diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Las partes son algo más que partes. Dejan de ser partes cuando la última ilusión de cosagrande redonda está pinchada.
O. Lamborghini
Restos épicos. La literatura y el arte en el cambio de época, de Mario Cámara, como todo buen libro de crítica, es al menos dos libros: el libro visible, finito, que nos habla de una serie de artefactos culturales estudiados con delicadeza, y el invisible, el infinito, formado por la multiplicidad de libros que podrían componerse a partir del dispositivo de lectura que el libro visible adelanta. A la vez, la gracia de la escritura crítica consiste en tornar indiscernibles estos dos libros, casi diría reversibles, de manera que los “objetos” abordados rompen la cáscara objetivante y tornan elocuente su propia sustancia pensante, al tiempo que el dispositivo de lectura se vuelve irreductible a cualquier forma de metodología y más bien se deja leer como interpretación materialista de la historia, como figura de la actualidad. Si además adelantamos que lo que se propone estudiar Cámara es nada menos que el “cambio de época” entre la edad dorada de la política de los ’60 y ’70, y nuestras décadas neoliberales, con la dictadura como bisagra evanescente (como barrado de la historia), ya no parece que podamos pedirle más. Más bien, es el propio libro el que nos reclama que lo continuemos. Como toda auténtica crítica, es una exigencia objetiva que emerge de la obra. Y en los mejores casos, como este, de la propia obra crítica.
El libro se articula en una “Apertura” y luego cuatro secciones sustantivas. Ya desde su título, el comienzo no es sólo una introducción a lo que sigue, sino un umbral, un portal que permanece abierto a lo largo de todo el libro, y aún después de terminado. Porque allí se propone una tarea de lectura en términos de una puesta en estado de abierto de los significados de una época, una inscripción de lo inacabado (de los restos) que desencadena un proceso ilimitado que incluso cuestiona la posibilidad misma de epocalizar la historia. Una historia que, como ruina, difumina sus contornos. Y las “épocas” son convocadas, en todo caso, en sus reenvíos recíprocos, en su imposibilidad de autosuficiencia, y por tanto, de orden, de sucesión, de progresión. Cámara nos propone adentrarnos en los puntos de pasaje, en los umbrales, los conductos subterráneos que ponen en duda la estabilidad misma de las épocas como segmentos autocentrados de la experiencia histórica. Y sitúa dos extremos: por un lado, “El niño proletario”, el cuento de Osvaldo Lamborghini (incluido en Sebregondi retrocede, de 1973), que parece ser una desmentida ominosa del carácter uniformemente optimista respecto a los destinos populares y emancipatorios en aquellos años; por el otro, las experiencias populistas que emergieron en la región a la vuelta del siglo, y que convocaron vocabularios e imágenes que parecían definitivamente olvidados en un contexto de triunfo neoliberal. Esos dos extremos tensan el arco que da vida al libro, y que apunta a esa política otra que se deja ver cuando los ‘60-‘70, los años de la política fundacional, son leídos desde sus propias escorias irreductibles a la historia como teodicea, a la vez que las décadas neoliberales, los del fin de la historia y de la política posfundacional reducida a mera gestión técnica, son consideradas desde las irrupciones de lenguajes rebeldes al aplanamiento post-histórico del sentido. Así como el presente supo citar ese pasado, el pasado cita al presente también, en un juego de reenvíos recíprocos que se resisten a toda linealidad, y que trazan la línea intermitente de una diagonal impolítica en la que se dan cita formas desplazadas de lo político de los ‘60-‘70 con formas dislocadas de lo político en el siglo XXI. El encuentro pasa precisamente por ese juego de dislocamientos: la revolución del resto en ciertas experiencias estético-políticas de aquellos años (que tendían a suturar todo resto en el sentido de la totalidad histórica) encuentran no sólo su eco o réplica, sino su legibilidad, su complicidad diferida, en los restos revolucionarios que emergieron en las últimas décadas de nuestra historia (que tendían a condenar todo residuo revolucionario a la obsolescencia histórica, a la insignificancia política, o al segmento retromaníaco del mercado cultural). Como si dijéramos: toda totalización es una captura y negación de la política, sea la totalización en la filosofía de la historia de la revolución, sea