diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La tanza del poema
El brillo de mi descendencia, de Ronsina Lozeco y La escapista, de Larisa Cumin, La Plata, Club Hem, 2018.

Agamben dice que la pregunta fundamental de la filosofía es: «¿Hablamos?». Hace poco estuve en la presentación de El brillo de mi descendencia, de Rosina Lozeco, y La escapista, de Larisa Cumin, dupla recién salida del horno platense de Club Hem. Pensé, después –o vengo pensando desde antes, no sé– que el contrapunto de esa pregunta que se hace Agamben podría ser otra: «¿Escuchamos?». De hecho, creo que escuchar es, contra todos los pronósticos, algo que no hacemos casi nunca, un compromiso difícil de ejercer: un verdadero acto de amor. Creo, también, que uno de los poderes de la poesía es, como quería Jean-Luc Nancy, la destreza gimnástica de ponernos, efectivamente, a la escucha. En latín, auscultare significa –además de prestar oídos– dar crédito a algo, creer en alguien. Quisiera hablarles, entonces, de lo que escuché esa noche, de lo que leí después de escuchar: quizás porque escribir es uno de los pocos medios para materializar una escucha, asentarla, dejarla en algún lado para reencontrarla después.

«Camino las veredas de las casas/ siguiendo el camino que forman/ los charquitos del aire acondicionado»: con estos versos empieza El brillo de mi descendencia, de Rosina Lozeco. Suena, de inmediato, una mínima repetición: camino, camino. En el primer caso, se trata de un verbo, y de inmediato, en el verso de abajo, como si el encabalgamiento fuera un corte de efectos alquímicos, la misma palabra se transforma en sustantivo. En El camino del Zen, Alan Watts explica que muchos vocablos chinos pueden emplearse indistintamente como una cosa o la otra: desde la perspectiva del budismo, el mundo es una «colección de procesos más que de entidades», escribe Watts. Algo de eso encontramos en El brillo de mi descendencia, libro que podemos leer como una antología de pequeños procesos de transmutación, movimientos constructivos mínimos, las torsiones microscópicas de lo real: chicos corriendo con un paquete de harina abajo del brazo, una madre poniéndole protector solar a su hijo en los cachetes, obreros construyendo «un nido ajeno», el Paraná arrastrando una flor, el relato de unos gringos que alguna vez cavaron un arroyo a fuerza de pala «sin saber la magnitud/ que podría alcanzar algún día».  

Los poemas de Lozeco parecen calibrar su escala perceptiva y sensorial –pero también afectiva y emocional– en la reducción de las distancias entre lo diminuto y lo inmenso, entre estados y procesos, cosas quietas y cosas en movimiento. «Un carpincho camina/ buscando tierras altas,/ va escribiendo/ con sus patas cortas/ este poema», se lee en «El ritmo del Ubajay», casi como si la escritura sucediera antes que el poema, como si el poema encontrara un decir propio ya no en las palabras, sino en los pájaros, en los peces, en las plantas, en delicadas escenas que se representan sobre las tablas del teatro de esa naturaleza que ingresa al poema no solo en términos visuales sino como una singular ecualización sonora. Quiero decir que las cosas no son, en el libro de Lozeco, meras estampas o composiciones al estilo de un objetivismo del litoral; por el contrario, cada objeto tiene su sonoridad, su nota distintiva que el lenguaje chasquea con la punta de sus dedos: el «boguerito salvador», las raíces del iribá pitá, los Napoleones saludando al mburucuyá. El brillo de la descendencia está, también, en ese territorio auditivo y audible que construye Lozeco como una circunferencia cuadrafónica, no solo    –como decía– desde la irradiación de chispazos visuales sino por medio de un ejercicio fino de ajuste de clavijas, de afinación del poema en la tónica de las cosas que lo rodean, de su órbita sonora. En la presentación del libro, Juan Delaygue dijo algo que me gustó mucho: que los poemas de Lozeco eran una mezcla de «haiku y chamamé». Hay un verso del libro que propone una fórmula parecida: «electro-pop cañaveral», como si la posta de esta escritura se sostuviera en sus contrastes musicales y contrapuntos de escala sensorial.

Si leemos los dos libros de corrido –ellas dicen que se trata de uno solo– la sensación es netamente fluvial: pececitos que se desplazan de un lado a otro del río, traficando versos de acá para allá, indistintamente. La «escapista» es, en efecto, una mojarra que, después de haber sido pescada, quiere volver al agua. Los poemas de Larisa Cumin parecen peces elusivos; coletean, resbalan, se sacuden en la superficie, se asfixian si toman mucho aire: es fluir lo que mantiene su latido sincopado.

