diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Osvaldo Aguirre
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Disolver la línea de lo previsible
La línea del desierto, de Alicia Genovese, Buenos Aires, Editorial Gog & Magog, 2018.

Publicar una obra reunida es volver a poner en juego la poesía, el libro, la poética, como preguntas. Una obra reunida no es la adición de los libros que la poeta publicara a lo largo de los años, sino algo que va mucho más allá. No sólo porque viene precedida por un nuevo libro, porque incorpora un texto hasta el momento inédito, ni porque nos da la posibilidad, siempre digna de celebrarse, de leer libros tempranos que desconocíamos, libros publicados en pequeñas editoriales o fuera del país que resultaban imposibles de conseguir. Se trata de que la obra reunida es por sí misma un libro nuevo. Hace casi cien años Tinianov describía el modo en que funciona la producción de sentidos en la poesía (algo que los poetas siempre han sabido), y acuñaba el concepto precioso, podríamos decir poético, de una semántica flotante, según la cual partículas mínimas de significación, más pequeñas y aún anteriores a la unidad de sentido de la palabra, partículas de aparición aleatoria como destellos o chispas de protosentidos que saltaran por las proximidades, contrastes, equivalencias fónicas en el contexto del verso y del poema, se asocian de maneras fluctuantes como constelaciones cambiantes. Si las constelaciones varían con el punto de mira, con la altura del año, con el estado atmosférico, así varían las significaciones que los poemas disparan, en un nuevo contexto poético que no puede clausurarse como obra cerrada.

La obra reunida de Alicia Genovese funciona entonces como un nuevo contexto que dispara trayectorias de sentidos que permiten leerlo simultáneamente como totalidad y como fragmento en tensión. La poesía de Genovese se extiende desde El cielo posible de 1977 a su último libro, La línea del desierto, como un espacio en el cual perfilar continuidades y cortes, condensaciones y flujos. Destaca en primer lugar, a nivel de la imagen, esa constante que es la indagación poética en torno al núcleo constituido por el río, como concepto y como afecto, con sus asociaciones habituales como camino y viaje, lo que es una puerta a la sorpresa. En primer lugar, se comprueba que las imágenes asociadas al río no se agotan nunca, fluctúan, abarcan o atraviesan distintas alusiones, suman sentidos diversos y hasta opuestos, se ramifican en agua, puente, camino, piedra, y aún desierto. Después, en un segundo momento, el río va más allá, se vuelve cifra de la escritura poética misma: un presente, una constancia de supervivencia en la inscripción del poema, y al mismo tiempo, aquello que no permite ser fijado, detenido, clausurado, sino a riesgo de su propia muerte. El río es la poesía porque es la vida: cambio constante, lecho vital y mortaja, conexión e impedimento de cruce, arrullo en las noches e inundación que hace peligrar vidas, cultura para la nadadora y estado de naturaleza para quien lo contempla desde la isla, en un estado de cambio y reversión continua que hace que el borde, por su indefinición pero también porque es siempre rebasado o reducido, también sea un río, como lo indica el título de uno de los poemarios centrales. También es, podría decirse, “un tallado fugaz e inasible” lo que el trabajo poético realiza como marca en el devenir de la lengua.

Pero la poesía ocurre también en lo que no se nombra directamente, en las partículas anteriores a la dictadura de la palabra, y en la poesía reunida de Genovese se destacan como polvo de estrellas los prefijos negativos: “in”, “des”. Brilla entonces lo que se des-hace, se des-anuda, se des-une, lo im-probable, in-esperado, im-posible, in-conexo, lo des-nudo, des-aparecido, lo in-mediato, los “no” y lo que está “sin”. Estas partículas están, como el río, desplegadas en su ambigüedad intrínseca: es lo negativo en el sentido lingüístico, (que no es una axiología); es también lo negativo como posibilidad de ser positivizado en la doble negación; es la idea de que lo negativo en un sentido no tiene que ser negativo necesariamente en el sentido de la falta, de la falla, o de lo sin valor; y es también lo negativo a secas. Tal vez por eso hay una idea de lo negativo que hace río: “imprevisto” es la palabra que reaparece una y otra vez a lo largo de la obra, y quiebra y asocia sentidos e imágenes al mismo tiempo. Lo que no se espera y sin embargo ocurre es lo que da lugar a la jaculatoria de la vida misma, y puede ser tanto inundación que preocupa y arrasa e impide, como la aparición de un pájaro, una flor, que interrumpe lo anodino cotidiano para dotarlo de una pincelada de elemento vital y poético. Es el instante en que, por un motivo u otro, que no se dice porque es, justamente, imprevisto, la mirada se detiene, el flujo hace un corte, la palabra adviene, y ocurre lo que se llama poema.

Ese instante es, quizás, el que la poética de Genovese a la vez persigue, consigue, no cesa de aludir. Evanescente, pero por eso mismo pasible de ser re-encontrado, como objeto del deseo poético, el momento del advenimiento del poema también fluye, y con él fluye el poema, siempre cuidadoso, en cada una de sus ocurrencias, de dar cuenta de él y de no clausurarlo. El poema es río si es abierto: por eso las imágenes se suceden como aguas en movimiento, se yuxtaponen a veces, se siguen como corrientes internas que, finalmente, se escapan en rumbos propios que no alcanzan, afortunadamente, ningún dique, “como si el lenguaje/ armase y desarmase el movimiento”, dice en “La conversación”. Si hay coda, y la hay en muchos poemas, sobre todo de los inicios, en uno o dos versos que atraen una reflexión final o una imagen como punto de retorno del poema en tanto unidad, ese final es siempre un recomienzo. Y los poemas se enlazan unos a otros en cada poemario, en la medida en que algunos constituyen verdaderos recorridos de investigación en torno a una imagen poética, un tema, u otro núcleo lábil, como los puentes en Puentes o las máscaras de dramatis personae de mujeres enojadas en Hybris, que revelan cuánto de trabajada textura hay detrás de la poesía.

