diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Una chica conoce a un chico; ese chico es alemán y está de paso. Viven unos días intensos, cogen lindo, se enamoran. Él vuelve a Berlín. Ella viaja a visitarlo. Se queda 21 días. Él vuelve a la Argentina: se van a vivir juntos. En su PH adoptan gatos y hacen (otras) cosas de pareja. Él tiene que volver a Alemania. Ella, al tiempo, lo sigue: llevan dos años y medio de relación y sus cosas entran en quince cajas. Allá viven sumergidos en la típica “pobreza digna” europea. Ella comienza a extrañar, pero no su pasado sino más bien un hipotético futuro que intuye está lejos de concretarse. Llega el 2010: Alemania golea a Argentina en el Mundial y muere Néstor Kirchner. Al tiempo se pelean porque él deja la ventana abierta: la cosa no da para más. Están unos días sin verse hasta que se encuentran en una plaza: rubrican la separación. Ella vuelve a Argentina con cinco kilos menos. Fin.
Si bien en su plano episódico “La lengua alemana” de Julieta Mortati puede resumirse en un párrafo, el sentido, su núcleo vital queda afuera de la escueta cronología de acontecimientos. Ya incluso en el comienzo, en esa cita de Anne Carson, sabemos que esta no será una historia de amor, sino el relato sobre las ruinas de una relación. Las páginas funcionan como una cuenta regresiva, el testimonio de la lenta y progresiva transformación del amor en piedras desgastadas, una arquitectura que sabe alcanzar las dimensiones de un inocultable montículo para sepultar lo que alguna vez fue un mundito apasionado.
La narradora mueve sus primeras fichas con los hechos ya consumados y por eso su distancia es clara, indisimulable. Juega a hablarle a él, presenta algunos datos biográficos, lo describe, arma una especie de prontuario. Después ella misma se involucra, usa un “yo” más directo, aunque sin llegar a mostrase demasiado urgida por relatar la espesura de sus sentimientos. Una impersonalidad premeditada que parece decirnos que las historias de amor son todas más o menos iguales, que nada nos hace únicos. Quedan los recuerdos, las anécdotas, esas marcas contingentes, muchas de las cuales aparecen de manera ciertamente fáctica ya que a las palabras escritas la novela le suma cartas, boletos, fotos, todo un abanico autentificante. Hay un momento donde se usa la segunda persona –con el debido homenaje al libro “Autoayuda” de Lorrie Moore– y más allá de la explícita utilización la melodía es siempre la de un yo desdoblado: ella y su propio fantasma.
El título “La lengua alemana” parece en principio trabajar en un plano típicamente lingüístico, en esa primera incompatibilidad idiomática que sobrellevan los dos protagonistas. Pero hay una referencia un poco más literal en una escena que anticipa el verdadero abismo que los separa:
Cuando te veía, trataba de darte un beso con lengua en la calle, me parecía divertido chapar en una esquina como los adolescentes que estábamos dejando de ser. Lo intenté varias veces, pero vos te negabas sistemáticamente. Solo querías besarme con lengua cuando cogíamos, y ahí yo prefería besos suaves, que me rozaran, como si casi no me estuvieras besando; ahí me gustaba que hiciéramos como si, que nada fuera demasiado real para dejar lugar a la fantasía, me excitaba el borde, el límite entre saber y no saber lo que estábamos haciendo, la posibilidad de todo lo que podría suceder, tu respiración en mis inglés, tu nariz rozando apenas mi pubis hasta avasallarlo cuando yo ya estaba del otro lado. Pero en esas esquinas de Paseo Colón nos despedíamos con un beso seco y triste.
Esta situación transcurre casi al comienzo de su historia, y puede conectarse con otro momento posterior, una llamada que ella hace a Berlín, a la casa de su novio:
Una tarde, antes de irme del trabajo, te extrañé tanto que te llamé a lo de tus padres. Allá serían las once y estaban todos a punto de dormir. En vez de tomarlo como un gesto de la intensidad desesperada de nuestro amor y que justificaba todos esos trámites por delante, me dijiste que era una desubicada.
—Vas a despertar a todos, se van a preocupar. Si no te atiendo por Skype, es porque no puedo o no quiero hablar, y eso lo tenés que respetar.
Te corté y me puse blanca. Una amiga de la redacción me preguntó si me pasaba algo. Le sonreí, le dije que todo estaba bien y me volví a casa.
Las cartas ya estaban jugadas y si la partida continuó es porque lo que muestra la novela es que muchas veces el amor es una farsa prolongada en el tiempo. Pero la fe mueve montañas, supera las distancias, atraviesa océanos y no se amedrenta ante ninguna clase de accidentes geográficos. Una fe ciega o que más bien elige no ver. De eso nos habla “La lengua alemana”, de eso y también de la factoría caprichosa de los recuerdos, porque en el final hay un momento donde la narradora ya no está ni enojada, ni triste, sino simplemente un poco más liviana.
(Actualización noviembre 2018 – febrero 2019/ BazarAmericano)