diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Decir que “el ascensor se manifiesta por sus efectos” es una forma tan elegante como esquiva de esbozar una definición (provisoria, por supuesto) de literatura. Teoría del ascensor es un libro armado a partir de una lógica de conjunto donde los textos, los segmentos, encuentran un lugar común justamente por su carácter evasivo y la indecisión que exhiben. Digamos, entonces, que configura un doble movimiento de afirmación y dispersión sobre el concepto de literatura: el examen ensayístico se despliega mediante la recurrencia de ciertos tópicos para luego hacerlos estallar justo antes de su afirmación. A riesgo de ser escandalosamente infiel a la obra, voy a decirlo más directamente: Teoría del ascensor es exactamente el punto donde confluye la literatura y la reflexión sobre ella, con una altísima precisión analítica y narrativa.
El rodeo de la prosa al que Chejfec nos tiene acostumbrados se encuentra en otro nivel. La escritura indaga la indecisión como concepto y como forma; en otras palabras, el intento de definirla resulta a la vez respuesta y efecto para cada objeto o circunstancia abordado. “En cada decisión inminente hay una batalla a enfrentar contra todo sentido prefijado” es una premisa que resuena tanto para el accionar de un sujeto (por ejemplo, las presentaciones variadas del “yo”, ensayando cuál resulta más adecuada) como para la escritura misma. De esta manera es que se abre la narración, con la exhibición de la incertidumbre y con el final de una lectura: “a punto de cerrar el libro [¿este u otro?] aún ignoramos de qué se ha tratado”. El despliegue de una cartografía siempre inexacta con respecto al territorio es otra operación que resuena al pensar en qué pasa con la espacialidad en este texto fragmentario. A primera vista, difícilmente diríamos que las partes hacen un conjunto; si afilamos la mirada, los unifica no solo el “estilo” sino la pregunta sobre lo disperso. Tensionados por la paradoja, puede decirse que justamente en la dispersión encuentran su lugar común. Cuando no son devaneos, son recorridos espaciales por diferentes ciudades que recuperan situaciones bastante nimias pero que resultan una oportunidad para la reflexión. Desde este punto de vista, Teoría del ascensor por momentos se parece a una libreta que acompaña a ese “yo” de la escritura y lo pone a registrar aquello que piensa de lo que sucede, lee o escucha.
El gesto de comenzar con un final anticipa una de las iteraciones de Teoría del ascensor en particular y de la obra de Chejfec en general, que es la operación de dislocación. Su efecto se actualiza en la suspensión de algunas certezas con respecto al quehacer literario, como sucede con la relación siempre en tensión entre el autor y el conocimiento de su obra (y aún más tensionada al poner en juego los problemas de la traducción), la representación como garantía o resultado de la narración, o las coordenadas de espacio y tiempo como organizadoras a partir de un criterio de linealidad o continuidad. En este marco, este narrador coloca su mirada incisiva en la noción de experiencia y su vinculación con las posibilidades del relato al interior de la literatura. Por un lado, la experiencia es definida como la “dimensión compartida” entre literatura y realidad –atendiendo a que la narración avanza con la intercalación de casos “reales” (así, entre comillas como pide el yo de la escritura)–; por otro, se ha diluido la confianza en la representación ajustada de los hechos, por lo que cada situación narrada es aproximación e intento fallido.
La encarnadura esquiva del sujeto, dada en parte por la oscilación entre primera y tercera persona del narrador, resulta uno de los aspectos quizá de mayor elaboración en este juego de dislocaciones. La prosa ensayística habilita momentos de desarrollo conceptual como el cruce entre mirada y subjetivación, resultado de un comentario teórico de la mano de Barthes. Desde ahí afirma que “la misma subjetividad es una condición para desplegar esas miradas y registros que se revelan mejor como puntos de observación, como ‘testigos’ de la representación documental que ejecutan”. Tangencialmente arroja aquella desconfianza por la factualidad de lo narrado hacia la pregunta por ese “yo” en la escritura o la escritura del “yo”, que desarrolla como conceptos en ese momento ensayístico, entre otros, acerca de la mirada documental. Este registro, entonces, se convierte en un mecanismo de subjetivación: la documentalidad instala al mismo tiempo la posibilidad híbrida de narrarse y salir de sí por efecto de su autorreferencialidad y de su carácter de testigo.
