diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Nacidos entre 1984 y 1997 (los últimos no tienen recuerdos de Maradona y su “me cortaron las piernas” y llegaron a vivir apenas dos años de menemato, digamos, para ponerle un contexto histórico al asunto), los autores reunidos en Raros peinados nuevos – Veinte escritores sub 32 (Premio Cuento Bienal Arte Joven Buenos Aires 2017) demuestran, como señala Martín Kohan en el prólogo del volumen, la vigencia de uno de los géneros predilectos de la literatura argentina.
Como es esperable de una antología fruto de un concurso, los estilos son diversos, las temáticas también. El cuento que abre el libro (los textos están ordenados siguiendo el orden alfabético de los apellidos de sus autores), “Polígono”, de Miguel Bruno, apela a un realismo directo y melancólico (en algún punto me recuerda al tono de Los lemmings, de Fabián Casas) en el que siempre parece estar a punto de haber alguna clase de revelación que queda más insinuada que dicha (entiéndase: esto es un punto a favor). Como el pequeño agujero de bala que periódicamente pierde un poco de polvillo y cae sobre los personajes, así el cuento va decantándose hacia un final en el que nos quedará ese goce del voyeur que se asoma a espiar vidas ajenas de personajes algo marginales o desplazados y de los que llegamos a encariñarnos un poco (como pasa con algunos personajes de los cuentos de Capote, por ejemplo). No es menor, asimismo, que el epígrafe elegido pertenezca a El matadero, de Esteban Echevarría, con el trazado de tradiciones literarias (y políticas) que eso implica.
En “Como una rata”, de Miguel Bruno, parece resonar un cierto fondo arltiano, en esa historia de adolescentes, dinero y salvación ética de un personaje fracasado (su profesora le dice “Nene, vos nunca vas a hacer feliz a nadie”). Aunque, si hubiera sido escrito por Arlt, tal vez habría incluido una traición en el desenlace. La cuestión de la circulación del dinero se instala como central: es el mecanismo del protagonista para resguardar la integridad física de un compañero al que apenas conoce (pero que sabe mejor que él) y es, a su vez, la eterna falta, el lado B del fantaseo de la imaginación: “¿Con qué guita me las arreglaría ahora, si encontrara a mi familia incinerada?”.
El tercer cuento, “Los jabalíes”, de Franco Calluso, instaura en el seno de lo familiar una visión de lo oscuro: lo que puede estar sucediendo al otro lado de una puerta cerrada mientras la familia se entretiene en organizar un almuerzo. Lo unheimlich freudiano tomando cuerpo (y cuerpos infantiles, para mayor perturbación) en una casa cualquiera de Argentina. Sutilmente, el desmedido facón del padre de familia aparece como una especie de figuración fálica siempre amenazante, que circula de principio a fin del relato.
“Tres hermanas”, de Juan Pablo Castro Brunal (“perspectiva femenina sin homogeneidad ni reduccionismos”, dice Kohan), compone una historia coral en la que sexualidad, religión y esoterismo conforman un combo que se sostiene a partir de una ausencia, la del padre, cuya muerte aparece como revelación fatal de lo secreto y socava la vida de las mujeres protagonistas. La imagen final del cuento será un símbolo de esa red de relaciones femeninas en la que el más cruel rechazo pero a la vez la más absoluta dependencia tomarán lugar. Podríamos emparentar este cuento con otros dos de la antología: “Ladrillos impares”, de Mariana Komiseroff, en la que una historia de abusos familiares aparece velada por capas superpuestas de recuerdos, que se irán desmontando en forma paralela al acto de seleccionar qué se tira y qué se guarda en la casa del padre muerto (¿una metáfora de las formas de la memoria?) y “Carta de mamá, de Nahuel Repetto, en el que se produce la revelación de un turbio secreto. El hecho de que la víctima de esa madre que escribe las cartas se llame igual que el autor del relato sólo refuerza la instauración de un pacto de lectura donde prima la oscuridad.
En “El manicomio”, de Santiago Clement, encontraremos una historia que nos recordará, de alguna manera, al realismo mágico de García Márquez, pero con un tono más cruel, acaso, que hará viable y posible todavía la existencia del estilo que fuera parte fundamental del llamado “boom” de la literatura latinoamericana.
La aparición de lo más absolutamente novedoso, como el jueguito de cazar pokemones por el mundo con los celulares -que cautivó durante algunos meses a buena parte de la humanidad-, la encontraremos en “El Distinto”, de Guido Gamba. La tecnología será, sin embargo, una excusa para presentar un relato fantástico en el que el deseo se materializa de la forma más espectacular. En el fondo se trata de reactualizar el leitmotiv de la lucha del poderoso frente al débil.