la totalización en la filosofía de la historia del capital. La política está en el resto irreductible, en la falla del proceso (inevitable) de sutura histórica. De allí que haya algo irónico en el “cambio de época” del título, pues el libro justamente mostrará las correspondencias, las afinidades, entre episodios “contraclimáticos” del pasado y experiencias inesperadas del presente, dislocando los sentidos usualmente atribuidos a tal “cambio”. En ambas experiencias asistimos a la desmentida de un “clima”, pero en su conjunto, a la desmentida de un curso lineal, acumulativo, progresivo, vale decir, asistimos a la experiencia histórica como experiencia de un fuera de quicio. Ese fuera de quicio, y no otra cosa (ni las programáticas setentistas, ni la gestión neoliberal), es lo político en la historia, esa excrecencia o supervivencia del resto, que por su fundamental negatividad nos permitimos llamar antes diagonal impolítica que atraviesa épocas, con todas sus asimetrías irreductibles, uniendo sin embargo pasados supuestos como transparentemente “revolucionarios” con presentes supuestamente (post)democráticos. La revolución aquí, si la hay, no es tanto una ruptura con el pasado, sino una ruptura con la manera usual de concebir la ruptura (el salto acumulativo hacia adelante que está en el ímpetu del revolucionario tradicional tanto como del empresario neoliberal): la ruptura es en este libro la apertura del ahora a su contaminación por diferenciales de tiempo que lo saturen hasta el desencadenamiento de mutaciones fundamentales del “presente”. Esta revolución del ahora, esta dislocación del tiempo, es la sobria épica de los restos.
El epígrafe de Osvaldo Lamborghini que preside la “Apertura” sobredetermina todo el despliegue del libro, es la traza perforante de esta apertura: “Yo no hablaría así de política. Plantearía la cosa en otros términos.” La literatura y el arte como el espacio en el que se juegan los desplazamientos de la lengua pública de un tiempo. La política (de la literatura) como el espacio en el que aquello que habría de plantearse como político está siempre en cuestión: lo político (yo) es otro. Y ese no es un enunciado que se pueda formular suponiendo el campo de lo político como dado, como referible o representable, sino siempre como lo (real) en cuestión. Ello dicho, además, en Sebregondi retrocede, el libro en el que se publica, en plena primavera camporista, climax de la politización revolucionaria de los 60-70, “El niño proletario”, la narración neutra y sórdida de la tortura, violación y asesinato de un niño proletario a manos de un grupito de niños burgueses. Violento contraclimax: posibilidad de la política. Y eso no es todo: sabemos que ese libro de Lamborghini es la antesala de la revista Literal y de su singular proyecto crítico. Como si dijéramos: el “cambio” de épocas señala, invisible, a la dictadura como barrado de la historia, pero a la vez indica, mudo, a Literal como barrado irreductible del sujeto (de la crítica), como mediador evanescente entre revolución y post-historia. Literal es “contraclimática” tanto en relación a los ‘60-‘70 cuanto en relación a los ‘80-‘90, y eso la transforma en candidata a bisagra, invisible (no es casi mencionada en el libro, aunque la importancia de los nombres de Oscar Masotta, Lamborghini u Oscar del Barco nos permiten formular esta hipótesis), del “cambio de época”, a dar consistencia a esa diagonal impolítica de la que hablamos. No es por acaso que en su número 1, también de 1973, encontremos un texto titulado justamente “El resto del texto”, en el que ese lee: “Una vez ‘formalizado’ el texto e inscripto en cierta teoría (…), queda un resto no totalizable, no semantizable, no representable, no filtrable. Ese resto rompe la impenetrabilidad de todo ‘modelo crítico’ y de toda ‘aplicación’; se lo llama el desperdicio del texto: es, en realidad, su potencia.” Ese resto, ese desperdicio, ese goce obsceno y prohibido será escenificado tanto en “El fiord”, digamos así, como en las políticas populistas contemporáneas que buscaron democratizar el goce. Literal es uno de los nombres posibles del umbral que permite pensar pasado y presente como partes asimétricas de una diagonal histórica en la que lo político se hace cargo tanto de su dimensión residual o excrementicia (irreductible a toda totalidad) cuanto de su dimensión épica (irreductible a la historia como gestión). La falta (de la Historia) y el exceso (de la democracia) se encuentran en el resto.
