diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El sonido nos sitúa en el universo real, un lugar verde y soleado.
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En 2004 llevaba ya un par de años entrenándome en la escritura diaria, en la continuidad de la escritura como dieta o ejercicio, si se quiere, y hasta como meditación. Ya se tratara de una novela iniciática, de poesía o de algunas traducciones, esa gimnasia de la escritura incluía siempre algún tipo de paisaje sonoro (y no sólo en tanto fondo sino también en tanto contenido): música fuerte o baja, rápida o lenta, pesada o etérea, instrumental o lírica, etc. Cuando por ese entonces llegó a la casa nuestro primer hijo y la casa (con todos sus ejercicios y rituales internos) debió adaptarse a ese encuentro cercano de todos los tipos, emprendí una búsqueda musical que desembocó en la serie de discos ambient de Brian Eno: Ambient 2: The Plateaux of Mirror (1980, en colaboración con Harold Budd), Ambient 3: Day of Radiance (también de 1980; Eno se encarga de la producción y del artwork), Ambient 4: On Land (1982) y, muy especialmente, Ambient 1: Music for Airports (1978). Con el paso del tiempo y las repeticiones de ese disco infinito, del resto de la serie y de otros discos del género, no ya exclusivamente ligados al viaje de la escritura y a las sesiones de grafogimnasia, terminé por entender que justamente el paso del tiempo era la experiencia más evidente de esta música, y que se había vuelto tan importante para mí en aquel momento a causa de lo fragmentario que se vuelve el tiempo cuando diferentes ciclos de vida, rutinas y tareas físicas y mentales cohabitan un ambiente: algo muy parecido a un microaeropuerto, al fin y al cabo.
Y elijo deliberadamente iniciar estas notas de esta manera tan egotista y personal porque el libro de David Toop es, antes que ninguna otra cosa, una historia muy personal (es decir: a la vez una persona atravesada por esa historia) de la música ambient y de algunos de los mundos imaginarios que produce pero también que reconoce como precursores. Acaso todo lo historiable debiera historiarse así…
El tiempo se estira y se vuelve maleable, lento como dos que pescan bajo un puente, como en un libro lleno de microhistorias ramificadas y entretejidas que beben, mínimo y mínimas en un paisaje sonoro pero también, claro, profundamente visual. Se trata una vez más, y acaso como efectivamente proponga cada género musical a su manera si prestamos atención, de una manera especial de escuchar.
El entorno es un instrumento musical más. Todo paisaje es, de una u otra forma, imaginario.
“El contexto es la mitad de la obra”, dice John Latham.
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Página 178 del libro de Toop, o de cómo un accidente da inicio a la música ambient: un taxi atropella a Brian Eno, que sufre lesiones graves y debe pasar un tiempo recluido y tirado en una cama. Alguien le regala un disco de arpa del siglo XVIII. Eno pone el disco y vuelve a dejarse caer en la cama. Pronto se da cuenta que el volumen está demasiado bajo; no escucha casi nada. En el aguzar el oído (que es un intento de atención intelectual que busca evitar el esfuerzo físico de tener que levantarse de la cama para ir a subir el volumen) la música se vuelve parte del entorno, del océano de la vida de los ruidos y sonidos (humanos incluidos). He ahí entonces el origen sintoísta (o zen) del ambient, al menos en su definición actual en tanto música que oímos pero no oímos, de sonidos que existen para permitirnos oír mejor el silencio, de sonidos que de alguna manera buscan liberarnos de una intensa compulsión por concentrar, analizar, enmarcar, categorizar y aislar (lo que sea).
“La música ambient tiene que ser capaz de ajustarse a varios niveles de atención auditiva sin imponer ninguna en particular: tiene que poder ser ignorada tanto como resultar interesante”, diría después Eno, en las notas de su disco de 1978.
