diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En una recuperación destacable, Argentina Beat trae a nuestros días y pone a circular una selección de textos inhallables, cuando no olvidados, de dos grupos que participaron del agite de las experiencias culturales y literarias de los años 60 en Buenos Aires, pero desde un sitio díscolo: Opium y Sunda. Como suele ocurrir, los nombres de los grupos se asocian con los de sus respectivas revistas y no sabemos (porque ya no importa, y allí empieza la mitología) a qué parte de la asociación el nombre respondió primero.
Ancladas en el corazón de los años 60, ambas revistas supusieron un semillero de escritores desmarcados de la institución literaria de su tiempo (incluso con lo que de experimental pudiera tener esa institución en ese momento) que siguieron derivas disímiles (algunos, como Néstor Sánchez, con un creciente reconocimiento; otros, olvidados o invisibilizados; otros, simplemente no escribieron más). Pero sobre todo ambas revistas constituyen experiencias inéditas de circulación y edición: Opium -con su formato inicial, su heterodoxia cultural y su ironía desafiante- más cerca del fanzine que de Las Revistas Literarias (con mayúsculas y "serias"); Sunda, fundando la primera editorial autogestiva del país.
Opium apareció como un tríptico en su primer número, y luego publicó tres números más (entre 1965 y 1966) notablemente más voluminosos. Entre sus miembros, que esta antología recupera en su muestra, se encuentran Mariani, Ruy Rodríguez, Isidoro Laufer, Sergio Mulet y Marcelo Fox. Por su parte, Sunda publicó un único número en 1965 (que declaró como "número 2", ya que no querían morir en el número 1) que es también casi un fanzine de ocho páginas y en el que destacan sus "Declaraciones Juradas", incluidas en este volumen. Entre sus miembros, también antologados, se encuentran Néstor Sánchez, Victoria Slavuski (Victoria Rabín), Gianni Siccardi, José Peroni, Poni Micharvegas, Diana Machiavello, Daniel Ortiz, Gregorio Kohon, Leandro Katz y Hugo Tabachnik. Sin embargo, la enumeración no supone un nuevo round entre Florida y Boedo (como si, además, hubiese existido tal rivalidad) sino que busca describir un marco de referencia, pues la labilidad entre los grupos (y el modo en que pueden pensarse en conjunto) es notable: las colaboraciones cruzadas lo evidencian (si nomás nos atenemos a las revistas, por caso varios de Sunda publicaron en Opium y ésta apareció como anunciante en Sunda).
Argentina Beat, entonces, reúne fragmentos de cada unx de lxs autorxs mencionados (esto es, de su producción individual) pero también los textos claves (sobre todo, los manifiestos) de los grupos/revistas, que suelen convocar a la escritura colectiva o, si firmados, al montaje conjunto. La antología, sin embargo, avanza aún más, puesto que además de esa cuidada selección y edición, sus páginas reproducen numerosas imágenes (desde las revistas hasta tapas de los libros, desde fotografías grupales más o menos icónicas hasta las individuales de autor) indispensables para visibilizar los hallazgos y –si una de las lecciones fue la fotogenia– conocer sus rostros. Asimismo, resulta destacable el prólogo (de Cippolini) y la nota introductoria (de Baera) puesto que cumplen, en principio, su función de contención al volumen, pero además ofrecen pistas y señales de lectura que no agotan la interpretación de lo que vendrá, así como aportan los datos y la información necesaria para situar pero sin abrumar. Finalmente, cabe mencionar la inclusión de un Apéndice que rescata algunas otras joyitas extras.