Por supuesto, una “apertura” así no pretenderá construir un “marco teórico” como totalidad englobante de las “partes”, de los fragmentos o episodios estudiados, sino que se propone como una parte más que se suma a ellas: como otro texto-resto. La “apertura” postula un “marco” que sabe del colapso de las topologías del dentro/fuera, e intenta destituirse de todo metalenguaje. Una crítica que se baja del podio del metalenguaje es una crítica que habrá de estar dispuesta a un contacto cuerpo a cuerpo con la literatura y el arte. Como se sabe, tal fue el gran cometido del romanticismo temprano y su proyecto de una “poesía universal progresiva”: superar la dicotomía entre crítica y literatura, entre saber y poetizar, entre conocimiento y goce. Allí es donde Literal, nuestra Athenaeum, sigue restando como tarea de una crítica sin filosofía de la historia pero también sin metodologismos laicos.
Muchas consecuencias podrían desprenderse de estas consideraciones preliminares, pero quisiera detenerme en dos de ellas. Por un lado, el libro arremete contra el motor de la máquina modernizadora que aún opera, y con vasta influencia, en las humanidades argentinas. La concepción del tiempo como anacronismo destruye la columna vertebradora del dispositivo modernizador que es la herencia laica de la filosofía de la historia, y la razón histórica de la “diferenciación de esferas” (o “campos”), o sea, del establecimiento de un orden disciplinar y de un “reparto” jerárquico entre saber y goce, entre sujeto y objeto, entre documento y ficción, entre “campos” artístico y político (la “diferenciación de esferas” como naturalización de la “autonomía”). Así como el mesianismo romántico era la médula del programa de unión de poesía y crítica, del mismo modo la profanación que el anacronismo opera sobre la linealidad historicista que ordena la experiencia desde la verticalidad del telos (no importa que el telos deje de ser la revolución y pase a ser la modernización –que entre nosotros involucraba la recuperación de la “autonomía” del “campo”), rompe a la vez con el reparto del saber universitario e interroga por un texto que se sitúe, paratácticamente, al lado de los textos estudiados. Una epistemología del resto suplementa a la historia desde el anacronismo, y a la vez arruina la topología binaria del orden disciplinar de los campos. Y allí, desde el descampado, se pregunta por los reenvíos de una historia insumisa.
Pero a la vez, esta consecuencia histórico-epistémica, por llamarle de algún modo, lleva larvada una hipótesis política de fondo acerca del pasado reciente, que quizá sea la novedad más radical del libro de Cámara. Un no dicho que ni en el libro se dice. O que queda del lado del libro invisible. Si hasta el momento la crítica cultural y política de izquierdas había nombrado la cesura abierta por la dictadura en relación a cierta historia de las luchas emancipatorias en términos de derrota (el propio libro de Cámara lo hace), ¿acaso la lógica de reenvíos anacrónicos entre un pasado revolucionario que asumía ya su ruina y un presente posrevolucionario que da lugar a figuras emancipatorias no nos está sugiriendo la posibilidad de pensar un más allá de la derrota, o mejor, no nos está dando la posibilidad de dar un paso al costado de lengua de la derrota, ya ni siquiera como “posderrota”, sino en cuanto una asunción tal de la derrota que permita entender que nunca dejó de haberla, que los ‘60-‘70 ya estaban fallados, que suponer una derrota en las dictaduras militares implica ya sustraer a aquellos años la posibilidad de acceder a su propia