diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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(…) Vas a contar la historia del barco podrido…
¿Y cuál es la historia del barco podrido? – preguntó el gordo.
… eh… que hay un barco… eso… podrido, que estaba podrido y… en el Paraná, con los crotos, que somos terribles.
“La tinta que arde dentro de ti ya no arde”.
Diego Meret. El podrido.
Entre tantas impresiones que nos marca El podrido, la última novela de Diego Meret -y digo nos marca como lo haría una tecla de máquina de escribir de un golpe en la retina- elijo seguir dos de esas huellas. Confiando en decisiones de Abel, el protagonista, rastreo como él rumbos bifurcados. En su caso fueron el rumbo que le marcaron los pies de la anciana muerta tras la crecida prodigiosa del Paraná (69-120), y también su detenimiento en una observación: “Acá se da todo de a dos, de a pares” (…) Como los negros, que los dos son negros y de Brooklyn. Wright y yo somos porteños y poetas” (44). Al inicio de la novela, Abel regresa a su pueblo de infancia como “forastero y pródigo” (12).
Así, El podrido vive en un barco y en un escritor podrido de escribir. No sólo este doblez. Dentro de estas podredumbres se juegan tensiones terribles -como los crotos, quienes, como la inundación, y ella como uno de sus ejemplos- que se cortan, se azoran, se soportan en un equilibrio demente de desproporciones.
Estar podrido de escribir, quedar devastado por trazar una nota de tres líneas “sentir el cansancio, el hartazgo de escribir” (31); abandonar la vida de escritor, la literatura que le arruinó la vida, para no explotar, pero a la vez aseverar inmediatamente después de esa afirmación -por otra parte escrita, en una carta- “Sin embargo, voy seguir escribiendo y tengo en mente un circuito de lecturas” (52) crean la tirantez entre dos estados que se corta y flota en El podrido, y deja avanzar, desbordando toda orilla, un relato sobre una inundación fabulosa del Paraná y una escritura que rebalsa en ese soltarse de lo tirante, como una tinta revuelta de exageraciones.
Mabel, la esposa abandonada por el escritor, lo sabía. Quizás por aquella vez que Abel inventó para ella un juego de palabras “Mabel, lo único que nos diferencia es una M, y mirá vos, la M es una cima separada de otra cima por un abismo” (30). Quizás porque lo intuía en su letra de poeta, por la que sentía repulsión: “repulsión por la letra tan pelotudamente bohemia de Abel, que Mabel había bautizado tiempo atrás de intencionadamente triste” (50).
El escritor que viaja a Madrid para presentar su única novela que ya no le gusta ni entiende; que no tiene ni un “insignificante brillo” (127), como sí la poesía: “porque como buen poeta, pero no en el sentido de la buena poesía, sino en el sentido de la luz, clarificaba…” (79); que conoce, se enamora y presencia el degollamiento de Borges, vuelve al lugar donde transcurrió su infancia, donde vive su padre Luciano, donde vive y trabaja su hermano Josué, todos soldadores y torneros, para trabajar el hierro, ya podrido de escribir.
El hierro forja otras escrituras.
Su ensayo de dejar el mundo de las letras se ve amenazado por su propia imposibilidad de desviamiento.
Una noche tras terminar su jornada de trabajo Abel sale a caminar, se sienta en la plaza del pueblo y lo que hace en ese descanso es leer la cartelera sobrecargada de la Municipalidad. Detenidamente lee el alboroto de información como una “especie de monstruo que impedía o derrotaba voluntades” (21), lectura que le provoca un “cansancio tremendo y un dolor de cabeza” (22).
El recorrido nocturno -que comienza a conectarlo con su nuevo lugar para habitar el mundo- que continúa por las aún definidas orillas del Paraná, lo hace volver por encuentros fortuitos y extravagantes, a otra plaza. Allí hay juegos infantiles de hierro que reconoce, lee como fabricados por su hermano “porque tenían mano, su ritmo de artesano entrenado y, además, porque tenían el sello del taller: una especie de Z, como la del Zorro, aunque también parecía una J con un diseño medio… o también parecía la cabeza un ratón, pero sobretodo una Z (22).
