diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
En su inolvidable ensayo La literatura autobiográfica argentina, Adolfo Prieto se pregunta por qué se escribieron tantas memorias alrededor de la revolución de Mayo. La respuesta es tal vez definitiva: los que participaron de la revolución de 1810 subían rápido en las consideraciones de sus compatriotas, pero así como subían, muchas veces caían con facilidad en el descrédito, lo que los llevó a hablar de sí mismos para justificar sus acciones ante los otros, y también ante la patria y la posteridad.
En nuestra época volvieron a publicarse abundantes autobiografías o textos que se acercan a ese tipo de escritura. Por eso es válido preguntarse si existe algo para explicar este giro, como lo llamó Alberto Giordano al hablar de la literatura argentina. Y tal vez exista. No hace falta recordar que no estamos en 1810, pero venimos de otras revoluciones, o de lo que podríamos llamar un revolucionarismo, esa idea un poco teatral de que sólo valía la acción o la escritura cuando éstas subvertían los fundamentos de la sociedad. En los años ’60 y ’70 esa pasión impregnó nuestras sociedades y mantuvo un propósito audaz: terminar de una vez por todas con el individuo. La revolución marxista o nacionalista apuntó sus dardos contra el sujeto burgués, al que veía lleno de pequeños deseos, pequeñas miserias, pequeños lamentos (clara muestra de esa inquina contra el individuo es el caso Padilla de 1971); la revolución teórica, la que tomó impulso con la deconstrucción, se diferencia notablemente del marxismo y el nacionalismo, pero coincide en que también impugnó al individuo, comprendiendo que detrás de esa figura acaso no tan vieja acechaba un humanismo larvado que no terminaba de morir. ¿No será que el corrimiento de la escritura hacia el yo que se registra en nuestra época es una salida de la revolución, los grandes relatos y una sociedad disciplinaria que impregnó tanto a Cuba y la Unión Soviética como al resto de los países del globo?
El libro compilado por Carlos A. Aguilera e Idalia Morejón Arnaiz, Escenas del yo flotante. Cuba: escrituras autobiográficas, publicado en 2017 por el sello Bokeh, pareciera responder afirmativamente a esa pregunta. Los autores que participan del volumen con sus fragmentos autobiográficos, Néstor Díaz Villegas, Omar Pérez López, Reina María Rodríguez, Roberto Uría Hernández, Rolando Sánchez Mejías, los ya mencionados Idalia Morejón y Carlos Aguilera, junto con las reproducciones de la artista plástica Sandra Ramos, muestran tan solo por sus nombres y lugares de residencia actuales, algunos en Cuba, otros -la mayoría- en el extranjero, una diseminación de la escritura y los sujetos que ha desbordado la idea territorial de la nación por medio de un movimiento en diáspora, como si los textos que publican quisieran mostrar que hoy el mar inmenso, en su inestable movilidad, permite pensar de una manera más adecuada la subjetividad que la tierra firme donde antiguamente se anclaba el ser gregario y su comunidad. En el prólogo con el que presenta el volumen, Adriana Kanzepolsky retoma el título, Escenas del yo flotante, para confirmar esa impresión:
La imagen de un yo flotante habla, claro, de la relación con lo insular, de los exilios e insilios, de unos yoes sin raíces ni asideros, pero también es una imagen que remite a la propia factura de los textos, y tal vez sea ese su aspecto más interesante. El adjetivo “flotantes” alude a unos sujetos que tampoco se encuentran “anclados” en las narraciones, no únicamente por el carácter fragmentario de la autofiguración, no sólo porque la intimidad entendida como “un interior compartido” está ausente o casi ausente de las mismas, sino también porque el yo que esos textos diseñan es un yo que sistemáticamente se hurta, se cubre, se desdibuja.
El viaje, como huida, fuga o salida, recorre el volumen como un leit motiv. Eso le da una paradójica consistencia: los textos se unen porque se dispersan, los autores se aproximan por sus estilos bien diferentes, las escrituras se aúnan en tanto toman la dispersión como trazo y forma de vida. En las reproducciones de la artista plástica Sandra Ramos vemos bebés en el agua, con conchas de caracol, algunos con maletas, como si cargaran la casa a cuestas, haciendo su sitio inestable en el mar. En su relato, Omar Pérez recuerda que una vez salió de una exposición y se fue con una pintora, su hermana y dos poetas a la zona del Malecón, y se quedaron en algún lugar entre el Hotel Nacional, la Oficina de Intereses de los Estados Unidos y el mar. “A poco de estar allí se nos unió un joven marino griego. Tomamos el encuentro como una señal, pues ninguno de nosotros había visto un marino griego salvo en las ilustraciones de la Odisea”. ¿Pero de qué era señal? En un mundo tan poco religioso como el nuestro las señales prefieren la ambigüedad y la interpretación a posteriori. Con los años, Omar Pérez descubre que “quizás ese era el significado de la presencia del marino, cada uno cogió por su lado. Mi hermana a Europa, Emilio a Méjico o a Japón, o a ambos, Carlos a su caja gongorina, Zayda y yo nos uníamos y separábamos como en un diálogo de amantes de Godard”.