Por otro lado, los estilos varían porque, como el agua, se adecuan al tema, al momento, al movimiento del sentimiento, del pensamiento, de la atención. Así una pacífica tarde de contemplación en el Delta puede asociarse al relato de la inmigración y a la historia de la poeta como primera generación letrada de la periferia porteña que entra, por puentes, a la capital y que, aún, viaja hacia otros países, otros paisajes, otra lengua, tanto como la referencia a momentos y situaciones políticas de nuestra historia densamente cargadas de significaciones culturales y afectos sociales. En este sentido lo político destella y destila su fuerza justamente del hecho de aparecer como un dato más: su inserción en medio de contextos que provienen de otras tradiciones poéticas destaca su fuerza, y arma trayectorias; como el Delta del Tigre, las islas, que fueron refugio de un exilio interno, zona que se tejió con el dolor de los lazos que se cortaban, los amigos desparecidos, los muertos. También ahí se instala, fiel, un recomienzo; la vida permanece, por momentos latente, por momentos expuesta, y el sucederse de las generaciones, no ingenuo, inscripto en el lodo del fondo de un río en el que supo haber cadáveres, la contemplación, la intimidad, lo cotidiano, vuelven y se dicen otra vez.

Con no menor sutileza se teje lo íntimo, en el enhebrarse de instantes preciosos, acuñados: el encuentro amoroso, la reunión de los cuerpos, las separaciones, los duelos, los desencuentros, la hija, la amistad, la soledad, la construcción de la casa, la relación, también amorosa, con el paisaje. Son todos afluentes de una poética que es delta ella misma, que no ancla porque no quiere anclar, pero tampoco se deshace caprichosamente: se diría que busca su camino cada vez para decir y decir de sí misma tanto como del mundo exterior, “la mirada mínima/ desde una caja negra”, que insiste sobre la relación entre lo que sucede y el cuerpo hasta volver al “ojo táctil”, en esa dialéctica en la que “escenas inconexas tocan/ nudos en el cuerpo”.

Muchos de los libros persiguen una imagen o un concepto a través de diferentes variaciones y modalidades, mostrando sus fluctuaciones y sus matices, y despliegan trayectorias en las que la poesía se expande como auténtica investigación de las palabras y con las palabras. Se arman entonces ecos entre los poemas, respuestas, repeticiones no idénticas, que combinan el fluir de la imaginación con la precisión del trabajo formal, y la velada alusión a una tradición poética subyacente de cuño lírico, en una poética en la que, como ella misma dice:

 

Cada objeto fuga

                de su atributo doméstico

           en el resplandor nocturno

                                     que disuelve

la línea del acople previsible.

 

Así, en Química diurna el recorrido permite ver claramente que lo poético es una cualidad de la voz, por supuesto, pero también un recorte que hace la mirada, y un orden material: no sorprende que se pueda hacer poesía con las plantas, las aves del Delta, y esa poesía, aún esa voz, sigue intacta en los detalles de la construcción de una casa, en la descripción de los puentes que permiten el acceso a la ciudad de Buenos Aires, con su carga de suciedad, podredumbre, pobreza urbana. Es siempre el detalle, que puede ser tanto la temperatura del agua sobre el cuerpo, la calidad de una brazada, la luz exacta que ilumina una planta del desierto, lo que, como un estilete, recorta y define el espacio del poema, lo singulariza.

Ahí lo poético como decir y, si se quiere, como visión del mundo, revela su potencia, y la escritura de Genovese, su fuerza y su técnica; ahí también radica su particularidad como poética. Fiel al relato que hace de su biografía, la voz acepta los materiales que se le presentan, y los vuelca como hechos poéticos: la periferia de la gran ciudad, los detalles de la albañilería y de la mecánica, no menos que la tradición literaria, y, por supuesto, el paisaje, todo es atravesado con la misma naturalidad, como materiales propios de la poesía. No es únicamente el cuidado en la configuración del verso corto, que permite cortes abruptos en encabalgamientos que disparan la extrañeza de las palabras, muchas veces cotidianas, puestas como fin de verso, ni el cultivo deliberado de una tipografía cuidadosamente espacializada, ni de las imágenes que se suceden a diferentes velocidades y no se dejan reducir a un significado, sino, sobre todo, una métrica, unas sonoridades, una “andadura musical” del poema, los que dan lugar a una poética con sello propio. Eso es un hallazgo, no fácil de lograr: como la fórmula del agua, que sigue siendo H2O aunque sea agua de mar, de laguna, de río, de lodazal, la marca de la poética-genovese se reconoce en su persistencia a lo largo de toda la obra, para subrayar, finalmente, su novedad, en el último libro escrito, que es aquél con el que empieza esta obra.

La línea del desierto en la búsqueda de esa línea móvil imparable, inapresable, indistinguible, y sin embargo presente, desde las profundidades de la sequedad del desierto, se apega a lo mínimo, afina la escucha, hace poesía con cada perla hallada.

 

(Actualización setiembre – octubre 2018/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646