Al recorrer la antología, se advierte cómo estos beatniks argentinos irrumpen a la manera de una comunidad literaria, que en una particular sinergia entre el cultivo (o culto) al "yo" y su singularidad ("todos parecen ser casos aparte", dice el prologuista), al mismo tiempo articulan un "nosotros" colectivo, enérgico y vibrante, que no es opacado por el narcicismo en su clamor grupal. En este aspecto, todo grupo que se precie de tal (y con aspiraciones vanguardistas) debe contar con sus manifiestos: y en efecto, la potencia de ellos resulta hoy altamente sorprendente y seductora. Entre los "opiúficos", la ironía transmite el desencanto y la ansiedad de sobrevivencia: "Nos conocimos en revistas, en bares, en confusas reuniones a las tres de la mañana. Nos conocimos orinando juntos en baños donde leímos que Perón o Tarzán nos salvarían; nos miramos a los ojos y sonreímos: ninguno quería ser salvado" (25), declaran, y añaden luego "DE LOS OPIÚFICOS SERÁ EL MUNDO, si antes no nos revientan" (32). Por su parte, entre las "declaraciones juradas" de Sunda, la tercera de ellas, de Victoria Rabín (apellido con el que allí firmaba Victoria Slavuski), expone la intensidad de un programa poético-corporal que capta una atmósfera que reencontraremos en numerosos artistas y escritores durante las décadas siguientes: "Quisiera decir que la cuestión es abrir los ojos hasta desmayarse, abrir los poros y la casa y los brazos hasta desmayarse, es abrir la poesía hasta desmayarse aunque en el fondo nos encontremos a nosotros mismos sin cabeza y con las manos cortadas y el terror, todo el terror de sobrevivientes" (104).
Entre el vagabundeo y el callejeo, y las políticas de la amistad, aparece entonces esta red literaria, subterránea e inasimilable, pero cuyas acciones urbanas serán también una apuesta, por ejemplo en el cartel que diseñan para la presentación del número 2 de Opium, y que resulta una de las fotografías icónicas del grupo. En este punto, cabría destacar que la potencia experimental no se agota en el regodeo marginal, puesto que el contacto y el juego con los medios de la cultura de masas (o que en breve se definirán como tal) hace que justamente por ahí también pase parte de la gracia. Aunque sea para socavarlos antes que festejarlos, los efectos mediáticos y sus resonancias están ahí ("nos decían beatniks porque eso armaba más quilombo en los medios", recuerda Mariani), llegando incluso a una aparición en televisión. Mención aparte merece el cine (la participación en Tiro de gracia, de Ricardo Becher, resulta inédita para un grupo de "literatos") y el incipiente rock, que aunque en ese momento compartiera el circuito subterráneo, su masividad posterior los sitúa retroactivamente en relación con sus primeros tiempos. Como observa Rafael Cippolini: "Se imponía el término naufragar, y sigue siendo curioso que nadie haya señalado todavía, con el énfasis necesario, que con palabras no tan distintas lo mismo venían pregonando los autores reunidos en este volumen" (12). Finalmente, si pensáramos hoy en distintas derivas beat argentinas, por fuera o más allá de estos grupos, podríamos hablar de varias líneas literarias y/o culturales, pero destacaría el mencionado Ricardo Becher ya que –aparte de su conexión puntual a partir de la película- resulta un singular exponente –por varias razones- con su novela La séptima década. Esto conlleva a considerar que el "incipit" que abrieron estos grupos fue decisivo e incluso fundacional. Y en este aspecto, el valor de volverlos a visibilizar hoy reside en que podrían reacomodar (o incomodar) tradiciones institucionalizadas; es –como apunta Federico Baera– "volver a hacer un tajo en el canon argentino, esa herida mal cicatrizada, para volver a hacerla chorrear" (20). Incluso si eso –que siempre es un efecto retroactivo– excede sus propósitos, ya que como señala Cippolini, "no intentaban demoler el canon, ya que esto hubiera sido considerarlo la Bastilla o el Palacio de Invierno: algo que invadir, convertir, apropiarse. Al revés: sabían que la única Revolución era escaparse, salirse, evadirse, para reencontrarse en el lugar más impensado" (9). Impensadamente, hoy podemos reencontrarnos con ellos.