Tal vez Cuba pueda comprenderse de esa manera, un poco como el pueblo judío. Los cubanos cargan sus marcas de pertenencia, cierto estilo, unos recuerdos y una formación; muchas veces rechazan todo eso, pero de cualquier forma van recorriendo los lugares, se los identifica por la tonada, aunque ya no fijan domicilio, o lo fijan de una manera precaria, como si quisieran decirnos que, de un momento a otro, levantan sus cosas y se van. Carlos A. Aguilera, un nómada contemporáneo, lo dice en su texto, al referirse a la Alemania en donde decidió vivir: “A pesar de que he salido y entrado muchas veces de Alemania, la idea de pertenencia a ningún lugar se ha hecho con los años mayor. De ahí que cuando otros me hablan del orgullo de ser francés, nigeriano o vietnamita me cuesta trabajo entender qué están elaborando con exactitud”.
En escritores como el colombiano Fernando Vallejo y el también cubano Antonio José Ponte, la escritura autobiográfica es una forma desconocer la interpelación de los sujetos colectivos. En los textos de Escrituras del yo flotante no hay nada de pueblo, nada de nación ni sacrificio revolucionario; nada de eso se encuentra en sus páginas, a no ser las muestras de lo que terminó siendo la comunidad: fraude y estereotipos, murales deformados y llamados que ya no convocan pero se repiten por costumbre, para fingir que todo sigue igual, o incluso para fingir que no se está fingiendo desde hace demasiado.
Lo que hace posible los relatos del libro, como gran parte de los textos autobiográficos que se escriben hoy en día, es la crítica. En su célebre artículo sobre el tema, Foucault recuerda que la crítica se puede traducir con la consigna “no quiero ser gobernado de este modo”. La aclaración “de este modo” no es casual: la crítica no es una actividad que se pueda realizar en el aire: siempre embiste contra tal o cual sistema de poder, sea lingüístico, familiar o gubernamental. Por eso, las escrituras de Escenas del yo flotante se pueden comprender como protestas y resistencias hacia los aparatos disciplinarios con los que se intenta formar a las personas. Escribe Omar Pérez: “Trabajando bajo la lluvia, sobre el andamio, intento recordar la primera vez que trabajé bajo la lluvia. Con toda probabilidad, la ´escuela de campo´, aventura normativa supuestamente basada en un sueño martiano”. Escribe, también, Uría Hernández:
Hasta ahora, mi vidita ha sido un desafío de las dictaduras: a la dictadura de los adultos; a la dictadura de los colegios que tratan de domesticarnos; a la dictadura de la religión, que hace todo lo posible por alejarnos de Dios y no dejarnos ser dichosos; a la dictadura de los horarios laborales, que no le da tiempo al tiempo del que estamos hechos; a la dictadura del dinero, que no compra la felicidad pero calma los nervios; a la dictadura de los Castro; a la dictadura de las pasiones, que esclavizan y desangran y a veces engrandecen.
En Foucault, la noción de crítica es tardía: aparece en su obra algunos años antes de morir. Por esa época Foucault había empezado a desconfiar de la idea del poder que había desarrollado en Vigilar y castigar y La voluntad de saber, porque esa idea implicaba un encierro, ya que la única conclusión posible era que toda resistencia constituía un punto de anclaje para el ejercicio del poder. Ante ese a puertas cerradas, Foucault comenzó a reivindicar la posibilidad de una resistencia de otro tipo, una resistencia a dejarse gobernar, un poder crítico, que se encuentra en el cuidado de sí. Por eso, aunque esa idea de crítica se remonta al humanismo temprano, el concepto se vuelve visible con la salida teórica, pero también práctica, experiencial, y, cabe agregar, autobiográfica, de las llamadas sociedades disciplinarias.
Como antología de escrituras autobiográficas, Escenas del yo flotante armoniza con esa inspiración. Por eso Aguilera puede saltar del socialismo cubano, al soviético y al alemán mientras piensa en el nazismo; por eso Omar Pérez habla de lo arcaico: “La Habana -dice en un momento de su relato- estrenaba unos remedos de McDonald, con hamburguesas y pan de ajonjolí y refrescos de cola en jarras de vidrio. En una de esas tabernas pos-arcaicas, más que posmodernas, nos reuníamos, cerca del mar, en la calle Paseo”. Como lugares pos-arcaicos, las copias habaneras de los McDonalds son un síntoma del presente: hay una posmodernidad buscada, dirigida y, en cierta forma, impostada. Pero el concepto también valora un pasado que se continúa en la actualidad, ya que habla de un sistema social que se ha vuelto arcaico, ya que el resto del planeta organiza la sociedad sin dirigismo centralizado por medio de formas lúdicas de enredarse en las redes, las mercancías y la televisión.