falta? ¿No se está postulando una idea de revolución fallida (esto es, real) que en cuanto tal siempre estuvo derrotada? ¿No se nos está proponiendo pensar más allá de la dicotomía victoria/derrota, y al resto como la barra misma que indistingue victoria y derrota, y abre por tanto la posibilidad de una discusión totalmente renovada, de una agenda completamente dislocada en torno al pasado reciente? Si aún, por ejemplo, con Pilar Calveiro la derrota del proyecto político de las izquierdas setentistas era un signo, una palabra a conquistar contra las miradas heroizantes que sólo podían hablar de errores o de correlación desfavorable de fuerzas, ¿no sugiere el libro de Cámara que el discurso de la derrota, necesario como momento en los debates sobre el pasado, sin embargo ya no es hoy la vía pertinente para volver a aquellos años? ¿No se está sugiriendo en este libro la pregunta por nuestro derecho a la épica, que, al menos como pregunta, sería un derecho que toda “época” debería poder reclamar? Y justamente, ¿no es la asunción del carácter de resto, de pérdida, de la política setentista, la que permite recomponer una dimensión épica para nuestra actualidad, esto es, un heroísmo del resto que nos sustraiga de la encrucijada binaria o bien mesianismos desquiciados o bien nihilismo democrático? ¿No es lo que se sugiere desde el título mismo, “restos épicos”, y desde la imagen de tapa del libro, compuesta a partir del estandarte-bandera de Hélio Oiticica “seja marginal / seja herói”, con la foto del cuerpo tendido en el piso, en pose crística, de un bandido muerto –no un obrero, un bandido? ¿Marginal en cuanto clandestino, sí, en cuanto anti-sistema, también, pero sobre todo en cuanto intratable, en cuanto lumpen, es decir, otra vez resto, harapo, como el heroísmo plebeyo de los hombres infames, incapaces de bronce pero no de un heroísmo minoritario, es decir, de la fuerza que los convierte en eficaces símbolos de la revuelta, en poderosas imágenes que galvanicen la voluntad colectiva y la lancen a la acción política? La diagonal impolítica antes sugerida es también una diagonal minoritaria que permite conectar experiencias, contrabandearlas por detrás de las aduanas de la derrota, aduanas que parecen finalmente hacer sistema con una historicidad progresiva, irreversible, epocalizada. Si algo de esto está sugerido en el libro de Cámara, entonces su apuesta de lectura no sólo desestructura epistemologías, sino que dinamita un dique político para pensar nuestra relación con el pasado reciente, y con las energías históricas que se sedimentan en nuestra actualidad.
Tal parece ser el alcance del libro infinito que no deja de no escribirse en el libro de Cámara: reescribir la historia de la cultura argentina por fuera del paradigma de la modernización (en la complicidad intrínseca entre la historia del progreso y la sociología de los campos, entre historicismo y sociologismo), y, a la vez, reescribir la historia política reciente por fuera de la hipótesis de la derrota. Un libro colectivo e interminable a ser escrito por esa generación que no conoció la historia como sentido (mucho menos como proceso logrado o deseable de modernización), ni tampoco vivió el fracaso de una revolución. Cámara parece sugerir, además, que El niño proletario (referido como inspirador fundamental del libro, pero luego notoriamente nunca analizado, restando como página en blanco) es la pantalla opaca sobre cuyo vacío esa historia de desplazamientos podría encontrar una superficie virtual de inscripción, es el centro vacío de una máquina mitológica por venir.