Más acá de su significación cultural, la escritura es por donde efectivamente pasa su radicalidad, y en ese punto se conectan con los beats estadounidenses; como en Kerouac, en Ginsberg, en Ferlinghetti, en todos ellos, "su sintaxis es ritmo, pulso, respiración agitada, improvisación, ruido, es otra música" (9). De allí también que lo que los singulariza o diferencia en sí, y no los deja absorbidos sin resto en el imaginario compartido en los años 60, sea esa –podríamos llamarla– actitud beat. Tal como lo plantea Cippolini con notable precisión, "el beatnikismo mucho se parece a la escritura de los que no desean sostener por mucho tiempo la escritura (si gana la escritura, no gana la vida, y sin embargo, cuando gana la vida, la muerte no ronda demasido lejos)" (17). En efecto, el modo en que instalan la relación literatura y vida es notable: hacen, en rigor, vidas literarias, no exentas del mito romántico (no establecerse, no detenerse: escribir y huir). La carta que escribe Sergio Mulet, al enterarse de la muerte de Mariani en 2004 (incluida en el Apéndice), atestigua el ocaso pero ratifica la luminosidad pasada: "Amigo poeta, se nos fue la existencia, pero al menos dejaremos nuestra obra y nos llevaremos todo lo vivido, que no es poco, y el haber sido fieles a nunca transar. Cosa que pocos pueden decir. Habiendo cantado al amor y al ocio porque nada más mereció ser habido" (298), haciéndose eco, en la última frase, del epígrafe de Ezra Pound que –cual consigna– solía acompañar a Opium. Hay, entonces, una épica "pero fundida con la cotidianeidad hasta volverse indiscernible. Poesía como memorias, diarios íntimos y notas desesperadas. Poesías como ensayos, como crónicas. Lecturas y referencias comunes como diálogo unificante" (17). Este desconocimiento de los límites genéricos, aunque bastante recuperable del contexto literario de los años 60, es en este caso singular en tanto es propiciado por esa escritura que al ser puro pulso, ritmo y vibración lo arrolla todo y deviene pura fuga. La coyuntura, así, aunque exigía la diferencia, a la vez habilitaba; eran, como apunta Cippolini, unos "divinos freaks, sincrónicos hipsters desconfiando de todas las ideologías y credos, repletos de épica urbana y mordacidad, de humor y disipación en esos dorados años 60 en los que todo se cocinaba y transformaba definitivamente" (13). Y la emergencia de un estilo es parte de esa épica: en ese contar qué les pasaba en primera persona, a través de un lenguaje conversacional e integrando la espontaneidad al acto de escribir, afirma Baera, "celebraban una épica de la vida cotidiana y de la escritura misma. Si bien en la actualidad es moneda corriente, tanto el estilo como la forma autogestiva de hacer libros fueron algo novedoso en el panorama de las letras nacionales de la década del sesenta" (19). En efecto, como ya fue comentado, la novedad de la puesta en circulación es decisiva: "diagramar, editar, vender de mano en mano, salir por los bares a canjear ejemplares fueron prácticas que empezaron en ese momento" (19). Otra forma de hacer literatura parece ser la apuesta. Apuesta que, vale decirlo, no son los primeros ni únicos en plantear, dado que es un deseo recurrente. Sin embargo, bien vale el intento una y otra vez, y los agenciamientos que ocurran son impredecibles. "No se debería escribir aquello que puede contarse por teléfono", exclama José Peroni, y claramente impugna el extendido cliché de la comunicabilidad literaria; cabrá examinar en qué zonas algo de ese deseo se consumó al compararlo con el sarcasmo que Néstor Perlongher (otro beat argentino) hacía años después con su amigo el escritor brasileño Wilson Bueno: "la mayoría de las novelas de mi generación pueden contarse por teléfono".
"Rescatar este material hoy es un gesto político" (20), señala el compilador Federico Baera, y también Rafael Cippolini lo valora en una dirección semejante: "medio siglo después se impone volver a sus libros, revistas, plaquetas y escritos dispersos con la pasión del arqueólogo que descubre en sus narraciones, poemas, manifiestos y citas una comunidad de lectura" (13). En efecto, el rescate que supone Argentina Beat conlleva, por supuesto, asomarse a una capa, a un plano, a un bucle más de los años 60 en Buenos Aires, que permite seguir añadiendo líneas que los descentren (aún cuando el descentramiento –artístico, literario, cultural, político, en relación con el canon, con el mainstream, con lo oficial, con lo con-sagrado– fuese paradójicamente una de las preocupaciones centrales). Pero al mismo tiempo, la lógica de la adición no es aséptica: como toda producción de archivo que se abre, implica reconfigurar y rehacer la imaginación de ese pasado.
(Actualización mayo – junio 2018/ BazarAmericano)