diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1.
Toda madre es teatral, pero solo para un espectador: su hijo. El vínculo es unipersonal por ambas vías, dispone a una única actriz hacia un público que, a pesar de ocupar solo la plaza central y a justa distancia, ha dejado la obra por comenzar sin más localidades. Porque de hecho no las hay; se trata de una sala con un gran escenario; varios cambios de escenografías, esencialmente de la casa y sus habitaciones, las de arriba y las de abajo en su corte longitudinal; algunos personajes que actúan casi a la manera de un coro naturalista, asumiendo la voz del pueblo, de la comunidad; y todo frente a una sola butaca. Pero si toda madre es teatral (y, después de leer Perla, no tenemos ninguna duda de que todas lo son), el drama, sus líneas de diálogo y sus soliloquios, sus movimientos y sus gestos, su papel y la puesta toda se conforma y se afianza bajo las marcas del hijo, con la condición, la condición literaria por antonomasia, que algo inmanejable, díscolo, suplemente la voluntad filial y quede fuera de todo código escénico. Roberto Videla lo señala perfectamente: “La veo, vuelve del dentista, está a cien metros, sí, es ella, la reconozco. Es y no es”. Subrayo: es y no es.
Perla, Pili, Perlita, Mamá Perla, Mamá. Así habrá sido nombrada, llamada, requerida, advertida… la madre de Videla, pero, ahora, en Perla (en el título Perla) es bautizada, registrada, anotada, y no solo en los sentidos religioso y civil de los términos, por primera vez. Es el hijo el que le ha dado un nombre cerrando así el vínculo en un círculo “cierto”. Porque para que toda madre resulte protagónica, el hijo-espectador debe ponerla en acto. Que es lo mismo que decir en el mundo, uno que, para diferenciarlos de otros, más fragmentarios, más quebrados, más rotos, y sobre todo, más provisionales, la extraordinaria sabiduría filial de Videla, llama redondo. Un mundo redondo:
Me refugio a su lado, me acerco, y casi la rozo, siento su tibieza, resbalo hacia abajo, pongo mi almohada sobre su vientre, cuidando de no taparle la pantalla y no pesarle. Me siente entre sueños, me toca el pelo, lo acaricia, dice qué suave es, igual al pelo de mi mamá —estoy seguro de que en ese instante sus ojos se humedecen como cada vez que la nombra—, y se duerme de nuevo. Quedo ahí con su mano quieta. No hay otro lugar mejor en el mundo que este, aquí: todo es redondo y cierto.
El mundo redondo y cierto de la madre, de las madres, se multiplica hacia dentro como en una gran y definitiva mamushka embarazada en abismo de madres e hijos, unos dentro de otras: aquí, el hijo en el regazo de su madre viva, sí, pero también, la madre viva en el pelo de su madre muerta —el de la abuela Dora que, escribe Videla, “reina en la cocina”—.
2.
Hay otras mamushkas en abismo en el relato de Videla. Al menos dos. Una no solo acepta de buen grado sino que estira la polisemia del nombre en un panóptico y crea, en el océano del planeta, una ostra para contener a la madre, a “Mamá Perla”. Se trata, en principio, de una simpleza conveniente, un aprovechamiento semántico fácil y cantado, pero que Videla usa, compone y desplaza en una escena en la que distancia y perspectiva juegan todo su potencial. Es casi al final de la novelita, cuando el punto de vista del hijo sube como en grúa (“como en una toma trucada de película”, escribe el autor), para calcular hasta donde ha dejado sola, sideralmente sola, a su madre anciana, nonagenaria. Ella está entredormida dentro de la cama y dentro de la habitación y dentro de la casa, y del lado de adentro de las alarmas, y en el vecindario, y en el pueblo solo y pequeño como un submarino en un océano de una sola ostra y una sola perla, donde el hijo alucina zambullirse (el recurso recuerda el final de “El hombre muerto” de Horacio Quiroga, y el relato “Manos y planetas” de Juan José Saer, donde, al igual que aquí, las subjetividades se abisman y aíslan, entran en estado de soledad cósmica).
