diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Explicar con palabras de este mundo
Miradas sobre el suicidio, de Hugo Francisco Bauzá, Buenos Aires, F.C.E, 2018.

Solo se suicidan los optimistas, los optimistas que ya no logran serlo.
Los demás, no teniendo ninguna razón para vivir, ¿por qué la tendrían para morir?”

E. M. Cioran

 

En más de una ocasión, quienes se han ocupado de este tema difícil se han sentido obligados a declarar su propia relación con él. Y en efecto, Miradas sobre el suicidio se abre con la pregunta por su propia escritura, sus orígenes y motivaciones. Quizás convenga empezar estas reflexiones respondiendo que este libro es todo menos una nota suicida; a lo sumo, quizás pueda ser leído como un homenaje a los suicidas, casi un panegírico para esos otros tan otros, radicalmente inalcanzables, inaccesibles, en el fondo incomprensibles. Sin duda, lo que mueve a Hugo Francisco Bauzá a través de las numerosísimas escenas que recorre aquí es, ante todo y después de todo, una clara apuesta por la vida. Libro pequeño –se trata de una edición de bolsillo– pero enorme a la vez, Miradas sobre el suicidio ofrece un archivo de representaciones y reflexiones sobre el motivo de la muerte por mano propia, en un recorrido que va desde la Antigüedad hasta casi nuestros días, desde la Grecia clásica hasta las playas de Mar del Plata.

Así y todo, ese a la vida no es un acrítico, ni mucho menos sencillo. Una tensión lo recorre de principio a fin; en verdad dos. En primer lugar, el discurso se encuentra tironeado entre dos comprensiones del suicidio, que son ante todo dos valoraciones ético-afectivas del mismo: una, la idea estoica del suicidio como decisión suprema, y el respeto que ella exige, y otra, la idea camusiana de un deber moral de resistir la tentación suicida de huir. De un lado el suicidio es la expresión más alta de la libertad o la autonomía; del otro, la libertad comienza precisamente cuando nos rehusamos al suicidio, esa “fuerza entrópica” y autodestructiva que es parte de nuestra naturaleza. Aunque Bauzá termina siempre inclinándose por el lado que elige la vida frente a la muerte, debe reconocerse que conserva en todo momento el mayor de los respetos por la idea que pide respeto por la decisión del suicida. Y esto nos lleva, a su vez, a la segunda tensión, que quizás sea empero más originaria, y más subterránea; me refiero a la tensión entre el afán por entender el suicidio, esto es, superar el tabú y hablar de él, y la obligación suprema de respetar la radical otredad, el misterio por definición irresoluble, de quien decide terminar su propia vida. “De lo que no se puede hablar, es mejor callar”, así cerraba Wittgenstein su Tractatus logico-philosophicus, pero Bauzá no se calla, lejos de eso: ofrece este libro. Escribe 400 páginas, un verdadero atlas de suicidios y suicidas, y ¿quién escribe 400 páginas si no es movido por un honesto deseo de comprender?

El libro se propone una tarea que desde el principio tacha de imposible: dar cuenta de las representaciones, las explicaciones, los objetivos, los motivos de los suicidas, así como de las preguntas y los efectos que dejan tras de sí; pero cada suicidio es diferente, singular. Bauzá organiza la obra, formalmente, en cinco capítulos; pero también es posible percibir en ella algo así como dos mitades. La primera mitad, que llega más o menos hasta mediados del tercer capítulo, ofrece claves de lectura, que Bauzá retoma de pensadores y filósofos y sobre todo del imaginario mitológico y literario clásico, al que llama su “campo profesional”. El primer capítulo se abre con una consideración sobre la finitud y la temporalidad, sobre el hombre como “ser para la muerte”; Bauzá glosa aquí algo que reconoce como “el problema capital de la filosofía”. Esto es, el sentido de la existencia, su finitud, la íntima imbricación de vida y muerte, que no pueden ser siquiera pensadas de manera independiente la una de la otra. La vida, al fin y al cabo, no es otra cosa que un ir muriendo. El segundo capítulo se remonta hasta la Grecia y la Roma antiguas en búsqueda de los “orígenes” del imaginario suicida, y nos ofrece un catálogo amplio y erudito de suicidas tanto mitológicos y literarios como históricos. Luego, en su segunda mitad, que se inaugura con las reflexiones sobre Sylvia Plath, el discurso pasa a ser un desfile de suicidas, de lo más variado; nacionales y europeos, escritores y dictadores, ignotos y famosos… El tercer y cuarto capítulo recogen suicidas del campo del arte y del de la política, respectivamente; el quinto y último, se ocupa de suicidas imaginados, literarios, desde Dostoievski hasta Delphine de Vigan.