Volviendo al libro visible, las secciones que lo componen responden a un esfuerzo que la “apertura” realiza para dar forma a esta política del resto, proponiendo cuatro grandes ejes en los que agrupar las experiencias y figuras que estudiará: lo real (“Formas de lo real”), el montaje (“Montaje y memoria”), las apropiaciones (“Apropiaciones y sentido”), y el fantasma (“Vivir con fantasmas”). Estas figuras, nociones o dispositivos clave de lectura ordenan la exposición en cada una de las cuatro partes. Pero además, ofrecen una primera cartografía posible de la revolución que resta por escribir/inscribir colectivamente. El resto se dice de muchas maneras, y Cámara ensaya estas cuatro. Y no es indiferente que comience con la tematización de lo real, en sentido lacaniano, que le permite resignificar la violencia como signo de la política setentista no tanto o no sólo en clave de la (auto)crítica al foquismo, la (auto)crítica a la militarización de las organizaciones políticas, la (auto)crítica a la lucha armada en general (todas ellas características de la gramática de la derrota), sino desde el reconocimiento del carácter irreductible de la violencia para la política, para una política que se asuma desde la pasión de lo real, tal como lo dijera Badiou (en un libro que, precisamente, intentaba desplazar el balance del siglo XX en términos de derrota y catástrofe: El siglo). Y allí, en esa genealogía de la violencia, no es Debray –como siempre se ha repetido en la gramática progresista– sino el Marqués de Sade el que mete la cola. De allí la centralidad de la “serie sádica”, como reza uno de los intertítulos, que va del famoso happening de Masotta de 1966, Para inducir el espíritu de la imagen (en el que una serie de actores de segunda y desocupados eran denigrados en una tarima, en una performance leída por su propio autor como un “acto de sadismo social explicitado”), pasando por la cosificación del proletariado en La familia obrera de Oscar Bony, hasta los textos en torno a Sade de Oscar del Barco en la revista Los Libros, todo en el período del climax obrerista que va de 1966 a 1969. Contra la idea de corte radical y de refundación absoluta de una utopía sin mal y autotransparente, estas experiencias mostraban, en plena alza de las utopías fundacionales, que no hizo falta esperar a Laclau para asumir que la política es posible porque la sociedad es imposible, porque la transparencia tecnocrática de la racionalidad comunicativa es imposible –o, como reclamaba Literal, que la literatura es posible porque la realidad es imposible.
En la segunda parte, “Montajes de la memoria”, el libro propone una lectura sutil de la novela de Silviano Santiago Em liberdade, de 1981. En un umbral entre épocas, el crítico de los entrelugares construye un montaje de historias y temporalidades que redefine, dice Cámara, anudamientos entre pasado y presente, entre espacios públicos y privados. El texto de Silviano aparece como modelo del propio esfuerzo de Cámara por romper el relato lineal-modernizador: “Silviano trabaja con materiales del pasado (apócrifos) para producir una crítica sobre su presente, y con materiales del presente (el aparato paratextual, también apócrifo, es un ejemplo) para producir una crítica y relectura sobre el pasado” (p.71). Y en ese montaje de tiempos, el cuerpo ocupará un lugar central, pues se buscará no sólo darle un sitio por fuera de la cárcel y la experiencia concentracionaria, sino sobre todo fuera de la lógica sacrificial y martiriológica en la que la propia izquierda lo redujo. Como Roberto Jacoby en la Argentina de los mismos años, los montajes temporales involucraban en Silviano una redención del cuerpo gozante como punto de partida de un relanzamiento de lo político. Pero este montaje de tiempos encuentra uno de sus puntos más intensos en la lectura que propone Cámara de las dos versiones del film Cabra, marcado para morir, de Eduardo Countinho, iniciado en 1964, pero recién estrenado en 1984. Se trataba de un proyecto fílmico en torno al asesinato de João Pedro Teixeira, fundador de las Ligas Campesinas en la ciudad de Sapé, estado de Paraíba, interrumpido en 1964 por el golpe de estado de Castelo Branco. La historia