En el hierro, en la soldadura, también se escribe y se lee, con el cuerpo, como si no pudiese escapar de una trampa existencial que el mismo forjó. Eso le había explicado a su hermano antes de llegar. Soldar era una de esas cosas que no se olvidan y aunque creía haber perdido la sensación corporal de “fuerza y sutileza de la que todo soldador debe ser portador” (12) recuperó rápidamente su destreza. Josué escuchó esas impresiones de su hermano como a una autoridad en materia de palabras, porque Abel era poeta. Abel siempre se quiere poeta. Y ese punto actúa como equilibrista por ese hilo tirante durante la tensión, el corte y el desborde del agua.
Ese punto brilla.
Ese punto, lo poético de Abel, actúa creando una orbe de excesos que anida en desproporciones que van desde la inundación del Paraná, que se va tragando al pueblo, hasta la existencia de seres portentosos, descomunales. Inolvidables.
A nada podemos aprehendernos casi nunca en la lectura, y es una de las mejores vicisitudes de El podrido esa corriente, ese inevitable dejarse llevar. Pero a la vez, existen esos dos eventos opuestos, inseparables a los que acariciamos muy de pasada o vemos persistentemente como un faro fantasma, siempre con el agua encima: el estar podrido de escribir y seguir escribiendo, y la desproporción que surge de esta tensión impotente. De repente, esa impotencia se hace barco que surge de un punto negro desde el horizonte: “El punto pasó a ser un barco lento, podrido y oxidado: su tripulación parecía una banda de piratas” (99).
La tripulación está compuesta por personajes de otras escrituras de Meret. Llegan de la novela La ira del Curupí, del cuento “Vida de pueblo”. Andrés Centurión, su amigo de Ituzaingó, Monet, el sensible croto impresionado, impresionista de La ira, devenido aquí capitán del barco, un capitán respetado, ensimismado, que hace la plancha un día entero en el río, hasta que su esquizofrenia le retira el liderazgo que pasa a manos de Abel.
Abel, que escribe y no escribe explota en la forma a la que su ser parece aspirar y afirmar con constancia. Lo asegura desde principio a fin: el punto: “yo soy un poeta familiar” (125). Lo demás se vuelve una fuerza indeterminada que la inundación revuelve para habitar esa tensión del estar podrido, del estado de podrido. Y de allí nacen las desproporciones.
Su padre “Hablaba, por ejemplo, del perro gigante que crió al llegar a Ituzaingó. ´Era alto como un hombre´, decía. Y todos sabíamos que el perro que tuvo cuando llegó a Ituzaingó era un mestizo pequeño como una rata” (14).
El grado extremo de distracción de Abel quien espanta como si fueran moscas las balas que le disparaban los prefectos borrachos desde el río, mientras él permanece sentado en la orilla (15-6).
La pared de la casa de los Centurión, con su puertita diminuta “como para la entrada y salida de personas en miniatura” mientras que los Centurión medían más de un metro ochenta “y por eso era un espectáculo asombroso ver brotar a un Centurión de esa pared” (27).
Abel enloquece con los contrastes de discordancias, los capta con su percepción fina mientras los demás levantan los hombros como si nada pasara. Como con Grodo, el equilibrista del circo que llega al pueblo, quien midiendo dos metros mantiene el equilibrio en la cuerda floja (20). Y así comienza a ser el balancearse de la lectura. En eso se transforma explorar El podrido.
Los excesos se intensifican en la segunda parte de la novela. Ya formado el grupo de amigos singulares: los crotos Monet y Fonseca, el basquetbolista Sarik, Andrés, el ruso Popof, y Abel, se van a acampar. Mientras cruzan una zanja llena de alimañas cuyo griterío se oye, Fonseca “en un movimiento súper diestro, sacó su machete y arremetió contra el agua. Dicha muestra de destreza y carácter casi le costó un ojo a Andrés, quien, sin embargo, ni se inmutó. Tampoco manifestó bronca. El escándalo que produjo el machete sobre el agua fue mayúsculo” (59).
Los “gordos con sus anteojos espejados” arriban al campamento en una de sus camionetas y Popof degüella a uno de ellos. La incredulidad de todos ante esa escena repentina y su desatada transgresión vira enseguida en una risa a carcajadas inexplicable que todos perpetran ya subidos a la camioneta del degollado (63).
Al despertar, cuando ya es inminente la crecida del Paraná, Abel ve, tras un montículo de tierra, a una liebre que crece hasta alcanzar el tamaño de “tres personas, paradas una sobre otra”, una cosa “de pesadilla”. Su barbaridad se sigue abriendo paso cuando la liebre toma la palabra para ordenarle a Abel que él y su gente “no deben continuar”. Abel le pregunta por qué le dice eso y encima siendo una liebre, cómo siendo liebre le dice una cosa así, no sólo le habla, sino que dice “eso”. Luego de la conversación la liebre vuelve a su tamaño natural (87-8) y deja uno de los más inquietantes y preciosos pasajes de la novela. El encriptado imperativo de la liebre gigante queda intacto en su enigma y el Paraná, de repente, avanza.