Así como los actos de habla son palabras que provocan un efecto en el mundo, un suicidio quizás podría verse como una acción en el mundo que provoca un efecto en el mundo de sentidos, que dice algo. Los suicidios que recupera Bauzá, a lo largo del libro, dan cuenta de la diversidad de esos efectos de sentido; un suicidio puede expresar desesperación, puede significar una catarsis, una confesión, una denuncia, una protesta, un anhelo de dignidad o la revelación de un síntoma, de una enfermedad, puede incluso ser el testimonio de una época. “Algo anda mal en la vida de una nación cuando, en vez de cantarla, los poetas parten, voluntariamente, con un gesto de amargura y desdén, en medio de una glacial indiferencia del Estado”; decía el socialista Alfredo Palacios en 1938, luego de los suicidios de Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni. Los estudios estadísticos, consigna Bauzá, advierten que suele haber más suicidios en tiempos de paz que de guerra; la guerra parecería fomentar un mayor sentido de pertenencia a una comunidad. Sin embargo, los relatos que pueblan este libro muestran algo sutilmente diferente; y es que en gran medida los suicidios dan cuenta de una atmósfera inquietante, sombría, como la que puede encontrarse, por ejemplo, justo antes o justo después de una guerra. El acto suicida podría leerse así como una manifestación de resistencia, una denuncia en tiempos de crisis. El suicida que destruye la posibilidad de un futuro, en cierta medida, denuncia la cancelación del futuro que ya estaba operándose en un nivel sistémico. Como dice Bauzá, leyendo a Schopenhauer, “el suicida ama la vida, pero no acepta las condiciones en las que esta se le presenta”.

Esta clave política aparece también en la lectura que hace Bauzá, siguiendo a María Lozano, del suicidio de Severus en La señora Dalloway, de Virginia Woolf. Su suicidio es leído como un síntoma, pero no de una enfermedad individual; el suicidio de Severus es “un asesinato en toda regla”, dice Lozano, un asesinato político. Severus ha sido suicidado por la sociedad, como decía Artaud de Van Gogh. Quienes no encajan en el sistema amenazan su mantenimiento, y es conveniente por tanto que sean eliminados; no dejarlos vivir, tampoco matarlos directamente, sino empujarlos hacia la muerte, como diría Foucault. Si suicidarse es morir de desesperanza, es preciso interrogar las fuentes sociales y políticas de esa desesperación.

El suicidio también aparece como un desafío del orden instituido en la línea romántica, por la que Bauzá sin embargo no parece sentir mucha simpatía. Esta exaltación de la muerte, para la que nos ofrece numerosos ejemplos de muy distintas épocas, se vincula con la vieja tradición que asociaba el temperamento melancólico con la grandeza o la genialidad, cuestión que aborda en el tercer capítulo de Miradas sobre el suicidio. Por cierto, la relación entre el suicidio y la melancolía o la depresión no es meramente estadística: una suerte de pulsión autodestructiva los define a los tres. Bauzá toma partido, y afirma que hay que “erradicar” esta tendencia de pensar la genialidad como una forma de locura; para crear, sostiene, son necesarias lucidez y salud. Con todo, no deja de reconocer que el artista como el melancólico comparten una suerte de “sensibilidad muy aguda”, un “alto grado de vulnerabilidad, producto del natural desajuste del mundo por él imaginado y el real”. En cuanto a las razones para esta correlación, y podrían citarse muchas, infinitas hipótesis, Bauzá parece quedarse con la que la comprende como parte de un imaginario cultural. Unas cuantas páginas después, señala también cómo el movimiento romántico operó un desplazamiento desde esa asociación entre genio y melancolía, hacia una entre genio y muerte prematura, hacia una idea de la muerte como obra de arte que, en ciertos momentos, llegó a ser incluso popular. Esta idea de la muerte prematura tiene, cabe señalar, exponentes importantísimos en la cultura popular de los siglos XX y XXI; y también asistimos hoy a nuevas formas y discusiones en torno a esa “censura preventiva” que sufrió el Werther frente a la ola de suicidios que siguió a su publicación, parte de la Werther-Fieber. Aunque ciertamente Bauzá da muestras de sentir interés, incluso respeto, por este antiguo imaginario, las derivas de su argumentación y, sobre todo, los párrafos finales del libro, dan a entender que su autor no ve, en estas asociaciones y modas románticas, mucho que valga la pena rescatar.