«Es un hilo a veces la palabra/ del que tiro/ a ver qué onda/ a ver qué suena/ qué dice». La poesía, entonces, como un instrumento físico de cuerdas que nos toca literalmente en la repercusión acústica de esas mismas palabras que resuenan cuando leemos para adentro estos poemas. Con cada tironeo de cuerda, Cumin da saltos biográficos, como si la poesía también fuera una máquina del tiempo con la que nos teletransportamos al pasado, flashes reminiscentes como ramalazos que el verso habilita en el ritmo random de la memoria: tiro y tal cosa, tiro y tal otra, tiro y estoy acá, tiro y aparezco allá, en la otra punta. Así se suceden novios y muertes –de abuelas y abuelos–, recuerdos en los que el poema se posa como un pez inquieto de palpitar intenso, sin premeditación, porque esos tironeos parecen ser nada más y nada menos que el superpoder de la poesía: su impredecible y potente irradiación pulsional. «Por si tira» –así se llama este poema– marca el lugar de una incertidumbre: dónde vamos a parar con ese despunte del tejido simbólico, no tenemos ni la más mínima idea. Pero igual vale esperar, como pescadores zen cargados de paciencia, con «la línea en la mano,/ por si tira». 

Y es que en los dos libros hay escenas de pesca. Escribe Lozeco: «Me gusta sentir el aire del río/ en los cachetes/ la ansiedad de la espera,/ y la sabiduría de los amigos/ que ponen el dedo en la tanza/ y saben así/ cuando están listos para tirar». Algo de la poesía que comparten Lozeco y Cumin aparece encriptado también acá, en la tensión táctil, háptica, del sentido, de una mano que escribe, toma notas en un cuaderno o tipea con la yema de los dedos: la espera alegórica en clave de aprendizaje filosófico y espiritual, como trabajo contra la ansiedad del sentido.

Ese tironeo físico de la tanza del poema reaparece en «Ojival», de Cumin: «no importa si no tira o nos quemamos los dedos/ la razón está en pasarlo –sin apretar mucho–». La continuidad de la brasa del porro es, por definición, colectiva, hereditaria: remite a figuras como la ronda, el círculo, los turnos de un tribalismo lúdico. El poema es un fuego así: hay que avivarlo en los labios de los demás porque escribir –y leer– es darle una seca a las palabras del otro. También así pueden pensarse los dos libros: como aquello que se mantiene vivo porque cambia de manos.   

No es casual, en este sentido, que muchos poemas de Larisa Cumin empiecen con gestos vocativos: «Gracias por comer todas/ las arañas, tacuarita»; «Lelo,/ la lata/ de chorizo en grasa/ Lelo, ya te los comiste?»; «¿Probaste cambiando el cuerito?»; «Una para vos/ ésta se la guardamos al Fede»; «¿Viste?». La poesía no parece posible sin esa apelación evocativa, sin ese tironeo de la palabra –con los dedos, con los labios–, sin la posibilidad de pasarla, de volverla audible, de tocar el cuerpo del otro en la propagación vibrante del poema como un fenómeno energético. Y ahí están las voces familiares, pero también los tics heredados: el gesto del padre arriba de un taxi, calcado en el codo que asoma por la ventanilla, «la bajada de bandera/ el lugar donde quedándose/ fue y vino/ al destino de los otros».

En La escapista, la palabra poética es hilito, tuca o taxi, pero definitivamente no podría pronunciarse sin esas voces y oídos familiares. En una escena fisura donde una chica cuida el flequillo de su novio para que no se manche mientras vomita, leemos: «No nos queda otra que el exceso/ para expulsarlo todo». Muchas veces se asocia una parrafada o los versos que salen de un tirón con ese acto reflejo en donde el cuerpo expulsa lo que ya no puede. En el poema, eso parece tomar una forma alternativa menos brusca, más delicada; ya no la del desecho sino la del atesoramiento afectivo –amoroso, doloroso– en forma de palabras con las que quedan tatuados ciertos momentos: esos teros que en un poema dan vueltas como pensamientos arriba de la cabeza, marcando «el lugar preciso donde no hay nada».

 

(Actualización noviembre 2018 - febrero 2019/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646