“La casa de Cristina”, de Micaela Gonzalo, marca una mirada infantil atravesada por las imposiciones de la belleza femenina adulta, a la que trata de imitar o acercarse (la cera depilatoria, la planchita que doma el pelo revuelto) pero en la que late un instinto de rebelión: “Parezco otra nena, me siento más buena pero como escondiendo algo y me da miedo que así en el casamiento no me reconozcan, que me digan que invitaron a la otra, que no me dejen jugar”. La inversión de Jeckyll y Hyde: los preceptos femeninos serán la imposición de un mundo normativo, regulador, que esconde la esencia de una infancia que no quiere dejarse ahogar, asfixiar, por ese manto de sobriedad: Jeckyll intentando ganarle la pulseada a Hyde (pero Hyde no es lo oculto –ni lo perverso, ni lo oscuro-: es lo real-). El acto final de la nena será la clave que nos dirá cuál de las dos partes triunfará.
“La nieve de los cuerpos”, el octavo cuento de la antología, propone una historia que parece ir por los carriles normales del comienzo de una relación amorosa, para imponerle luego una torsión final que nos deja en ascuas y nos recordará, tal vez, al clima enrarecido de ciertos capítulos de la Dimensión desconocida, esos en que los protagonistas debían enfrentarse al desconcierto de descubrir qué era lo que estaba ocurriendo, qué había pasado con su mundo cotidiano, habitual.
En “Laundry”, de Mariel Escobar, el extranjero, el que viene de afuera, no es tanto ese gringo grandote y amable (el novio actual de la protagonista) como el recuerdo del ex novio muerto, que regresa desde afuera (afuera de la relación: estaban separados; afuera de la vida: ahora está muerto) para invadir el presente y sembrar tanto sueños como dudas.
En el comienzo de la segunda mitad de la antología encontramos “Leandra”, de Juan Miño, que narra el regreso al pueblo de la infancia: flota en el ambiente un aire de lenta decadencia, algo como el deshacerse paulatino de una época, de un lugar, de una memoria, de la misma protagonista: “Mi nombre es Leandra y fui perdiendo cabello desde que tengo trece”. De este cuento en el que nos encontramos con figuraciones pueblerinas reconocibles y un tono de letanía conciso, digno de Pedro Páramo, pasaremos a “Criatura la”, de Santiago Molina Cueli. En él se imponen múltiples torsiones al lenguaje, porque de eso se trata: de un grupo de personas que buscan revitalizar la literatura a través de un experimento con la lengua (y con una persona) tan cuestionable como espantoso.
Juan Otero escribe, en “Después del penúltimo cigarro”, lo que acaso podría ser leído como una parábola de la (incendiaria) pérdida del deseo en una relación. Lo de “incendiaria” debe tomarse en modo literal. Vanesa Pagani, por su parte, presenta otra forma del ánimo destructivo en “Lo electrodoméstico”, un poco al estilo del personaje de Michael Douglas en Un día de furia: cuando ya no se resiste más la insoportable cotidianeidad, algo hay que destruir. En tanto, en “Encuentros cercanos”, de José Pulfer, el género de ciencia ficción se cruza con el humor al presentarnos a unos alienígenas que aprendieron a hablar en cordobés: “-¡Apagá la´ luce´ alta, culiau! (…) le dice el mirtiniano a Enrique, mientras la nave se oscurece”.
Los cuatro cuentos finales de la antología marcarán, también, cuatro estilos muy disímiles entre sí: “Taller literario”, de Blas Rivadeneira, parodia con humor tanto a los asistentes de un típico taller literario como a las correcciones que allí podrían recibirse; “La experiencia Tracketk”, de Juan Sapia, cruza la caída de la Unión Soviética, los experimentos psicológicos con drogas (y la persecución política del régimen), con la música techno, las drogas duras de consumo masivo y un alocado plan de reinstauración de un orden comunista a partir de la alianza entre un dj y un ex psicólogo de la URSS; “Enroscada”, de María Scaia, fusiona los pensamientos de la protagonista con otra voz que aparenta ser un discurso instructivo común y corriente, pero que poco a poco va extrañándose hasta conducirnos al sorpresivo giro final y, por último, “El canto de la tierra”, de Martín Sporleder, le da un gran cierre a esta antología, con uno de sus relatos más sólidos: la historia de la decadencia de un hombre y el encuentro con su destino (si nos ponemos borgeanos).
En síntesis, Raros peinados nuevos ofrece al lector la posibilidad de encontrarse con veinte nuevas voces narrativas, veinte nuevos modos de pensar la literatura, de instalarse en ella. Siempre son bienvenidas este tipo de antologías que nos permiten bucear, con cierto orden, en la profusa producción literaria argentina actual. Con seguridad, seguiremos encontrándonos con los nombres aquí reunidos en los próximos años, cuando sus peinados ya no nos resulten tan raros pero sí igualmente llamativos, satisfactorios.
(Actualización noviembre 2017 - febrero 2018/ BazarAmericano)