Para Toop, a su vez, el ambient puede entenderse como una música primitiva y al mismo tiempo vanguardista, brut y en el mismo gesto sumamente sofisticada (textural), minimalista y de fondo y acaso por eso, justamente, omnipresente (y omnipotente en un punto), como el paisaje que se impone aún a ojos cerrados, o como la masa de agua del título: Océano de sonido es la posible historia de un género musical que de manera simbólica inicia el día en que Debussy escucha un concierto de música javanesa en la Exposición de París de 1889 y que tendría dos grandes momentos: el momento Eno de sonidos terapéuticos y tranquilos para relajarse, y el momento post Eno (el posteno podría considerarse un momento musical antropomórfico especial del holoceno) o rave, de música que continúa la corriente subterránea perturbadora y caótica de nuestro entorno mediante el registro y la co-creación de una atmósfera. El libro, una aventura de asociación de ideas, sigue y se nutre de las historias de músicos muy diversos (Satie, Cage, Sun Ra, La Monte Young, Aphex Twin, Varèse, el dios Eno, Ralf Hütter y Florian Schneider, Daniel Lanois, Reznor) pero también de escritores (los colores predominante son el surrealismo, la ci-fi, la experimentación formal, la etnografía y el orientalismo), cineastas (Lynch), outsiders olvidados (¡Moondog!), corrientes filosóficas y religiosas, artistas de toda calaña y cientos de citas brillantes cosechadas a partir de horas y horas de lectura, entrevistas personales y recuerdos reconstruidos desde el futuro.
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Ejemplo de escritura sobre música ambient, con caimanes y caracoles: “1972. Tengo dos pequeños caimanes en un pequeño tanque de agua en el jardín. De golpe estalla un fuerte y confuso griterío. Los caimanes se están apareando, pero al mismo tiempo se están comiendo un gran caracol marino. Otros caracoles marinos, pálidos y monstruosos, se estremecen de pánico sobre el césped”.
Si es cierto que en la música ambient hay evanescencia, intangibilidad, (hiper)interconexión y fluidez, quizás entonces podamos preguntar(nos): ¿resultó ser el ambient algo así como la música clásica de la era electrónica, o el paisaje subliminal ideal de la era de la información? Porque el ambient tiene algo de siniestro, también, y pienso que se trata de esa insistencia en (la naturaleza material de) el sonido, del sonido entendido como naturaleza del mundo, como vibración de las cosas, y en esa posibilidad desconcertante, perturbadora y, sin embargo, peligrosamente atractiva del sonido (para usar palabras de Toop que están en otro libro suyo publicado también por Caja Negra: Resonancias siniestras. El oyente como médium) de que el sonido sea, en realidad, nada.
El libro, de hecho, termina de manera muy realista con un oyente iluminado que alcanza el nirvana ambient: “Sentado en silencio en el País del Nunca Jamás, escucho las pulgas del verano saltar desde mi pequeña gata al piso de madera pulido…”.
Ese fragmento mínimo tiene un título inquietante: “Memoria”.
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El libro de Toop me hizo pensar, por fin y entre tantísimas otras cosas a lo largo de los muchos y luminosos vericuetos narrativos de esta “deriva nómade personal”, en la relación obvia entre música y escritura. Porque, como dice Kevin Kelly, es bien cierto que los humanos posmodernos nadamos en (el agua de) un tercer medio transparente que se está materializando en el presente: “La música del futuro, casi con total certeza, hibridará híbridos hasta tal punto que la idea de una fuente reconocible se volverá un anacronismo”, puede leerse en la página 32. Y justamente eso es lo que resuena en muchas de las páginas de otro buen libro de esa colección fundamental de Caja Negra, “Futuros próximos”: Escritura no-creativa: gestionando el lenguaje en la era digital de Kenneth Goldsmith (2015). Y entonces la música ambient, tanto desde su accidentado nacimiento como desde su frenético desarrollo, acaso pueda entenderse como una educación de la atención, que es la definición de cultura que daba Simone Weil.
La segunda cosa en la que estuve pensando a lo largo del libro (o a lo ancho del momentum de lectura de esta escritura) es en que muy pronto se cumplirán 40 años del disco inaugural del ambient, y en lo interesante que sería entonces un hipotético recital (hiper)performático que lo recordara, celebrara y actualizara, una enorme escenificación/simulacro en la que el disco sonara, claro, en todos los aeropuertos del mundo mientras Eno da vueltas por ahí en los pasillos de uno de ellos empujando un carrito de equipaje que escondiera máquinas con las que él ya iría agregando pinceladas (o gotas) a esta nueva versión enriquecida ambient del disco.
Dudo que ocurra. Quizás esté ocurriendo todo el tiempo.
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“Necesitamos un mundo en el que podamos tener computadoras y fogatas a la vez”, dice Pat Califa.
(Actualización noviembre 2017 - febrero 2018/ BazarAmericano)