diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Hay autores cuya lectura es “obligada”, suele decirse. Hay autores que son objeto de culto, de una adoración inusitada. A pesar del supuesto esnobismo de la primera afirmación, a pesar de la impresión de que hay algo sospechoso y equivocado en esa veneración que implica la segunda, ambas ideas (erróneas o no) siguen vigentes. ¿Acaso el mismo Jorge Luis Borges, nuestro escritor de “lectura obligatoria”, no fue víctima de este fetichismo literario? En 1982, pasó por la ciudad de Rouen, la ciudad natal de Gustave Flaubert (1821-1880), porque quería respirar el mismo aire que había sentido uno de sus autores favoritos, el “primer Adán de una nueva especie”, el “hombre de letras” que es sacerdote, asceta y mártir al mismo tiempo. En 1932, Borges le dedicó su ensayo “Flaubert y su destino ejemplar” en Discusión (Buenos Aires: Gleyzer); cincuenta años más tarde, en el museo dedicado al escritor, palpó (ya que no podía ver) los dos loros embalsamados que le presentaron. Nadie sabe cuál es el animal auténtico que Flaubert había pedido prestado al Museo de Historia Natural de su ciudad y que tenía en su escritorio mientras redactaba “Un coeur simple” para probarle a su amiga George Sand (que lo había calificado de seco, duro respecto de sus personajes, de espíritu demasiado crítico, de contención sistemática, de objetividad inhumana, según Maurice Nadeau) que podía escribir una obra conmovedora.
Théodore de Banville le dijo a Flaubert, a propósito de la publicación de Trois contes (en abril de 1877 en París, por George Charpentier): “Nunca he leído nada más bello”. ¿Una exageración? Quizás lo sea, pero resume perfectamente la recepción de los contemporáneos y, me permito decir, el asombro y el deleite que todavía hoy podemos sentir por la lectura de estos relatos. “Un evocador y un vidente” con una “erudición sin límites”, elogió el novelista Léon Cladel; Leconte de Lisle señaló la “maravilla de nitidez, de observación infalible y de expresión certera”, y así sucesivamente. Los elogios comprendían el libro entero, o se concentraban en las cualidades específicas de cada uno de los tres relatos: “Un coeur simple” (“Un corazón sencillo”), “La Légende de Saint Julien l’Hospitalier” (“La leyenda de san Julián el Hospitalario”) y “Hérodias” (“Herodías”).
Aunque las ventas del libro no fueron paralelas a estos saludos laudatorios (quizás debido a la crisis institucional de la Tercera República, en mayo de 1877), hubo cinco ediciones en los dos años que siguieron. Habían transcurrido veinte años desde la publicación del que sería su mayor éxito, la novela Madame Bovary (1856-1857).
En agosto de 1876, tras haber concluido “Un corazón sencillo”, el primero de los cuentos, Flaubert comenzó a pensar en la historia de San Juan Bautista, “Herodías” (el tercer cuento). En una carta a su amiga Edma Roger des Genettes, dice: “Si me pongo a escribirla, eso me daría tres cuentos, lo suficiente como para publicar en otoño un volumen bastante divertido”. Llama la atención el adjetivo, “divertido”. No es la impresión que suelen provocar estos tres relatos, pero quizás resulte interesante considerarlos desde ese punto de vista. Además, el párrafo indica las expectativas que tenía el autor, que había pasado por una crisis: en 1875, desde el Hôtel Sergent, de Concarneu, en Bretaña, adonde había ido a descansar con un amigo, le había confesado a Edma: “Lo peor de la situación es que me siento fatalmente enfermo. Para dedicarse al Arte, se necesita una despreocupación que ya no tengo. No soy ni cristiano ni estoico. Ponto voy a tener 54 años. A esa edad uno no rehace su vida, no cambia de costumbres. […] En cuanto a la literatura, ya no creo en mí mismo, me encuentro vacío, lo cual es un descubrimiento que no da consuelo”.
