diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El punto de partida de El agua blanda es la llamada “Operación Cóndor”, aquella “misión” donde un grupo de militantes peronista clavó bandera en las Islas Malvinas. Formaba parte de ese equipo Héctor Ricardo García, dueño y fundador del diario “Crónica”, testigo que supo dotarle a la acción su estatuto de leyenda, de realidad aumentada. Pero la novela no queda ceñida a su referencia empírica, sino que construye una “mitología” propia. La línea argumental sigue las desventuras de Julio Lamas y lo hace con prudente distancia enunciativa. No casualmente las primeras páginas muestran diálogos rápidos, acompañados brevemente por algunas acotaciones formales. Este recurso le permite al lector hacerse una buena y sobre todo empática idea de cómo viene la cosa. La historia arranca, un poco a las chapas o más bien sin obstáculos, ni preámbulos. Lamas es periodista, le ofrecen cubrir una primicia, negocia con el diario y se suma a un proyecto en principio irrisorio. Y además tiene un gato. Si jugáramos a adivinar el personaje el nombre de Osvaldo Soriano saldría sin esfuerzos. Una patria conocible y ausente de peajes. El pulso de las frases muestra las acciones, esos cuerpos que hacen cosas, pero también el narrador se permite algunos instantes retóricos, referencias al arte o a escritores. Por ejemplo, casi en el comienzo se puede leer:
Miró hacia afuera. El otoño y su equipaje. Las hojas amarillentas se amontonan contra el cordón de la vereda. Volvió a sonreír: no le molestaba de vez en cuando pensar por lugares comunes –elaborar frases: para Lamas pensar siempre había sido una forma más o menos injuriosa de escribir, de unir palabras, de sustituir o desestimar imágenes-, aunque siempre le hubiera gustado pensar por metáforas, como Jesús, o por alegorías, como Chejov. El otoño es como un salón de clase, hojas recogidas o recortes pintados de amarillo en los paneles de una pared escolar. El otoño es una estación infantil.
En este párrafo aparece una ecuación que se va a repetir a lo largo de la novela. Por un lado está la acción: miró hacia afuera; pero casi de inmediato se da paso una inflexión literaria: el otoño y su equipaje. Le sigue una figura trillada –hojas que se amontonan en el cordón de la vereda– y rápidamente el personaje aclara (se aclara) que no teme caer en lugares comunes. Lo que sigue tiene su mérito. Eso de que Jesús pensaba por metáforas y Chejov por alegorías, son dos buenos ejemplos, pura sustancia simbólica. Y sigue, regresa a lo concreto o más bien a lo anecdótico, las hojas del otoño en las aulas, el otoño como estación infantil. Hugo Fontana es un escritor con oficio, quizás demasiado. Conoce no solo las reglas del género, sino cómo jugarlas, que estén presentes sin que se noten tanto. Porque lo que gana la escena son los sucesos, ese es el poder hipnótico de los géneros, que pese a que su universo está dominado por reglas, éstas solo funcionan cuando se invisibilizan. A no confundirse: plato ofrecido no es un combo de McDonald’s sino una milanesa con papas fritas, una comida básica pero elaborada, muy bien elaborada y abundante. Se podría arriesgar una suerte de identificación entre el escritor y el personaje, ya que ambos saben que hay cosas que no se pueden cambiar, que es al pedo cambiar y que por lo tanto, ante el nihilismo reinante, lo mejor es no perder la dignidad. Algo de esto está en el pathos de la narración y hasta en su portada, en su título, en ese “El agua blanda” que alude a la canción “Naranjo en flor”. Por momentos parecemos escuchar al Polaco Goyeneche, a la versión cantada por el Polaco y en otros la cosa suena más a la interpretación lirista de Juan Carlos Baglietto. En esta dualidad se cifra la novela: Lamas como personaje tiene un andar carrasposo, de arrabal melancólico, pero el narrador, la pluma de Hugo Fontana es estilizada. Y la cosa funciona, se disfruta, más gracias a su eficacia que a sus ráfagas de erudición.
(Actualización septiembre – octubre 2018/ BazarAmericano)