La otra mamushka se expande por fuera de Perla; primero hacia la realidad, después, como no puede ser de otro modo, hacia un libro, uno posterior de Videla, Dichas y quebrantos donde, al tiempo que se ensancha la diégesis materna, se cierra el círculo. En Dichas y quebrantos, Perla lee Perla, asiste a las alternativas del personaje Perla para refrendar lo “cierto” de ese mundo redondo. Dichas y quebrantos contiene a Perla leyendo Perla:
Se puso sus lentes, se acomodó con suavidad en el sillón, leyó las primeras dos hojas, que son amargas, lloró sin dejar de leer, secándose las lágrimas con las puntas de los dedos, se controló. Dijo con la voz entrecortada, chica: Así es la vida.
Pero hay más porque esta escena también contiene al autor, el espectador, el director de Perla, observando a su madre leer Perla (el gerundio es ineludible). Aquí en una rara tercera persona que parece proteger al hijo de las consecuencias de sus actos literarios, de sus actos filiales, de sus actos a secas, confundidos entonces en su sino autobiográfico. Videla abandona aquí la primera persona, “Él no sabía qué hacer con lo vivido”, escribe, para seguir modulando esa ignorancia.
3.
El factor Puig. Dominante en Perla. Con variantes que tensionan el hilo de una tradición que proliferó, quizá demasiado, en la literatura argentina de fin y de principio de siglo. Por lo general (digo por lo general para atenuar una afirmación que no es resultado de ningún escrutinio), los nuevos narradores han tomado de Puig la factura de los diálogos, el arrastre de los estereotipos y el montaje discursivo, sin llegar a las sutilezas ni de su escucha ni de su composición ni de su textura, y han dejado caer el universo pueblerino, eminentemente pueblerino de sus dos magistrales primeras novelas. Es algo bastante evidente pero creo que no se ha subrayado lo bastante. Videla, en cambio, lo acepta en bloque, como debe ser. No quiero decir que para escribir como Puig hay que nacer en General Villegas o en General Alvear, aunque un poco sí, un poco quiero decir eso.
Perla lleva la voz cantante de su terruño (así nombra Videla a General Alvear) una voz soberana que, en su gran parte, no está marcada, en la frase, ni por guiones de diálogo ni por comillas. Surge sin avisos ortográficos y, de manera tal, que impone sus tonalidades a todas las demás voces, al “coro”, y sobre todo, a la del narrador, al hijo; pero no solo su tono sino también sus asuntos, que son los de su pequeña comunidad. Perla señala en sus líneas de diálogo, en sus parlamentos, lo que hay que recordar de su comarca y, en consecuencia, lo que hay que contar. La madre: “Los Ayassa, los del frente, te acordás”, la madre no pregunta ¿te acordás? sino que afirma, imputa un recuerdo (de igual modo utiliza su muletilla “viste”). El hijo: “Miro el negocio que me señala; la casa estaba detrás y recuerdo que una vez en el patio seco y sin plantas, el Eduardo, que era una poco mayor que yo, con quien no éramos amigos, me quería enseñar a mear lejos”. Y también: La madre: “Te acordás de Lía, la de los ojos bonitos”, El hijo: “Yo me acuerdo de la hija, bellísima, de ojos del mismo color de la madre”. Debo aclarar que estas citas, ordenadas y adaptadas aquí en formato dramático solo por celo didáctico, “la madre”, “el hijo”, no le hace justicia a la soltura de Videla que puede prescindir de él sin perder un ápice de su matriz dialógica, al contrario.
Perla domina, prevalece, marca el rumbo de las frases y de las cosas, y a veces hasta un punto amañado, denso, difícil de soportar, paralizante. Así: “Pero ¿dónde vas a ir a esta hora?”. Y después “No, andá, andá… hacé lo que tengas ganas, pero… si ya mañana te vas y ahí vas a poder hacer lo que quieras”. Se trata de ese suplemento díscolo de la enunciación que el narrador, es notable, subraya en itálicas:
ese poder hacer todo lo que quieras y ese ahí están envueltos en algo oscuro, enredado. Me siento ridículo, ahogado, rencoroso. No quiero quedarme ni quiero salir, ahí estoy en medio del ovillo.