Al asociar una forma de mirar con una manera de estar en el mundo, el dispositivo de escritura se convierte también en uno de lectura: otra de las recurrencias de Teoría del ascensor opera en las lecturas críticas de literatura y cine que refractan en los procedimientos de la escritura misma. Entre las y los leídos se encuentran: Mercedes Roffé y la relación equívoca entre el título y la obra de ella, los poemas de definiciones y las construcciones verbales que quieren hacerse un lugar mediante la autoexhibición; Martín Caparrós y el lugar de los lectores como aspecto a tener en cuenta (o no) en su escritura, su estilo que fricciona lo público y lo privado y la expansión de los límites de la literatura a partir de los materiales seleccionados; Juan José Saer y la recepción de la traducción de Glosa –la novela cuyo problema principal gira en torno a la imposibilidad de reconstruir un relato– como The 65º years of Washington; Antonio di Benedetto y la pasividad leída como desacople en los personajes de Zama, atendiendo a que sus obras siempre deambulan alrededor de la imposibilidad; Carlos Ríos y el desajuste entre la escritura para la lectura silenciosa o la oralización a partir de “Nosotros no”; W. G. Sebald como el escritor de la experiencia del observador; Béla Tarr y su película The man from London resultan una ocasión para señalar el desbalance entre la objetividad y subjetividad del punto de vista de la cámara; el par que arma entre Carlos Drummond de Andrade e Igor Barreto, relacionando la compilación El campo / el ascensor y unos versos del brasileño a partir de convertir al “ascensor” en una herramienta crítica para leer al venezolano.
¿Qué tienen en común las bibliotecas caóticas, donde se juntan manuales, libros de poesía y de autoayuda, con las guías telefónicas? Pensadas como lugares donde se reúnen nombres de escritores, desarma una lógica prefijada por una nueva que, en este caso, propone otra espacialidad. En ambas figuras, Chejfec lee documentos de simultaneidad, donde los nombres conviven entre sí sin jerarquías ni criterios de valor, incluso instalando la potencialidad: todos los nombres de la guía son de escritores de hecho o posibles. Esta operación de reunir conjuntos desde principios anómalos, poco usuales, también subyace al conjunto de postales que CG colecciona y se relata hacia el final; en sí mismas guardan un carácter autónomo (están dispersas por haber sido enviadas a sus destinatarios), pero arman una serie o conjunto, un tipo de instalación no tanto por aquello que muestran sino por la corrosión que presentan, manchadas y agujereadas. Las postales muestran vistas de Caracas, fotografías donde puede verse, en su mayoría, la ciudad desde una perspectiva aérea. Como si ese conjunto disperso formara un abordaje siempre insuficiente de un espacio, sumando puntos de vista mientras se sabe que nunca será suficiente. “Porque CG había querido blandir estas postales como segmentos de experiencia concreta”: una prueba barthesiana que afirma “pasé por esto” gracias al efecto de documentalidad. Y es el deterioro material donde se concentra esa fuerza probatoria, y no en la representación del referente fotografiado y seguramente editado: “los huecos auguraban posibles recorridos, y conectaban no sólo puntos distantes, y de relación inverosímil, de la superficie urbana que exponían, sino también momentos diferentes de la cronología”.
Por último, la deriva narrativa sobre los ascensores que le da título al libro está en el medio, el lugar menos misterioso de todos: ni viene a anunciar un sentido unificador, ni viene a resolver al final la incertidumbre que va cosechando quien lea esas páginas. Por supuesto, resuena también en este aspecto la simultaneidad de las piezas: como si uno pudiera empezar el libro en cualquier parte. La anécdota o situación presenta al “vehículo de navegación vertical” como ocupador de los pensamientos del personaje (¿es otra vez la primera persona proyectada en una tercera?) al punto que llega a inmiscuirse en un sueño de un futurismo retro, en el que las trayectorias de unos ascensores permitían desplazamientos diagonales y de marcada lentitud, alcanzando 30 minutos adentro de la cabina. Decir que esta figura ramificada y digresiva de un recorrido que se considera lineal, como un texto, constituye una analogía quizá sea poco, además de desacertado o impertinente para el juego que propone esta narrativa. Por lo menos falta especificarla un poco más: no se trata de un ascensor cualquiera sino de un paternóster, un sistema con dos cabinas paralelas sin puertas que nunca detiene su lentísimo recorrido (los pasajeros suben y bajan con tranquilidad sin necesidad de que frene). Mientras una sube, la otra baja; no entran más de dos o tres personas en cada una. Pero esta descripción tan precisa del dispositivo, para Chejfec, es un error que no deja de ser explicativo por ser gráfico. A mayor precisión, menor correspondencia. La difusión gana en explicación. Teoría del ascensor se asienta, en definitiva, en la imposibilidad de fijar sentidos, en la provisionalidad a la manera del tiempo transcurrido durante el trayecto sin pausa de la cabina sin puerta.
(Actualización julio – agosto 2018/ BazarAmericano)