diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En los poemas de Fabián Iriarte de Al comienzo era solo un murmullo, hay flores, lirios y calas, que se vuelven botones, violento placer, adornos o un mundo de fascinación en un "jardín de palabras". Entonces, si el jardín de las palabras murmura con el viento, las flores que "se usan para expresar/ el amor a vivos y muertos" son los poemas que bajo la luz advienen casi la flor de loto que atrapa a los seguidores de Budha, para que nos pasemos una vida contemplando "la piel (que) es como una seda arrugada" y así llegar al centro que "es su corazón".
Podríamos leer en ese jardín, entonces, una teoría de la lectura del poema, donde los lectores son atrapados por flores poemas potentes, dejándolos casi en un murmullo mudo del sentido que, sin embargo, se da allí, pleno, en ese encuentro sin agotarse porque "si hay que explicar la metáfora/ la pérdida es enorme". La cuestión no pasa por encontrar el sentido pleno en ese jardín, si no, entonces, por dejarse atrapar en la metáfora flor que es en medio de la luz, del viento, de los árboles. De allí que si los poemas flores nos atrapan, la "resistencia se manifiesta en todos los fenómenos" a partir de una desconfianza escéptica que aparece súbitamente, que se mete en la voz y desde la voz hace de ese jardín florido una metáfora mayor ya no sabemos muy bien de qué, porque estamos ahí, leyendo, atrapados por el centro de la flor de loto que no nos deja decir si no experienciar el poema, su fuerza, su corazón. Y ahí está la potencia de los poemas de Iriarte, en esa cautividad a partir de una voz que murmura y deja oír algo que sin embargo no se oye del todo, apagado en el ruido de las palabras.
Pero también, porque cualquier explicación es pérdida, podemos leer en esos poemas flores, una teoría de la escritura del poema. Se escriben en la repetición los poemas flores porque "La vez segunda, o tercera, / o ciento catorce, delata cambios perceptibles". Se trata de una escritura que entre la monotonía de los hechos iterados y la melodía o paralelismo de las notas musicales insistentes, evidencia un cambio perceptible en las palabras del jardín, una disonancia o una diferencia irreductible e inasible a lo que fue y a lo que seguirá. Casi en la estructura de la progresión versal que itera o anticipa el verso que vendrá, los poemas flores avanzan, pero para singularizarse en la repetición de formas o temas, porque "la máquina de registrar/ registra su propia imperfección" y también como en los patrones rítmicos, el poema suena, como señalara Oldrich Belic, cuando frustra su expectativa y un verso hace lo que no debiera. Si en los poemas flores no hay monotonía ni melodía o paralelismo, es porque toda flor deviene una mónada irreductible a su repetición en el jardín. Se escribe como florece un cambio perceptible, una singularidad que hace evidente la imperfección de la máquina y no su perfección sin fisuras, o sea, su infractalidad en devenir. Los poemas flores se escriben en singular, están en común en un libro jardín, pero no son comunes.
De ahí que, en ese jardín, no pueda haber más que una desconfianza escéptica radical presente en "el ruido del tiempo" (...) "casi en un vacío de imágenes". La voz potente que se afirma allí, desconfía de los poemas flores mismos, porque sabe que son parte de ese ruido, de un murmullo que no se detiene y que está destinado a su pura caducidad. De ahí que los poemas flores salten en los extremos de una melancolía chispeante entre pathos opuestos, como las gotitas del vino aristotélico del “Problemata XXX”, donde metaforiza el humor bilioso. Saltan, sí, entre la angustia, el dolor y la alegría; entre la violencia sangrienta y la contemplación budista, entre el pasado que fue y el presente que es. Se trata de una melancolía que hace descalabrar los tiempos entre fantasmas transtemporales que se convocan: Nietzsche, Edith Piaf, Goethe, Robert Browning, entre otrxs, que aparecen y reactualizan en su diferir una flor ya dada, pero que se niega a morir en la escritura de Iriarte. Es, entonces, una melancolía que advierte la ruina del tiempo, su ruido y que, por pura desconfianza en lo que es y ha de morir, vuelve sobre los fantasmas para hacerlos vivir, refulgir, de nuevo en el presente, en una flor de este jardín de murmullos desde donde tendrán una chance de futuro.
Además, los poemas también florecen en un extrañamiento radical. No se trata de un procedimiento formal de extrañamiento, al estilo formalista o vanguardista, sin embargo; si no de uno que se respira como atmósfera entre los poemas. Es la voz y el imaginario los que están atravesados por un extrañamiento radical, que coloca al poeta y su voz, siempre, en una extranjería sostenida en "los bordes" de la realidad. Porque, ¿dónde está ese jardín? A veces, parece un jardín oriental budista, otras veces, uno chino o japonés en la composición de imágenes irreales. Pero otras, ese jardín parece francés y hasta estadounidense en su laconismo o descriptivismo realista. Y cuando se nombra argentino, es para ubicarlo en los bordes vascos, donde "fascina la extrañeza de sus nombres" ante "su falta de prestigio en la historia argentina". En otros momentos, el jardín argentino se vuelve una "típica argentinada" donde "nada asegura/ que estarás a salvo". A partir de un extrañamiento del locus, en un fuera de lugar esencialista desde la adscripción nacional, el jardín se convierte en inclasificable, inesencial y no identitario, donde las palabras se contactan entre las citas en lenguas diversas como preguntas que no se responden. Ese extrañamiento del locus se traslada, entonces, a la voz poética que se sitúa en los bordes de la realidad para convertirse siempre en un migrante marginal (como los vascos en Argentina). Se trata, entonces, de un jardín donde florecen poemas en los bordes de las lenguas y en los bordes de cualquier clasificación identitaria esencialista y, de este modo, Iriarte se convierte en un poeta migrante.
Y por esa cualidad migrante, siempre en movimiento, si se produce esta salida hacia afuera mediante el extrañamiento de la voz, también aparece una hacia adentro, en los poemas provincianos, donde los héroes de las ciudades pequeñas "no son conocidos" por la "pureza del dolor y el aislamiento". La tristeza de la "vida provinciana" como un límite extraño en el presente urbano de ciudades globales, sin embargo, es la que motoriza una aporía rimbaudiana, puesto que "en pleno campo,/ puedo ver mi yo como otro". Migrante hasta lo provinciano donde se migra de sí mismo hacia otro, pero en una típica argentinada, esa voz de los poemas florece en la soledad acompañada de fantasmas como si fueran siempre "noticias de un país extranjero" para quien escribe y lee.
Y desde allí, cuando lo migrante se pasa por el microscopio del poema, se vuelve aterrador, pero revela, por esto mismo, su condición de deseado en el insistente placer violento que emerge siempre a lo largo del libro entre esos devenires que se perciben en los bordes de la realidad, bruscos, y que son saltos de una flor a otra en un mismo libro, casi la gotita de este poema con el que cierro para abrir la puerta al jardín de palabras que Fabián Iriarte nos ofrece como respuesta a una pregunta que no se formula:
"El microscopio”
Examinemos esta gota de rocío
bajo la lupa potente del microscopio.
Tiene un aspecto aterrador.
No veo el momento en que se hinche
y reemplace el mundo tal como lo conocemos.
Entonces, responderé a la pregunta
sobre la utilidad de la violencia."
(Actualización julio – agosto 2018/ BazarAmericano)