A pesar de esta crisis (o quizás debido a ella, porque la escritura, el arte en general, surge de estas felices incongruencias), Flaubert dio a luz este volumen de relatos, que hoy celebramos en la nueva versión de Jorge Fondebrider, poeta y traductor que formó parte de la dirección del Diario de Poesía. Esta edición incluye, entre otros, un apéndice que lista las traducciones previas de los Tres cuentos al español: la primera, en 1891, por H. Giner de los Ríos; la última, de Francisco Luis Cardona Castro en 2013. En el medio, notamos las versiones de Consuelo Berges (1971), Carlos Gardini (1976), Luis Echavarri (1980), William Ospina (1990), entre otras notables. Lo prolífico de esta actividad traductora es un signo, por supuesto, de la fascinación que ejerce desde siempre la literatura flaubertiana.
La fama de Flaubert como artista metódico y minucioso en los detalles, a esta altura, es bien conocida. Al respecto, Fondebrider cita a Pierre-Marc De Biasi (a cargo de la edición de Trois contes para Flammarion en 1986/2009), acerca del trabajo previo a la redacción de “Herodías”: “La dificultad es tan intensa que Flaubert ha acumulado en algunas semanas una suma considerable de informaciones sobre los temas más variados, multiplicando las lecturas eruditas para abordar de la manera más ‘completa’ la cuestión.” A continuación, De Biasi procede a enumerar las fuentes consultadas y las preguntas a expertos: sobre topografía, arquitectura, religión, historia antigua, exégesis y estudios bíblicos, administración romana, los emperadores romanos, numismática, orientalismo, toponimia, astronomía, iconografía, etc. Cientos de páginas, cientos de notas, que luego el autor debía organizar, reescribir, transformar en una labor que le demandaba mucho tiempo. En marzo de 1876, Flaubert escribió, en otra carta a Edma, refiriéndose al cuento “Un corazón sencillo”: “Trabajé ayer durante catorce horas, hoy todo el día, y esta noche terminé la primera página”.
Todo esto llevaría a pensar que la lectura de los cuentos será fatigosa, llena de pasajes difíciles y con alusiones indescifrables. No es así; como sucede también con Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, la minucia y preciosismo de estos artistas de la palabra no dan como resultado una escritura incomprensible; son apenas la base sólida en la que se asienta su maestría del lenguaje y la narración. Flaubert incluso se permite manipular a gusto la información histórica, cuando la literariedad está en juego: el autor francés, dice Fondebrider, “compone un relato verosímil que, sin embargo, a los efectos dramáticos, altera a sabiendas ‘la verdad’ en algunos pasajes, si es que hay una”. Por lo tanto, algunos anacronismos, algunos datos inventados, algunas manipulaciones de acontecimientos históricos, son recursos del escritor para vigorizar su narración, para crear una “verdad poética”.
El traductor afirma que ha buscado “la mayor cercanía posible con el original”. Como prueba, aduce que ha respetado la particular puntuación de Flaubert, que no siempre obedece las reglas establecidas de la gramática francesa (al punto de que G. Philippe compiló en 2004 una serie de ensayos a partir de la pregunta “¿Flaubert sabía escribir?”), su empleo de los tiempos verbales (sobre todo, pretérito indefinido y pretérito imperfecto) y su uso idiosincrático de las bastardillas. A eso se suma la identificación de arcaísmos, neologismos y extranjerismos, que Fondebrider identificó y tradujo por sus correspondientes en español.
Un párrafo típico de Flaubert se reconoce por su cadencia de pausas y encadenamientos sintácticos y rítmicos, y suena como el siguiente: “Le soir, pendant le souper, son père déclara que l’on devait à son âge apprendre la vénérie ; et il alla chercher un vieux cahier d’écriture contenant, par demandes et réponses, tout le déduit des chasses. Un maître y démontrait à son élève l’art de dresser les chiens et d’affaiter les faucons, de tendre les pièges, comment reconnaître le cerf à ses fumées, le renard à ses empreintes, le loup à ses déchaussures, le bon moyen de discerner leurs voies, de quelle manière on les lance, où se trouvent ordinairement leurs refuges, quels sont les vents les plus propices, avec l’énumération des cris et les règles de la curée.” (“A la noche, durante la cena, su padre declaró que a su edad tenía que aprender la montería; y fue a buscar un viejo cuaderno manuscrito que contenía, a través de preguntas y respuestas, todo el deleite de las cacerías. Allí, un maestro le enseñaba a su alumno el arte de entrenar a los perros y de amaestrar a los halcones, de tender las trampas, de reconocer al ciervo por sus excrementos, al zorro por sus huellas, al lobo por la forma que escarba la tierra después de defecar, la manera correcta de discernir sus pistas, de qué manera se los saca de sus escondrijos, cuáles son los vientos más propicios, con la enumeración de los gritos y las reglas del encarne.”, pp. 120-121). Sin embargo, no está ausente la variación estilística, con párrafos más breves, contenidos, concisos: “Elle grosit. Il devint fameux. On le recherchait” (“El ejército creció. Él se hizo famoso. Lo buscaban.”, p. 132). De Biasi anota que el ritmo de estas tres frases cortas puede compararse con el estilo de Montesquieu, a quien Flaubert admiraba por encima de todo.
