diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Cada mañana Reinaldo Laddaga escucha la tortuosa lectura de los pasajes que su padre escribe durante las noches también tortuosas de creación. Es apenas un niño y no sabe aún que esa operación se repetirá por años, que su homónimo ensayará “seis relatos extensos” antes de morir, y que será él quien reescriba esas historias. Un prólogo a los libros de mi padre se construye así como un relato en donde van a cruzarse las obras del ausente, el pasado familiar y los ecos de una vida marcada por la literatura.
Durante su juventud, Reinaldo Laddaga roza el éxito. Una prometedora carrera de futbolista lo lleva hasta el límite de la consagración y, desde allí, cae. Más tarde se convertirá en arquitecto, pero al promediar la década del setenta comienza a imaginarse como escritor. Los primeros pasos reponen ciertos rasgos de la infancia y de las fábulas biográficas literarias: se aparta de las personas en un melodramático altillo pergeñado para discurrir en las madrugadas. En degradé, las acciones se despliegan sobre el trasfondo de la ciudad de Rosario.
Lejos queda la familia y el contacto con un mundo que progresivamente se adelgaza. La obra ha comenzado a gestarse con matices quijotescos, según recuerdan las palabras de su madre: “Las consecuencias económicas habían sido severas. A veces, se refería a la consagración de mi padre a la literatura como un signo de virtud, pero con más frecuencia la describía como un indicio de locura”.
A partir de entonces, el hijo, el lector mismo, perderán el registro de una figura que vuelve a perfilarse sólo entre escritos que funcionan ahora como parte de un legado ambiguo. La imaginada biografía del progenitor se irá completando en el prólogo de sus primeras narraciones: “Los parientes”, “El orgullo y la vergüenza”, “Aventuras de un escritor aficionado”.
De esta forma, el entramado cubrirá los argumentos de esos relatos olvidados, aunque sometidos en la novela a una tarea de rechazo, descubrimiento y reescritura. Desde un principio, la empresa paterna conjugaba la inocente soberbia del escritor novel con el desconocimiento del oficio y de los círculos literarios: “Lo curioso, lo inexplicable es que, luego de escribir sus primeros relatos, que emergieron como una sorpresa, comenzó a pensar que era el mayor escritor de su tiempo”.
Así, no es casual que este hombre recurra a la autoedición y que sea su hijo el primer, y posiblemente “último lector”. Los defectos aparecen apuntados en las relecturas de su obra, en la percepción de una vida dedicada a un sueño vano: “La prosa de mi padre, a esta altura de su desarrollo, es desesperadamente llana”. O, sobre las páginas finales, el sentimiento repetido: “Para un hijo de mi padre, son especialmente dolorosas porque manifiestan estados de enorme sufrimiento y también una incompetencia literaria muy grande”.
Sin embargo, los relatos tienen la virtud de prolongarse, de servir como prólogo a esa otra voz que fluctúa entre el trauma y la identificación. A la voz del hijo, de Reinaldo Laddaga, que se acrecienta en el texto dejando marcas autobiográficas, giros propios de la autoficción y recortes de crítica literaria.
A medida que el comentario sobre sus libros avanza, mientras el progenitor se traslada todavía más en la soledad de la escritura, la novela se pliega también sobre procesos de ficcionalización determinantes, en una serie espejeante de traslaciones. Los personajes de los relatos son su padre, son él, él que reescribe las historias y recrea personajes: “¿Quién habla aquí? Mi padre. ¿Pero mi padre no era Progota? Sí, Progota y ahora también Amo. ¿Y quién es Amo? Por el momento no sabemos nada de él”.
Por entre las líneas de Un prólogo a los libros de mi padre se dirían dos momentos significativos acerca del ejercicio literario. Una, quizás indirectamente dirigida a la ausencia de referentes actuales definidos, de escritores que antaño funcionaran como “padres de una generación”, rastro que nos llevaría a pensar en esa vuelta sobre el plano íntimo y familiar que el protagonista establece en la filiación de su obra. Otra, anclada en la producción y la recepción actual del texto literario.
Por una parte, el retrato de un escritor aficionado que explora la dimensión privada de la creación frente a la naturaleza “pública” del escrito, que autoedita las obras y hace de esa “empresa” su profesión, aunque no lo sea. Una suerte de viaje a los aprioris del oficio, más allá del beneficio inmediato, material. Por otra, en una época donde las formas de difusión y lectura se transforman, la percepción de ese lector ausente, único y anhelado dinamiza también múltiples interrogantes.
“¿Es posible morirse de falta de lectores?”, se plantea en la novela. Después de la muerte, luego del infarto del padre y en sus relecturas, surge la respuesta compensatoria del hijo: “Todo el mundo fallece, todo el tiempo, de este modo. Pero desde que supe lo que había sucedido, horas más tarde, creí que había muerto porque nadie leía sus libros”.
(Actualización noviembre-diciembre 2011; enero-febrero 2012/ BazarAmericano)