diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Como la luz que viene de las estrellas
El señor de la luz, de Maurice Renard, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2011. Traducción de César Aira.

La editorial La Bestia Equilátera puso en circulación una de las últimas novelas de Maurice Renard, El señor de la luz, en una extraordinaria traducción de César Aira. Renard nació en Châlons-sur-Marne en 1875 y murió en Rochefort en 1938. Para poner en perspectiva su obra y trazar un recorrido de lectura lo más ajustado posible, convendrá no perder de vista estas coordenadas.

   Admirador de Poe en la traducción de Baudelaire y considerado como uno de los renovadores de la ciencia ficción, nuestro autor inicia su actividad literaria cuando, por un lado, el naturalismo y el simbolismo comienzan a dejar paso las revoluciones vanguardistas y, por el otro,  en el momento en que Julio Verne concluye su extensa producción novelística y H. G. Wells acaba de escribir sus relatos clásicos. El señor de la luz es de 1933; pertenece a su etapa de plena madurez, y es uno de los últimos textos que publica. En ese mismo año muere Raymond Roussel, uno de los autores más radicalmente experimentales de la literatura francesa.

 

    En esta novela hay dos aspectos formales muy claros que, me atrevería a decir, constituyen la marca diferencial con respecto a la producción de sus contemporáneos. En primer lugar, como se afirma en la contratapa, Renard apela a todos los procedimientos narrativos de la novela decimonónica.   El estilo deliberadamente llano no apuesta a acrobacias verbales y produce entonces el efecto de transparencia propio de los relatos clásicos. El lenguaje se pretende como un mero instrumento comunicativo que conduce al lector a un mundo ficcional y luego desaparece ante los hechos referidos. Más aún, por momentos un narrador casi balzaciano interviene muy discretamente para comentar algunos hechos, ordenar la secuencia de los acontecimientos y conducir con amabilidad al lector como un guía competente en un paisaje desconocido. Pareciera que estamos ante una novela cuyo reloj retrasa a una época anterior a las vanguardias y al modernismo anglosajón. Transparencia y cierto carácter de antigüedad son dos cualidades que se corresponden con un argumento en el que los cristales, la luz, el retroceso en el tiempo y la historia juegan un papel central.

   Entonces, nos entregamos de lleno a un texto de ritmo ágil y preciso, donde se trazan nítidamente los perfiles de los personajes, las descripciones de los escenarios y las circunstancias de cada acción. Los episodios se van encadenando de acuerdo a una habilísima dosificación de la intriga y el suspenso lo cual hace que, como en las mejores novelas de peripecias, el lector no pueda abandonar la lectura y ante cada vuelta de página se pregunte “¿y cómo sigue esta historia?”(Por supuesto, a partir de esta pregunta, puede pensarse en una afinidad estética entre esta novela y la obra del propio César Aira).

 

   Rita Ortofieri y el historiador Charles Christiani son dos jóvenes que se conocen sobre la cubierta de un barco y de inmediato se enamoran. Pero a poco de que descubren sus verdaderos nombres, se dan cuenta de que esa relación es imposible porque pertenecen a dos familias de origen corso enfrentadas por odios recalcitrantes que se remontan al siglo anterior.

   Algunos días después, y en medio de una amarga tristeza, Charles debe viajar a un viejo caserón de campo, propiedad de su familia. Los ancianos cuidadores lo han llamado porque durante la noche, en una habitación de altos, ocurren fenómenos sobrenaturales, posiblemente la presencia de un fantasma. Charles se manifiesta escéptico y atribuye todo a supersticiones propias de gente de campo; sin embargo los hechos que descubre esa misma noche cambian significativamente los destinos de los protagonistas y el tono mismo de la novela. En este preciso punto, aparece el segundo aspecto formal que contribuye a definir la singularidad de este libro: una serie de asombrosos cambios de registro genérico. Sin apelar en ningún momento a recursos formales vanguardistas (recordemos que no estamos ante Joyce), la historia de amor poco a poco se transforma en un relato fantástico de ribetes góticos que, a su vez, da lugar a una trama policial en la que no faltan escenas de la novela histórica y manejos de la intriga propios de los folletines. Renard consigue algo increíble porque, sin abandonar ese estilo narrativo clásico que señalábamos como primera marca formal, hace que la novela avance de episodio en episodio, pero también de género en género.

    El texto adquiere un nuevo espesor. Así como en el plano del argumento hay distintas temporalidades superpuestas (acontecimientos históricos y familiares ocurridos en el siglo XIX se van descubriendo a medida que avanza el relato e inciden directamente en el presente de la narración), el narrador va exhibiendo sutilmente capas sobre capas de tradición literaria y referencias a autores que muchas veces se hacen explícitas. El barco en el que viajan Rita y Charles hace una escala en una isla de ensueño, y allí los protagonistas  viven una historia romántica que el narrador califica varias veces de “novelesca”.

    Pocos días más tarde, Charles refiere esta aventura a Bertrand Valois, futuro cuñado y exitoso autor de vodeviles. A los ojos del joven dramaturgo, el amor imposible de Ortofieris y Christianis no puede sino recordarle la historia de Capuletos y Montescos. La sonoridad italiana de los apellidos acentúa este paralelismo. Un rato más tarde, Bertrand reconstruye la posible historia de un bastón que heredó de sus ancestros desconocidos y Charles, asombrado por esta capacidad deductiva, exclama: “¡Bravo, Sherlock Holmes!”.

   En aquella historia del siglo XIX hay un anciano que quedó como tutor de una jovencita. Se enamora de ella sin confesárselo nunca, pero la vigila celosamente día y noche para evitar que cualquier muchacho se la arrebate. Valois relaciona esta situación con los personajes de El barbero de Sevilla.

    Por su parte, al mejor estilo del Chesterton que admiraba Borges, aquel fenómeno que aparecía como sobrenatural encuentra una explicación racional satisfactoria, en este caso a través del recurso a la ciencia ficción. Gracias a esto mismo, los protagonistas pueden reconstruir un asesinato ocurrido el 28 de julio de 1835, en el mismo día y hora en que Giuseppe Fieschi atentaba infructuosamente contra la vida del rey Luis Felipe. La historia individual de un ancestro de los Christiani se entrelaza con la Historia Nacional en una trama fantástica-policial-romántica, en la que no falta un momento de elegía sensiblera, cercana a la estética de La Dama de las Camelias.

   Shakespeare, Beaumarchais, Alexandre Dumas hijo, Jules Verne y Arthur Conan Doyle. Renard consigue amalgamar estos universos estéticos sin producir el efecto de una mera superposición o sumatoria de elementos heteróclitos. Los diversos géneros se articulan como modulaciones de una misma línea argumental rigurosa y coherente, cuyo despliegue narrativo en ningún punto se vuelve pesadamente erudito sino, por el contrario, de una agilidad vertiginosa y una fantasía desbordante.

    Este es el “milagro” estético de Renard. No podemos pedirle más.

 

    

(Actualización noviembre-diciembre 2011/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646