El novelista reescribía y corregía sin cesar; la primera oración (y párrafo) del segundo cuento, en su primer manuscrito, era: “Nunca hubo mejores padres ni hijo más educado que el pequeño Julián. Vivían acaso por eso, en la Edad Media, en un castillo…” Luego de la reescritura, quedó así: “Le père et la mère de Julien habitaient un château, au milieu des bois, sur la pente d’une colline” (“El padre y la madre de Julián vivían en un castillo, en medio de los bosques, en la ladera de una colina.”, p. 111). ¿Qué hizo Flaubert? Eliminó detalles no esenciales, la hipérbole (“Nunca”) y, sobre todo, su propia calificación (“mejores”, “educado”) para dejarle a quien lee elaborar su propio juicio. El traductor también señala, por ejemplo, que la última oración de este cuento (una oración en apariencia muy simple) tuvo cinco borradores. El mismo cuidado por el estilo se denota en cada palabra, en cada frase, en cada párrafo de los tres cuentos.
Tenemos aquí una edición profusamente anotada: en total, 525 notas al pie, incluidas las notas a la introducción y a los tres apéndices (El Apéndice I es la introducción de Marcel Schwob a su edición ilustrada del cuento “La leyenda de san Julián el Hospitalario”, en 1895; el Apéndice II, el árbol genealógico de Herodes el Grande; el Apéndice III, las traducciones previas de los Trois Contes al castellano). Este número de notas parecería agobiador, pero a la vez da cuenta de la labor intensa efectuada por el traductor, que pasó tres meses en la ciudad de París en 2015 (gracias a una beca del Centre National des Lettres), donde accedió a materiales imprescindibles y estableció contacto con especialistas del escritor francés. Algunas notas (las que me parecen más útiles) son explicativas y descriptivas; otras, referentes a las elecciones léxicas del autor y el traductor; finalmente, hay notas de tipo interpretativo. Fondebrider aconseja, si se prefiere “otra forma de lectura”, saltar las notas. Mi consejo, para quien se acerca por primera vez a estos tres relatos magníficos, es efectuar dos lecturas: la primera, sin recurrir a las notas; la segunda, una lectura anotada, que aporta enormemente, no tanto al deleite de los relatos en sí mismos, sino a la comprensión de los contextos en que se desarrollan.
La fascinación por la escritura flaubertiana continúa. Se lo advierte no solamente en las traducciones siempre renovadas (como la presente), sino también en las reescrituras, las versiones, los análisis ensayísticos y las interpretaciones iconográficas a que da lugar.
El crítico Angelo Rinaldi, al reseñar (L’Express, 25 de abril de 1986) la traducción al francés de la novela de Julian Barnes, Flaubert’s Parrot, (publicada originalmente en 1984), se quejaba de una versión teatral del cuento “Un corazón sencillo”, que por esos mismos días había visto en el Théâtre Français, con la actriz Denise Gence como Félicité, por la “manía de la adaptación”, “esa estupidez que consiste en creer que se puede trasvasar los géneros sin disminuir su magia”. Aun a riesgo de incurrir en queja semejante, recomiendo –además de la lectura de esta edición de Tres cuentos— ver la película Un coeur simple (2008), dirigida por Marion Laine y protagonizada por Sandrine Bonnaire. Quizás no le habría disgustado a George Sand. La magia no disminuye.
(Actualización septiembre – octubre 2018/ BazarAmericano)