad de Berman. Esta es, sin lugar a dudas, su puesta en acto más jugada de aquello que había anticipado en la frase final de su libro del 2006.
Mientras escribe sus notas críticas, realiza un movimiento que las enreda con las de los textos sobre los que vuelve. Mientras discute punto a punto la teoría de la posautonomía, afina la propia. Mientras pone en acto su posición sobre aquello por lo que vale la pena investigar y enseñar en la Argentina hoy, se ex-pone (¿será por eso que incluye este escrito inclasificable en un apartado que llama “Apéndice”?).
Desconfiado de las bondades del “turismo académico”(“¿servirán de algo estos viajes para que un investigador que además es un crítico literario, es decir, alguien que escribe para saber qué le sucedió mientras leía, pueda avanzar en su tarea?”; “¿no será más conveniente permanecer en un entorno familiar, no es más fácil distraerse de uno mismo quedándose en el lugar de siempre que trasladándose a otro decididamente extraño?”), narra las derivas de un postergado viaje a la Pontificia Universidade Católica de Río de Janeiro enmarcado en un intercambio de profesores de dicha institución con la Maestría en Literatura Argentina de la Universidad Nacional de Rosario cuyo cuerpo docente integra. En el relato se intercalan sus credos blanchotianos, nuevos argumentos para revisar la posición postautonomista y una descripción de los protocolos que ciñen y a veces asfixian el trabajo académico. Al respecto, insiste: “La mirada antropológica que estableció la necesidad de una ‘postliteratura’ me parece el punto de vista miope en el que se expresan los intereses de un conflicto estrictamente profesional”. Y agrega en un simpático e inusual tono desafiante: “Que no me vengan con que hay que abandonar la crítica de autor, el problema del valor estético y el close reading. A otro especialista con esos disciplinamientos”.
La tutoría de Rafael Gutiérrez, “un colombiano camuflado de carioca” que estaba escribiendo una tesis de doctorado sobre Bolaño es el puntapié (¿o el pretexto?) para escribir su reflexión acerca de los protocolos universitarios del género “tesis”. Este estudiante “quería darle a la tesis la forma de un diario personal, un diario de la investigación en el que fueran apareciendo simultáneamente el proceso y sus resultados”. Imposible no acordarse de “Envois”, La carte postal, Limited Inc., Glas y la irónica decisión de Derrida de excluirlos de su defensa. Modo más o menos oblicuo de declarar al jurado incapaz de realizar tales lecturas. Literalmente: imposibilitados de ver lo que allí acontecía dada su des-sujeción del hiper-reglado ritual que en Francia, aún hoy, rige sobre el género “Tesis”, desde la escritura hasta la defensa.
Cuando Giordano admite su duda sobre aprobar o desaconsejar la estrategia, realiza una disquisición metodológica y epistemológica sobre el uso de la teoría por la crítica y la investigación literaria: “Lo alenté con reservas, porque pensaba que se le haría arduo, o más bien imposible, sostener el recurso sin falsear su necesidad. [...] Lo más probable era que Rafael terminase escribiendo un diario del fracaso de la escritura de la tesis, un texto brillante pero enrevesado, estructuralmente inconcluso, por el que ninguna institución estaría dispuesta a premiarlo con diplomas. ¿O acaso sí?”.
Pienso en Judith Podlubne que en un seminario metodológico sobre revistas literarias y protocolos de investigación remarcaba haber aprendido de Alberto Giordano que “la teoría interesa por la conversación que uno es capaz de generar a partir de ella”. Sobre esto, Giordano escribe: “Los conceptos teóricos y las estrategias metodológicas son artefactos que tenemos que aprender a usar para que encausen, y no inhiban, la exploración de los afectos que acompañan el ejercicio de la lectura razonada”.
Cómo probar (¿necesito hacerlo?) que mientras leía este fragmento pensaba en “Enrique Pezzoni, profesor de literatura”, en “Marginales en la noche”, en los primeros capítulos de Una república de las letras. Cómo probar que inmediatamente leo: “Mejores formas” son “las que practican en acto los ensayos que se escriben en los márgenes de ese mismo campo (pienso en los de Jorge Panesi, Miguel Dalmaroni o Jorge Monteleone, por dar unos pocos nombres argentinos), ensayos que propusieron, y a veces lograron, explorar las tensiones entre conocimiento y saber, entre método y escritura, hasta el límite de sus posibilidades”.
Nuevamente se me aparece el pensamiento de la desconstrucción y sus formas de lectura y de escritura: “Creo que sólo desde el interior del campo académico, apostando a su descomposición, se puede realizar esa experiencia de los límites, y que cualquier evaluación propuesta desde afuera de esa experiencia (la del periodismo cultural o la de los escritores inquietos por su imagen institucional) corre el peligro de prestarse a la reproducción de otras, igualmente esterilizantes, morales críticas” (me reservo al respecto, una anécdota sobre la forma nada sutil en que, en un reciente encuentro desarrollado en Santa Fe, un grupo de periodistas culturales, poetas y traductores pretendieron, primero, realizar un diagnóstico respecto de la investigación sobre poesía en Argentina [en no más de tres minutos] y luego, marcar la agenda de los encuentros por venir; me pregunto qué pasaría si con igual desparpajo y despreocupación hiciéramos lo mismo con su trabajo, ese hacer cotidiano que muchos no disociamos del deseo, la pasión y el entusiasmo y que, por lo tanto, duele cada vez que lo encontramos denigrado, bastardeado, reducido, simplificado o simplemente tratado con desdén, desconocimiento, desidia, prejuicio o desinterés, a veces de la mano de cierta misoginia tildada por un porteñismo pretencioso con aires colonizadores).