A pesar de que no llovía desde hacía semanas, un “enorme espejo de agua” los alcanzó, una ola los arrasó y Abel sobrevivió por la bella intervención de un pez: “Abel, de golpe se encontró solo. Salvó su vida gracias a la intervención de un pez que, como una sirena buena, se le puso cara a cara y le marcó el camino. Podría ser un Surubí, porque era un pez más largo que él. No tuvo miedo ni lo pensó dos veces, se agarró de los bigotes del pez, cuando ya no le quedaban fuerzas, y se dejó llevar hasta la superficie. Llenó sus pulmones y nadó hasta una nueva orilla” (69).
Mientras las aguas marrones siguen creando orillas y más horror, Abel ve a un monstruo, “un hombre negro de cuatro metros de alto por dos de ancho” (75).
Toda orilla se desdibuja. El barco podrido, con su precaria materia sostiene todo tipo de seres al borde, que en su ocio, decisiones, extravíos, en su ir sin rumbo lo transforman en una especie de barco de los sin-logos.
El barco podrido, “superpoblado”, sobrecargado (103) llega hasta Abel y Lamboré, un nativo de la isla Apipé que en los avatares del desastre se une a Abel en la huida del agua. Ya unidos a la tripulación sobrellevan toda clase de caprichos y ridiculeces, generalmente dirigidas, al azar, por el oscuro capitán Monet. Abel no encuentra su lugar en el barco. Excepto en un momento en el que el poeta habla y dice “el hombre y el río” (110).
La crecida del Paraná se escribe a la vez que se crean y desbordan, se crean y desbordan y se crean para seguir desbordándose orillas. Orillas y desbordes que trazan diversas removidas que traen y llevan digresiones voluptuosas, que nos mueven como lectores arrastrados por las mismas aguas demenciales que mueven al barco. Así, en las orillas, recreadas y vueltas a crear –como apunta Francisco Garamona en la contratapa del libro- se escribe esta delicada y feroz literatura. Esta experiencia escrituraria de letras soldadas en corrientes que forjan en el agua y en el hierro la poética iluminada –como el sol que todo lo castiga y todo lo adormece- de un escritor podrido de escribir que al escribir ese hastío inaugura un tiempo nuevo, no lineal, donde la sensación de certidumbre se consume como si la escritura se desvaneciera luego de ser leída y jamás pidiéramos releer lo mismo. Y Borges, en sus diversas apariciones, refuerza este desvanecimiento. Abel lo sabía. Es el riesgo de escribir. Una obra que desaparece ni bien se crea, como su obra que se disipaba o huía, como la de Bajtin, en manos de Alfonso, su compañero de pensión quien se fumaba sus papeles. La escritura -la escritura llana, intensamente visual, furiosamente tranquila- queda desconcertada entre la marca imperturbable marcada en el hierro y las siluetas acuáticas que cambian y se atenúan hasta no ser.
No quise que el agua bajara, era como si temiera una última gota de tinta. Pero bajó. Sobrevivieron la familia y amigos de Abel, y Abel. Mabel volvió un día. Y por las noches caminaban hasta la orilla provisoria, a pasear. Lo podrido estropeó, desgastó un tipo de escritura que se hartó de sí misma, no obstante, no puede dejar de ocurrir porque podrida aún abre sus velas y expone su propia e irreductible podredumbre como un salvataje incierto, tirante, magnífico y una fiesta de desproporciones.
De repente, Meret usa las últimas palabras de la novela para volver al sol. Desde la primera página cuando “el sol ya lo había cubierto todo” (11) hasta la última donde su castigo está “cargado del murmullo de los montes” (138), El podrido se dedica en su flotar sin rumbo a fraguar marcas, astucias, cifras, elevadas a las máximas potencias. En el agua y en el hierro, el exceso se marca como si solo así, en el colmo de lo sin borde, de lo sin logos, del hartazgo de la literatura, solo así se pudiera, a la vez, ser “forastero y pródigo” (12), escribir y no escribir para únicamente “clarificar”, dar luz, luz poética.
(Actualización julio - agosto 2018/ BazarAmericano)