El ovillo: otro aspecto (temible) del mundo redondo.
4.
El artículo antecediendo el nombre. El Eduardo, el Carlitos, la Franca, el Tomasito, la Nora, la Dorita, el Cacho, la Chela. Un riesgo alto de provincianismo pero aquí, en el relato de Videla, un pase extraordinario de autenticidad y distinción. Cuando uno escribe sobre su propio pueblo, sobre su propia vida en su propio pueblo, el costumbrismo acecha. Y mucho más que cuando uno escribe sobre su ciudad (de una cifra mayor a los 500.000 habitantes, como mínimo) o, incluso, sobre el propio barrio de esa su ciudad. Para cualquier escritor provinciano y autobiográfico, el costumbrismo es una amenaza, un apremio. Pero en tren de evitarlo, de zafar de esa influencia tan emoliente y tan mal vista, se suele cegar la percepción de la comarca. Por pavor a caer en el folclore, en el color local, en los tipos, pero sobre todo por pavor a caer en el tarro idiosincrásico del último orejón provincial, los relatos eligen pulir sus visos pintorescos bajo la doxa admitida por los esnobismos metropolitanos. Si además del regreso al pueblo natal, se trata también de los recuerdos de infancia en primera persona, la cosa crece en complicaciones ¿cómo salir artísticamente indemne de semejante conjunción ideológica?, ¿cómo lograr que, mi pueblo, mi vereda, mi casa, mi vecina, mi mamá, yo sutilicen sus rasgos impares en el torrente de las tipologías?, ¿cómo, a su vez, que esos rasgos potencien, por derecho propio, sin delegación, la experiencia de un lugar (del terruño, como lo llama Videla, y hay que repetirlo porque muchas de sus inflexiones derivan de esa nominación) y de un vínculo que, en realidad, no existen antes de ser contados?
Videla no le teme al costumbrismo acechante, pero sabe mantenerlo a raya, a la distancia necesaria como para no desnaturalizar su relato: por un lado, por el lado de la demasiada proximidad que le restaría a sus escenas lo que tienen de único e inaplicable para irse en clichés, como el perejil se va en semilla; pero por otro, por la demasiada lejanía que dejaría sin autenticidad sus descripciones, sus diálogos, sus personajes; un equilibrio perfecto de camellos, ni tantos para pecar de exotismo nativo, ni tan pocos como para resultar extravagante y snob. “Así es la vida”, dice Perla. La muestra más perfecta de este equilibro es una larga enumeración de nombres que, por arte del retrato ultra sintético —hay muchos ejemplos de la destreza de Videla en este género, sobre todo en otro de sus libros Maestros y traiciones— adquieren sus derecho de personajes literarios y, tal como lo creía Chesterton de Dickens, basta que estén en la novela para que, aunque fugaces, resulten inolvidables. Allí entonces, el mapa de los muertos y de los vivos de General Alvear, del que cito un fragmento:
¿Estará vivo mi mejor amigo de la primaria, el Tomasito Kobayashi, al que se le paspaban las mejillas por el frío? Me llenaba de orgullo tener un amigo japonés: yo quería a los indios, no a los cowboys, y a los rusos, no a los yanquis. Los compañeros de clase, de infancia y de escuela —la Carlos María de Alvear—, los amigos de adolescencia, los conocidos, la Nora, la Dorita pelirroja llena de pecas, la Alcide que casi me sacó el primer lugar, la Dolores que tenía epilepsia y nos pegaba unos buenos sustos, el Leo que me contó toda Psicosis en un viaje helado en ómnibus un domingo a la tarde de invierno, parados seis horas, los dos de uniforme, yendo al liceo a Mendoza, la Cuqui, Beby, el Boli, Coco, —Carlos M., que era malo conmigo—, Néstor y el Cuqui, el José Antonio, Elián, el Yayo, el Pichón, la Iris, Rubén… ¿están?
(Actualización septiembre – octubre 2017/ BazarAmericano)