definitiva, veinte años posterior, no era ya una representación ficcional, como sí lo era el primer Cabra, sino un documental que registraba una serie de reencuentros, desplazamientos y desencuentros, centralmente, el de Coutinho con su propio proyecto interrumpido. Como en Cuatreros de Albertina Carri, se trata del montaje histórico entre un proyecto (ficcional) presente y un proyecto (documental) pasado que a la vez que arruina las distinciones claras entre los géneros, tensiona al extremos las diferencias históricas entre un presente postdictatorial y el pasado revolucionario convocado. “Codo a codo conviven enunciados y omisiones, pasado y presente, fidelidad y transformación, deseo de revolución y reivindicación de la etapa aperturista de la dictadura. Coutinho no sabe cuál será la reacción de los participantes del primer film frente a la exhibición de esos restos y, por lo tanto, es la reacción de ellos, cualquiera que fuese, la que termina por constituir la película” (p. 89). Como en Chile, la memoria obstinada de Patricio Guzmán, no es el pasado mismo sino el choque de pasado y presente lo que interesa, y en ese montaje de temporalidades, tampoco los géneros, documentalismo o ficción, quedan indemnes. El film contiene la marca de un quiebre que se sutura, pero sin obliterar su presencia. En el montaje, como en el bordado, la sutura sobrevive como herida. Y si en Cabra se pudo reconocer el “rescate de los detritus de una historia derrotada” no significa que esas vidas rotas sólo vuelvan en el género de la derrota, en la elegía, sino que invitan a pensar otra forma de la épica. “Como si estas [vidas], resistentes, fueran, precisamente por su carácter resistente, heroicas, aunque dotadas de una heroicidad que no expulsa, más bien resguarda y contiene la contradicción política o existencial. De este modo, Cabra se nos presenta bajo la paradójica forma de ser un filme que reflexiona sobre la derrota para sostener, al mismo tiempo, que la vitalidad e inventiva que habían producido las Ligas Campesinas no ha podido ser derrotada tras veinte años de dictadura. No estamos frente a un film crepuscular ni a una épica ingenua” (p. 92). Estaríamos, entonces ante una nueva épica, la épica de los restos, de los restos épicos que se piensan en este libro.
“Apropiaciones y sentido” se titula la tercera parte en la que se trabaja con políticas singulares de recontextualización apropiadora de las imágenes. El trabajo de montaje aquí es pensado como poética de la reinscripción, que afecta desde todos los debates sobre los “marcos” (de fotos, de guerras), el paradigma archivístico y la pregunta por las desclasificaciones/reclasificaciones, hasta las múltiples estrategias ready-made que proliferaron en el conceptualismo de toda la región. En esta última serie sitúa Cámara a los Bólides de Oiticica de entre 1966 y 1968, que, más allá de realizar la operación estética de resituar una imagen, por ejemplo periodística, en el contexto desplazado de una obra de arte, realiza la operación política de descontextualizar al bandido, sacándolo de las páginas policiales y llevándolo a la sección política, reinscripción lumpen de la política sesentista fascinada con la figura acerada del obrero industrial o del militante orgánico. Particular importancia, como ya fue dicho, tiene el análisis del estandarte-bandera “seja marginal, seja herói”, que muestra las desapropiaciones y reapropiaciones, los desbordamientos que entre géneros mayores y menores, entre centros y márgenes, daba lugar a una política singular e irreductible a cualquier forma de homogeneización. También la figura de Eva Perón será estudiada en el último tramo de esta parte, a partir de sus sucesivas reinscripciones desde la iconografía oficial de los años ‘50, pasando por la Evita montonera de los 70, hasta la Evita de Perlongher. La mayor estratificación se da en esta última dando lugar a un montaje de Evitas, a una sucesiva serie de reapropiaciones que abren el espacio de una Evita que recoge todas aquellas posiciones que puedan recortarse como subalternas, como emblema no sólo del pueblo sumiso, sino del pueblo gozante, sucio, hormigueante, no-todo –ya no como mito sino como auténtica máquina mitológica.
