diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Octaedro. Teatro Caras y Caretas, Rosario, julio y agosto de 2017.
Escrita y dirigida por Carla Saccani.
Una producción de Laboratorio teatral Saccani-Lorenzo en coproducción con teatro Cabeza.
Actúan: Emmanuel Alanis – Belén Ballesteros – Daiana Bonus – Marco Cettour – Marcos D’Agostino –Marta Fritschy – Gabriela Isele – Luciana Mangó – Macu Mascia –Alicia Oddo– Verónica Ortiz – Mariano Saez – Claudio Sánchez – Juan Manuel Tardío.
Actores invitados: Elías Blanco – Juan Carlos Capello – Armando Durá – Cecilia Parola.
¿Qué pasó en Octaedro? Algo que pocas veces acontece: en la obra, todo termina puesto en un riesgo absoluto, susceptible de ser desmoronado a cada paso, en cada escena, en cada aparición. Y en ese sentido, lejos del lugar común actual de la búsqueda de aceptación –moral y crítica– Octaedro se vuelve un barrio –y una puesta en escena– perturbador y casi indigerible por la violencia sádica que comienza a circular entre los discursos en la sucesión vertiginosa de los micro–mundos que se van enlazando o, mejor dicho, negociando o gastando favores en una red fluyente que parece más atrapar que sostener a los personajes y a sus historias.
La cuestión sería tratar de entender qué es lo perturbador de la puesta en escena, en esta noche en la que escribo porque dormir es difícil después de verla. Y aunque intentar hacerlo no sería sino un fracaso, porque lo perturbador está en la imposibilidad de concluir ante una vacilación que abre la obra y que no clausura en la mayor parte del tiempo, salvo casi en la moralización del triple final excesivo que, sin embargo, no podría ocurrir de otro modo en la dramaturgia de Carla Saccani. Y es, también, la sensación de estar asistiendo a una obra en la que la realidad puede irrumpir en cualquier momento y someternos a nosotros como espectadores, pero también a actores, directora, colaboradorxs y al teatro mismo en la pendiente sin freno de la violencia (institucional, social, jurídica y política).
La vacilación es, en un punto, temporal. La primera parte de Octaedro nos lleva al año 2015 d.C., el momento en que se arman las listas de una campaña para competir en las elecciones, lo que anuda una red de favores dados, devueltos y prestados entre un multimedios, una iglesia evangélica con deidades y seguidores gatunxs fálicxs, una carnicería donde se despelleja gatos, una travesti que escapa de una red de trata y que se vuelve el nuevo resucitado, una madre y un hijo militante que se disputan el poder aunque se amen, las hijas del dueño del multimedios, los soldaditos y las manos derechas de una red narco y un armador político que vende todo.
Esa temporalidad abierta que parecería reenviarnos al año 2015 de la reciente campaña política nacional es, sin embargo, engañosa. Porque Octaedro no se trata meramente de una alegoría de la historia política argentina reciente; es la postulación de un universo paralelo –en el sentido que esto implica en las modernas teorías del caos y de la relatividad– en el que trascurre un tiempo vital descarnado y violento, en el que la realidad se resolvió de otro modo, diferente, aunque inevitablemente con los mismos elementos. Por eso, en la apertura y el cierre de la obra, la voz en off nos aclara que “se trata de una ficción” donde “cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia, sino el resultado de una búsqueda estética”. Más allá del anacronismo residual de lo “estético” como valor o clave para comprender una obra en la contemporaneidad –que no voy a discutir en esta breve reseña–, lo que esa advertencia introduce es una sutura entre vida y ficción que envuelve a espectadores y a todos los participantes de la puesta en escena en una apertura de mundos sucesivos en diversos planos: en dos niveles diferenciados encima del escenario, en otro por debajo y en un bar o una casa, dependiendo el momento, con una mesa en medio de los espectadores e, incluso, más allá, detrás de los espectadores desde donde irrumpen, muchas veces, los personajes. En la sucesividad de esos mundos/espacios empalmados y, al mismo tiempo, diferenciados, es donde Octaedro despliega el tiempo alterno de 2015, en el que lo vivido y lo que vivimos en y a partir de la puesta en escena se vuelve familiar e irreconocible en y con el tiempo (el vivido y el puesto en escena). Aparecen remisiones a lo que conocemos: por ejemplo, el noticiero De 12 a 14 de Rosario, las transformaciones en la conducción, un periodista que se parece en su aspecto a una estrella de ese oficio; pero cada uno de estos elementos se vuelve irreconocible por las identidades, las historias y las redes en que son presentados y contados. Es decir, estamos en un universo alternativo a este que nos tocó. Y es ahí donde la ficción teatral gana: en esa indecibilidad entre lo conocido y lo desconocido de un tiempo que vivimos, en el entrelazamiento del universo que somos con ese otro posible en el que no fuimos.
Tal “vivir el tiempo” no es una mera metáfora o representación. En la ambiciosa puesta que dura 5 horas, con apenas un intervalo, espectadorxs, actorxs, directora y técnicxs estamos inevitablemente viviendo el transcurso del tiempo corporal y psíquicamente. Entramos a las 21:00 hs y salimos a las 02:30 hs. El peso del tiempo, sin embargo, si se siente en la sucesividad de las historias, en el vértigo irrefrenable en que todo deviene, parece no percibirse por la agilidad en que se articula el universo alterno. Pero cuando todo termina, cuando ya el Octaedro nos metió en el barro del barrio, nos damos cuenta de que estamos agotados, de que hemos vivido el tiempo, el vértigo, la violencia, el desequilibrio y la fragilidad de esxs personajes fuera de la ley.