Este capítulo enfrenta la definición moderna de literatura con las teorías de la postautonomía y los culturalismos. Retomo algunos pasajes, pero merece seguirse en detalle el encadenamiento de la revisión crítica de los puntos de vista de Ludmer y de Laddaga y la blanchotiano-derrideana definición de Giordano que desmorona el principio de que la literatura no se deja leer con criterios o categorías “literarios”. Formulación que deja dando vueltas la pregunta respecto de “lo literario”: si “lo literario” respondió alguna vez a una forma más o menos estable y, en relación con esto, si sería posible fijar, de forma general, el modo más productivo de trabajar sobre ello.
Desde sus comienzos, siguiendo la estela de Barthes y de Blanchot, Giordano ha mostrado la extraña relación que se traba entre experiencia, literatura e institución: “la literatura ha sido, desde sus orígenes románticos, una experiencia ininterrumpida de los límites de tal proyecto”. Repasemos muy sintéticamente sobre quiénes ha escrito con más insistencia: Borges, Puig, narradores que desarrollan “escrituras del yo”, autores que, desde estas orillas, replicaban el gesto mallarmeano: la literatura “con Mallarme aprendió (nunca lo aprende del todo, tiene que experimentar cada vez la necesidad) que para poder ser necesita destruirse”. En esa dirección aclara: “Cuando escribí El giro autobiográfico de la literatura argentina actual no lo hice para celebrar, ni siquiera para reconstruir un proceso demasiado obvio, sino para seguir de cerca las formas en que algunos textos y algunas prácticas se desprenden sutilmente de ese entramado”.
También por esto no se detiene en la obviedad de las declaraciones sino en la tensión que produce el acto y su resultado. Y es por eso mismo que desconfía de las etiquetas previas a lo que cada escritura, literaria o crítica, puede producir: “Serían ‘emancipatorias’ (si es que conviene mantener el término, con la presión moral que ejerce) las escrituras autobiográficas que corren los riesgos de lo ambiguo en todos los campos posibles. El nervio político de esas experiencias hay que pensarlo, no a partir de lo que representan, si no de la fuerza con que imaginan posibilidades de vida inauditas”.
La práctica de su oficio de “profesor que escribe”, atento al pliegue y al secreto, abierto a lo indeterminado (lo que incluye la propia delimitación del objeto que se ronda), lo lleva, entre el humor y la ironía, entre Blanchot y Derrida (o entre Blanchot y Migré, como alguna vez, también con dejo irónico, había postulado), entre Puig y María Moreno, entre Sarlo y Nicolás Rosa, a imaginar una comunidad im-posible. Si lo que se quiere es evitar sostener la propia palabra en las garantías de un cerco institucional que la proteja y la contenga, si a lo que se apuesta es a esta moral del temblor, advierte que “tal vez ya es hora, como sugirió un amigo, de que funde los friendly studies”.
Ahora sí entiendo (o creo entender) algunas de las razones de las lágrimas de Germán. Para alguien apasionado por la enseñanza y por la literatura, para alguien que compromete en su escritura mucho de su vida, este libro es, aunque no pretenda serlo, un manifiesto.
Un manifiesto que, como tal, no nos salva de este ni de nuevos peligros (no es esa la idea). Por eso releo la oración inicial de esta reseña y pienso en lo desafortunado del “aún” y de la acotación “argentina” al hablar de los riesgos de la inscripción autobiográfica. Como si supusiera que en algún momento ese tipo de inserción dejará de significar un riesgo, como si el riesgo sólo se corriera en la universidad de nuestro país, como si abolida esa acechanza no fuera a surgir otra... No obstante dejo la frase intacta, sin correcciones (me reservo las razones para esta decisión que me llevaría a escribir otro artículo).
Vuelvo al texto de Alberto. Y pienso otra vez en Perec. En la atención que ambos ponen en lo ínfimo contra lo extraordinario, en lo intrascendente contra lo grandilocuente, en la aparente banalidad de lo cotidiano contra el “acontecimiento”. Giordano se inventa una poética, una teoría que, otra vez, me pregunto, cuánto le debe a la literatura y cómo se (con)funde con ella: “Lo que nos habla, me parece, es siempre el acontecimiento, lo insólito, lo extraordinario [dice Perec]: cinco columnas en la tapa, grandes titulares. Los trenes sólo empiezan a existir cuando descarrilan, y cuantos más viajeros muertos, más existen los trenes; los aviones sólo acceden a la existencia cuando son desviados [...]. Es necesario que detrás de un acontecimiento haya un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida solamente debiera revelarse a través de lo espectacular [...] Lo que pasa realmente, lo que vivimos, el resto, todo el resto, ¿dónde está? ¿Cómo dar cuenta de lo que ocurre cada día y vuelve a ocurrir cada día, lo banal, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infra-ordinario, el ruido de fondo, lo habitual? ¿Cómo interrogarlo ? ¿Cómo describirlo?”
(Actualización marzo-abril 2012/ BazarAmericano)