Pero la relación entre el suicidio y las artes no se reduce aquí a la condena de esa apología del suicidio. Bauzá se interesa también, a lo largo de todo el recorrido, por la relación entre la escritura y la desesperación, algo que también preocupaba a Al Alvarez en El dios salvaje. Una figura recurrente en el catálogo de Bauzá es la del escritor que no se suicida, pero que suicida a sus personajes en su lugar; ¿acaso una forma de catarsis? Otro motivo interesante es el que encuentra en novelas contemporáneas, como las de Schlink y Modiano, de la lectura como estrategia frente a la melancolía, la soledad y el suicidio; como una forma de huida hacia otro mundo, pero menos definitiva que la de tomar la propia vida. Si, según advierte Bauzá, la consideración del suicidio se ha desplazado en los últimos tiempos desde la filosofía, la sociología o la religión hacia los campos seculares y medicalizados de los discursos “psi”, estas observaciones acerca de la lectura pueden servir de indicación del persistente valor de las humanidades, tan bastardeadas en el mundo actual, a la hora de enfrentar los grandes problemas.

Otro tema que atraviesa el libro es el del estigma y el tabú, la fuerte connotación negativa con la que ha cargado el suicidio casi desde el comienzo. Bauzá menciona diversos castigos a los suicidas, desde la prohibición de entierro en el cementerio (dato curioso: también quedaban fuera los cómicos) hasta las reticencias de las compañías de seguros hoy en día, pasando por algunos más truculentos y otros más tristes, como la condena al silencio, algo así como una muerte después de la muerte. Pero Bauzá también reseña las diversas tendencias que, a lo largo de los siglos, han contrarrestado la estigmatización, desde la simple compasión hasta el énfasis en lo social que introduce el trabajo de Durkheim. Para Bauzá, la psiquiatría y psicoanálisis actuales van también en esta dirección; “han hecho –dice–, en favor de su esclarecimiento y formas de evitarlo, aportes importantes”. Por mi parte, no estoy tan segura de que estos discursos constituyan de por sí y en todos los casos un progreso contra la estigmatización; después de todo, patologizar también estigmatiza, aunque sea un estigma en cierta medida diferente. Pero, sobre todo, no estoy tan segura de que estos enfoques medicalizantes realmente permitan pensar la importancia de lo afectivo y lo intersubjetivo, que Bauzá señala como fundamentales para abordar el problema del suicidio. Entender el ánimo meramente como algo regulable farmacológicamente no necesariamente nos ayuda a entender nuestros estados de ánimo. Pensar la soledad como un factor de riesgo más, entre tantos otros, como lo hace la psiquiatría, se queda, para mí, infinitamente corto.

De cualquier forma, esta preocupación por desestigmatizar que recorre y quizás anima el libro puede servirnos para resolver las tensiones con las que se abrían estos párrafos. Quizás el afán de comprender no tenga que ver aquí con una ambición teórica, totalizante, de acceder a la explicación, única y última. Quizás tenga que ver, antes bien, con una preocupación práctica, más inmediata, de contribuir a mitigar el estigma y la concurrente soledad que probablemente empeoren las cosas para quien piensa en suicidarse. Quizás podríamos aventurar, en suma, que el primer objetivo de este libro es colaborar en una desestigmatización del suicida, que deje lugar para actitudes más compasivas. Ni identificarse del todo con él –es imposible, por un lado; y no sería deseable, por el otro, para Bauzá, quien apuesta siempre por el acto de vivir– pero tampoco verlo desde la vereda de enfrente, como algo ajeno o tabú. Es una posición difícil, tensionada, la que Bauzá toma aquí, aunque ¿acaso hay posiciones simples frente a problemas así? “Mucha erudición no enseña comprensión”, decía Heráclito y Bauzá suscribe; pero quizás la lectura de este libro comprensivo, y por cierto erudito como pocos, pueda resultar una honrosa excepción.

 

(Actualización noviembre 2018 - febrero 2019/ BazarAmericano)

 

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646