¿Cómo se puede caracterizar el yo en estas escrituras? ¿Cómo es ese yo nómade, cambiante, desanclado de territorialidades? El libro parece dar al menos dos respuestas. La primera es la de Uría Hernández, quien en su texto se despacha contra todo el sistema de poder cubano, desde los Castro a Fernández Retamar, para celebrar el momento en que sale de Cuba, es decir, el momento en el que abandona la opresión que siente, pero también el sistema arcaico o posarcaico que genera esa opresión. Entonces nos dice que sólo otro exiliado de un país cerrado como el suyo “puede entender a un cubano adulto, que se monta en un avión, pero que es un niño desvalido, que no sabe ni comprar una Coca-Cola en una máquina, ni mucho menos sabe lo que es un cheque o una tarjeta de crédito; que no conoce el sabor de las fresas naturales ni de las uvas sin semillas; que no distingue un kiwi de un brócoli ni ha paladeado nunca un salmón ahumado”. Contra la posmodernidad arcaica, Uría Hernández descubre la verdadera: el reino de la mercancía. “¿Qué sabor tiene la libertad? -se pregunta- La libertad tiene sabor a chocolate, a vino tinto, a camarones al ajillo, a todo lo que jamás pude tener en aquel accidente histórico llamado Cuba”. Pero decir que la libertad tiene el gusto de la mercancía es reconocer involuntariamente que la libertad es la nueva forma del encierro. Como dice Dany Robert Dufour en El arte de reducir cabezas, a fines del siglo XX el capitalismo descubrió que el poder no debía ejercerse por medio de sacrificios morales, porque más simple era poner al sujeto a flotar en los deseos de la mercancía, que se abren como ninguno en los malls de Miami, en donde vive Uría Hernández. En lugar de imponer una cárcel disciplinaria, la posmodernidad no-arcaica fomenta una relación lúdica con las nuevas y diseminadas formas de dominación.
Pero Escenas del yo flotante ofrece otra forma de pensar al sujeto. Aparece en una reflexión extraordinaria de Aguilera: “Al final -dice- me parece que tenía razón Thoreau, el hombre debe regresar a los bosques porque en él hay una parte animal que sólo allí encuentra verdadero hábitat. Y eso es lo que hago cada vez que me muevo hacia un lugar u otro, buscar el bosque donde mi lado animal pueda a la vez que salir, burlarse de sí mismo, interactuar”. La parte animal que no se domestica, la parte animal que sale de la ciudad en la que de a poco va uno quedando encerrado, esa parte animal se desprende también de la mercancía. Lo mismo aparece en Idalia Morejón, o bien en ese personaje rebelde, sexualizado, en quien se proyecta, alegorizándose en el título como “Árbol que nace torcido”. La obligan, una voz, el padre o cualquier autoridad; la obligan: “Camina derecho. Levanta la mano. Responde si te preguntan. A la escuela hay que llegar puntual”. Pero no la atrapan, sobre todo en el sexo: “Árbol Que Nace Torcido escandaliza heroicamente. No faltarán voluntarios para regar esa planta”.
En su relato, Reina María Rodríguez lleva esta búsqueda de lo intransferible a su máxima expresión. Su texto es una autobiografía de las lecturas y escrituras. Habla de la escena en la que la letra impacta en ella, y su texto es, como el de Proust, una búsqueda de esa marca primera: “la literatura es una construcción que no sólo va hacia afuera, hacia la comunicación o la búsqueda del otro, sino ante todo, hacia uno mismo, taladrando allí donde creemos ser originales o novedosos, para decirnos: ´te creías esto o aquello, qué tonto fuiste´”. Reina María Rodríguez busca ese lugar en el que la vida se separa y se une a la escritura, vive en el momento en que la infancia se desvía de la adultez, de modo que busca la infancia, la escritura, la letra y la infancia, una infancia que casi es la de Agamben, pero no del todo, porque de pronto, como Aguilera cuando sigue a Thoreau al bosque, esa zona de frontera se transforma en un parque. El parque, dice Reina María, es lo que une la infancia con la adultez, lo que significa que el parque, en el que salta el chico y observa el adulto, es también la escritura, o bien el territorio de la escritura: “¿cómo terminar un libro si no puedo tener un parque: esa frontera entre la infancia y la adultez, entre la vejez y la muerte?”.
¿Qué tienen en común el cuerpo sexualizado de Morejón, el bosque de Aguilera y el parque de Reina María Rodríguez? Varias cosas, sin duda, pero entre otras podemos decir que son lugares que no están tocados por la nación, son espacios territoriales, pero en la medida en que son imaginarios, constituyen menos anclajes que fugas: son portables, se los puede llevar a todos lados, se los puede encontrar en otros lugares, de la misma manera que las figuras de bebés de la artista plástica Sandra Ramos, que ilustran la mitad del libro, cargan con caracoles y maletas, nadando en el mar. Nunca más justo el título: Escenas del yo flotante.
El libro de Carlos A. Aguilera e Idalia Morejón tiene relatos extraordinarios y un prólogo brillante. Es una muestra de la Cuba en diáspora y un signo de la escritura cubana hoy en día. Pero acaso es también un libro en el que aparece el mundo contemporáneo y las formas de habitarlo que hasta ahora se han inventado.
(Actualización noviembre 2018 – febrero 2019/ BazarAmericano)