diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1. En Ártico (Fiordo, 2017), pequeña nouvelle en verso, vemos la puesta en voz de la mirada de un sujeto lumpen, que se mueve trazando su derrotero por entre un paisaje en ruinas. Él nunca habla de sí mismo: esa tarea está delegada en aquello sobre lo que posa su visión. A este sujeto, pura voz, que tomará un disfraz como imagen (quizás sólo por la necesidad referencial de tener un cuerpo), no cesan de irrumpirle reflejos en la destrucción, primero, de un zoológico abandonado, luego de los personajes grises que pueblan un café y las calles de una ciudad cuyo tamaño sobra, y más tarde de los propios recuerdos y de sí mismo en el viejo barrio del amor. Ese camino en declive, al que se ve empujado por el asalto de la memoria, lo traslada como en un lento traveling de cámara por el espectáculo de las imágenes estáticas de su propia destrucción.
2. Del sujeto que enuncia en Ártico recibimos sólo indicios a través de la mirada que le devuelven los objetos sobre los que posa su vista, al modo en que Didi-Huberman propone la relación entre quien mira y lo que es mirado: “empezamos a comprender que cada cosa por ver, por más quieta, por más neutra que sea su apariencia, se vuelve ineluctable cuando la sostiene una pérdida (…) y, desde allí, nos mira, nos concierne, nos asedia”, se lee en Lo que vemos, lo que nos mira. Casualmente, el escenario que el narrador recorre en la primera parte de la nouvelle está marcado por el vacío y la ausencia: un sujeto del que nada sabemos se refleja en las ruinas y los restos de un viejo zoológico abandonado. Incluso, para darse –o darnos– una imagen, se pone un traje de “Santa” que encuentra tirado, un disfraz putrefacto y maltrecho que vincula con un imaginario de festividad que, de este lado, sólo puede proyectar su reverso irónico y ominoso, “una catástrofe navideña”. La imagen es visualmente fuerte: un bloque de color rojo decrépito que conecta, prefigurándolo, con algo del orden de la sangre. Asimilar esa imagen como propia también es tarea de la visión:
Me acerco a la orilla
Veo mi reflejo rojo navidad
En el charco ártico
Me sorprende
Creí desconocerme
Pero lo contrario
Me conocí
Lacónica, esta autopercepción enuncia de un modo que parece abrevar en la sobriedad borgeana, como quien solamente dice “el hombre era parecido a la voz”.
Este sujeto es también, en sí mismo, una ruina, el remanente de un hombre que fue capaz de construir un proyecto (amoroso). Aquella dimensión del afecto y del ser, ya clausurada, retorna como otro de los reflejos que le devuelve el abandono del lugar que recorre:
Ante las focas ausentes
Me acuerdo de ti
Por primera vez en años
Regresas a mí
En ese reflejo verde
En un zoo desolado
Y vuelvo a sentirme abatido
Allí hay una ausencia que retorna en presencia de otra ausencia. Pero la maniobra es más sutil, más inteligente que plantar un vacío en el centro de un personaje para definirlo en torno a la falta, porque ese recurso es susceptible de caer en la solemnidad que vuelve tedioso un texto. Al modo de la literatura clásica de los estoicos, el microcosmos está esbozado mediante el planteo del macrocosmos: jaulas vacías (mejor ‘hábitats’ que jaulas), “aves postizas” de yeso, de plástico, telgopor, plumavit y mimbre, todo lo que rodea al narrador habla por él, o mejor, él habla a través del relevamiento de ese espacio que recorre, con una distancia autoirónica que mediante el patetismo evade la solemnidad. “Quiero robarme un pingüino / Pero después ya no quiero”, dice –¿piensa?– un sujeto aún lo suficientemente digno para saber que lo ártico y lo antártico no se juntan, y por eso mismo, en su discontinuidad, pueden formar una lista.
