diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“Escribir es como vivir en una tumba”. ¿Escribir es como vivir en una tumba? La escritura en Árbol solo está determinada por un fracaso ineludible: “No es un lugar seguro para las palabras / la poesía”. Vignoli reconoce que, si existe un lenguaje poético asociado al principio comunicacional, está destinado a perecer, es inútil. Si hay comunicación en el lenguaje, la poesía evade la norma: en ella, toda comunicación es imposible, se pudre bajo tierra. El fracaso consabido es generador del poema. Si es rotundo e indefectible, la escritura se empecina en evitarlo. Si escribir es como vivir en una tumba, Beatriz Vignoli parece decir habitémosla, luego nos vamos.
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Telegramas de humo, que no sean telegramas. Humo.
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La huella más visible de un entierro prematuro es la que dejan las uñas sobre la madera: el enterrado busca escapar, en vano. En el poema Cero, se lee: “así también quisiera / horadar yo la trama / que a mi pesar habito / y por el hueco huir”. El intento de evadir un espacio, de encontrar las fisuras, de llegar al final luminoso de un túnel: “No sé si estoy en el lugar equivocado, / si acecho inútilmente / algún brillo cualquiera”. Acechar inútilmente: transitar el túnel.
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En primera persona, el poema es “el agua que sube hasta los bordes”. La poesía no es proliferación y desborde, sino economía y precisión –“salvar los gastos” –, porque más allá de los bordes está el vacío: “Habitar la frontera. / Justo en el borde, pero / no marginal: ni adentro / ni afuera”. El poema sabe su derrota de antemano pero ofrece pelea; equilibra la línea divisoria y tensa sus variables hasta dar cero.
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Árbol solo lleva un epígrafe de Janis Joplin: “Somos feos, pero tenemos la música”. En el poema “Traductores” hay un indicio de qué música se tiene. En mi primera lectura, leo los versos con rapidez. Al terminar, los leo de vuelta. Y así otra vez, y otra. He leído este poema hasta transformarlo en mantra.
Lo único que se tiene es el ritmo. Algunas palabras riman, pero lo que necesariamente establece una música es la conjugación métrica: tres endecasílabos (primer, cuarto y séptimo –y último– verso) y cuatro dodecasílabos (distribuidos en pares entre los anteriores). Métricas similares que, puestas en conjunto, y marcadas por una sintaxis pausada que anula la posibilidad de encabalgamiento, constituyen el compás del poema, la música que se tiene. La rima, por su lado, casi imperceptible, pero presente, también contribuye a que “Traductores” pueda pensarse como un dispositivo sonoro perfectamente calibrado. En él, leemos relojes, diamantes, palabras que se trasladan de un sistema lingüístico a otro para convertirse en palabras nuevas, como los minerales del reloj de arena que se deslizan de una ampolla a otra para representar algo distinto: minutos. Hace un tiempo, un amigo me habló de los poemas de Beatriz Vallejos como “pequeñas artesanías”; la poeta artesana. La escritura de Beatriz Vignoli puede concebirse como el trabajo del joyero, que analiza la calidad del diamante, o como el armar y desarmar del relojero, que calibra la mecánica del tiempo. Cuando miro los siete versos de “Traductores”, veo la forma de una caja diminuta. Al escuchar en su interior, llego a la conclusión de que podría concebírsela como una caja musical; un engranaje rítmico y sonoro al que Beatriz Vignoli da cuerda. Esto puede reflexionarse en torno a otros poemas de Árbol solo, aunque mayormente es visible en “Traductores”. También es posible leerlo en “Alba cobalto”, del siguiente libro de la autora, Luz Azul. Me hubiese gustado escribir esos poemas.
(Actualización julio - agosto 2018/ BazarAmericano)