“Vivir con fantasmas” es la última y acaso más paradójica de las secciones. Es, por un lado, cuando por fin aparece, con contundencia, ese presente de populismos latinoamericanos con los que se abría el libro. Parte del famoso y profético texto de Nicolás Casullo de 2002, “El hombre que venía del sur”, en el que anticipaba el retorno del espectro de la izquierda peronista un año antes del acceso de Kirchner al poder, y despliega una sutil reflexión sobre los fantasmas en la historia. Por supuesto, la referencia obligada es el Derrida de Espectros de Marx. Y sin embargo, Cámara oscila en darle toda la razón a Derrida, y supone también fantasmas sin mensaje, espectros sin reclamos de justicia, puros aparecidos sin voz, muertos aún vivos que se parecen mucho menos al padre de Hamlet que a un pobre zombi de la cultura de masas neoliberal. Me parece especialmente sugerente, sobre todo en este momento en que la fantologie derrideana permea buena parte de los estudios sobre pasado reciente, que alguien se atreva a decir que no todo fantasma trae un mensaje de justicia desde un porvenir reclamado, que pueda haber retornos duros como lo real, sin herencias ni mesianismos que elaborar, donde el pasado es pasado y la derrota derrota, un mudo campo de muerte. Aquí los testigos principales serán Martín Gambarotta y João Gilberto Noll. Así, por ejemplo, Cámara leerá Punctum, del primero, como expresión de una pura afasia, de la desaparición llana del sentido, la exhibición del pasado en su incomprensibilidad, en la imposibilidad de legado. Es un giro interesante, pero en cierto sentido a contramano de la apuesta de fondo del libro, desplegada en las primeras páginas de esta lectura, que parecía anticipar una inscripción derrideana del fantasma. No me resisto a la tentación de imaginar que esta última sección fuese escrita después del giro neoliberal que retoma América Latina en los últimos años, como cierto desengaño o advertencia final: estemos atentos, no todo fantasma es mensajero de justicia, sepamos que a toda estrategia de retorno, de anacronismo, la acecha la simple repetición, la pulsión de muerte, y tendremos que saber también qué hacer con ella. Un libro que puede entenderse como emergente del kirchnerismo, o al menos del ciclo populista de la primera década larga de este siglo, no deja de hacer visibles las marcas de la época hostil en que le tocó ver la luz.
Pudo verse además en mi reconstrucción que la hipótesis de los desplazamientos temporales afecta asimismo otros dos registros fundamentales de este libro: por un lado, los desplazamientos de los lenguajes artísticos abordados, y por otro, los desplazamientos entre la historia cultural argentina y la brasilera. La soltura con que se maneja el libro en estos deslizamientos es de una riqueza y una elegancia admirables. Sin titubeos somos conducidos entre narrativa, poesía, artes visuales, cine, música, y casi no nos damos cuenta de los cambios de registro, abriéndose así un campo de interrogación ajeno a toda jurisdicción disciplinar, e invitando a un acceso irreverente a esa complejidad. De algún modo, para hablar de los procesos de la cultura en la escala en que se lo plantea el libro, con el alcance de sus hipótesis de fondo, hace falta esa mirada señorial que rompe con las fronteras disciplinares. Y además se lo logra desde una escritura que no exprime los artefactos artísticos para hacerles decir lo que ya fue decidido en sede teórica, sino que los que hablan son ellos, y las hipótesis se dejan afectar por lo que en ellos se trama (el deslizamiento de la última sección acaso sea el ejemplo más fuerte de esto). Así se va tejiendo un entrelugar discursivo que repone lo mejor de la crítica cultural latinoamericana. Pero además, igual de patentes y ágiles son los desplazamientos entre Argentina y Brasil. Que en un libro que pretende intervenir no (sólo) en el campo de los estudios brasileros sino en el campo de una crítica cultural más amplia, se lean obras y episodios de ambos países para hablar de un mismo proceso de “cambio de época” es algo que el no especialista en Brasil lo agradece, y mucho. Es una herida narcisista en la crítica cultural argentina, tan acostumbrada a leer la cultura desde la pura inmanencia de la historia argentino-porteña.
Entre revolución y democracia, entre Argentina y Brasil, entre distintos lenguajes artísticos, este libro escenifica, en última instancia, el retorno más interesante: el del entrelugar como ese espacio en blanco mallarmeano en que mejor se escribe la crítica latinoamericana. Allí se deja enunciar la poética de los dislocamientos en la que se ha escrito este libro, y en la que se podrá seguir (no) escribiendo ese libro infinito que en Restos épicos se anuncia como tarea colectiva de nuestro tiempo.
(Actualización mayo - junio 2018/ BazarAmericano)