3. Voy a admitir una falla: la primera vez que leí Ártico no alcancé a comprender qué de todo eso tenía que ver con la idea de una lista – idea y forma presente en el inicio del libro, más precisamente aludida en el subtítulo y en los epígrafes que lo abren –, más allá de la disposición del texto en la página (mera materialidad) y del uso ocasional del recurso, como el “papelito” que el personaje rescata del viento, “un duplicado / Copia carbónica / De una lista / Escrita a mano” de artículos escolares (¿proyecciones del hijo imposible?) o la extensa descripción de la ciudad:
Avenidas anchas
Edificios monumentales
Columnas
Ventanales
Torres de hormigón
Andamiajes
Plazas amplias
Semáforos
Cruces cebra…
La primera impresión general del texto fue que la concatenación lógica necesaria para construir una narración eliminaba de plano la obligada aleatoriedad de una lista (la heterotopía, en palabras de FoucoultFoucault, que leyó entre risas otra lista ya famosa). Recién en la relectura pude apreciar el delicado procedimiento: con los cortes, Wilson manipula el tiempo, lo acelera y desacelera a gusto, lo detiene. Así, si hay una narración, está descompuesta en las sucesivas imágenes estáticas que la forman. Esas imágenes no están hiladas, sino yuxtapuestas.
La ilusión de movimiento es, como en el cinematógrafo, precisamente una ilusión. En términos más visuales, si Ártico fuera una película, sería una en la que faltan fotogramas. Pienso en el videoclip de Like a rolling stone, la versión, justamente, de los Rolling Stones: un montaje de imágenes sucesivas pero estáticas, conectadas por transiciones que tiñen la cámara con el filtro de la visión de un ebrio (sensación apuntalada en el sonido errático de la armónica de Mick Jagger). En Ártico no está esa ebriedad, sino que es una cámara lenta –que se tambalea como un desahuciado– lo que hilvana las imágenes de la lista. Vuelvo a la escena del apuñalamiento:
Siento la piel ceder
Y cómo la hoja
Se acomoda
Entre los huesos
Y cómo mi carne
Se desgarra
La secuencia es lenta, en primer plano, silenciosa, y todo ocurre levemente, con una suavidad desafectada, como si fuera la propia carne la que se abre por sí misma para recibir el cuchillo, y ese detenimiento responde a la discontinuidad de las imágenes. A este respecto, recuerdo que David Oubiña propone para leer a Saer –más precisamente, para leer qué es lo que la literatura de Saer toma del cine– la idea de las “cronofotografías”, y destaca dos procedimientos: fragmentación y detención. “Para lograr una proyección fluida del movimiento y del tiempo, el cine debe capturar las acciones parcelándolas y congelándolas. (…) Digamos que, para proyectar la continuidad, es preciso pasar por lo discontinuo”, dice Oubiña. La discontinuidad es, precisamente, el requisito de la lista y el mecanismo de esa cámara que disecciona en Ártico, que se trasluce clara en el primer enfrentamiento con el guardia del zoológico, “el hombre de azul”:
Mano contra mi pecho
Lo miro
Está alterado
Me advierte
Su boca abre y cierra
Abre y cierra
Abre y cierra (…)
Me ataca
Puño al vientre
Quedo sin aire
Me doblo
Su rodilla
Mi rostro
Caigo de espalda
Algo del orden de lo discontinuo se manifiesta también en las palabras de la moza coja, cuando le habla al narrador sobre el frío:
Me dice
Que el frío
Es el alfa
Y el omega
Que antes del Cosmos
Había frío
Y cuando se acabe
Cuando los astros
Se extingan
Habrá frío
Que estamos circunscritos
Por el frío
Es decir, todos cuerpos separados por una distancia irreductible, yuxtapuestos pero sin conexión. El vacío que rodea a cada línea del texto circunscribe las imágenes del mismo modo (pienso en lo que Barthes dice sobre el haiku, delimitado por el aire que lo rodea en el blanco de la página).
(Actualización septiembre – octubre 2017/ BazarAmericano)