Sin embargo, el “fuera de la ley” –y aquí está lo interesante– no se despliega en un exotismo ni en un criollismo ni en un mero grotesco localista como podría parecer en un primer momento la escala rosarina que viven los personajes de Saccani. Es, antes, una inespecificidad de escalas que los atraviesa en flujos locales, nacionales y globales que se ponen y sacan como si fueran meras ruinas de algo que no fue, pero que, sin embargo, intenta seguir siendo y los identifica y los desidentifica durante la obra. De ahí que, por ejemplo, “la mujer de papi”, una prostituta recuperada –o corrompida: no lo sabemos– por la Iglesia, sobre el final, intente presionar o contar la verdad a la periodista que ha cambiado los hechos en el noticiero: la aparente ingenua se vuelve la única que puede exigir la verdad y contarla frente a aquellos que solo la usan para armar una carrera o un resultado electoral. Este trabajo con las ruinas de las escalas e identidades también se da en la mutación de géneros y sexualidades en que devienen los personajes y, sobre todo, en el trabajo con los imaginarios mediáticos del narcotráfico que se pliegan y despliegan, se unen y desunen, a un imaginario manipulado e inmanipulable de riesgo mundial y moralizante. De ahí que ese tiempo que vivimos y que remite a la actualidad, pero también al pasado (el 2015 no es sino ya el pasado), lo haga plagado de esas escalas que son ruinas y fantasmas de un tiempo que ya no es, pero que sigue y seguirá siendo.
Y ahí, quizá, esté lo más perturbador de todo. Porque el fantaseo sádico de esta ficción teatral se sostiene en la inespecificidad de los discursos que mezclan política, vida cotidiana, sexualidad y poder, de un modo corrosivo y destructor, al punto de que la carnicería de gatos muta en una carnicería de cuerpos humanos durante un velorio donde el único sobreviviente es el periodista reconocido e irreconocible por todos que reproduce una verdad–mentira para imponer la moral de la justicia y de la seguridad como forma de gobierno. Lo perturbador allí es múltiple. Pero advierto, de momento, dos modos que, me parece –así, con esa vacilación–, se superponen. Se trata de la perturbación de lo político en escena y dentro de ese imaginario. En escena porque, según los valores de la crítica actual, que se consolida desde la década de los ´80, pero en una tradición que puede remontarse a diversos momentos de la cultura argentina, la apuesta que remite o trabaja con la política actual, con las coyunturas, es menospreciada y participa generalmente de un consenso de disvalor que se impone como poder del campo. Y Octaedro, aunque configura un universo alterno, no deja de remitir, de todos modos, al tiempo político que vivimos, con toda la complejidad aquí apuntada, y aunque no aparezcan partidismos explícitos ni épica alguna (toda épica es destruida de igual modo que los proyectos criminales y las manipulaciones de los personajes), lo cual pone en riesgo de disvalor a la puesta por parte de la crítica especializada, al tiempo que confirma el riesgo de la dirección y de la escena por un potencial de disenso actual al que no renuncia, en general, toda la dramaturgia de Carla Saccani.
Pero si esa perturbación del valor en la contemporaneidad se presenta en Octaedro, también lo es para la política dentro de las democracias contemporáneas donde el fantaseo sádico se vuelve paranoide y demuele su estructura. Porque la puesta en escena, además de las historias de los personajes, se resuelve en una venta de votos. El voto se vuelve accesorio, casi un elemento menor que no decide nada, una pantalla, para los saldos y préstamos de favores que se dan entre los personajes por detrás de las campañas. Esa perturbación de lo político, corrosiva y producto del sadismo de la obra, en la actual coyuntura política, si bien puede remitir a la pos campaña que ciertos sectores políticos en 2015 llevaron adelante como forma de desprestigio del adversario, demuele de plano el consenso democrático y deja expuesto el estado de excepción autoritario e hipócrita en el que se vive en ese mundo alterno que, sin embargo, vivimos en el tiempo de la obra. Si este punto demoledor de la obra nos perturba porque cuestiona un aspecto indigerible –y posible– de las democracias contemporáneas que también vivimos, no deja, sin embargo, de producir unas válvulas de escape en la complejidad con que todos los planes y proyectos de cualquier poder son, constantemente, saboteados por microdecisiones e historias mínimas que son en esa temporalidad mayor. Como si el tiempo que vivimos, autoritario, estuviera siendo puesto en jaque y redirigido, revivido, en cada ocasión, por un puntillismo temporal mínimo sucesivo o superpuesto a ese otro.
La perturbación que Octaedro nos produce, sin embargo, no deja de emocionar en el inmenso, excesivo y gran trabajo que el Laboratorio Saccani–Lorenzo ha realizado con 17 actores en escena, que nos sumerge de golpe y con crudeza en el tiempo que vivimos, a veces, sin darnos cuenta y no solo durante las cinco horas de la puesta en escena, aunque sea un universo paralelo.
PD: corrijo esta reseña, luego de la evidente manipulación de votos que los funcionarios políticos del presente argentino han llevado a cabo en la última elección legislativa para generar un show mediático exitista. La perturbación profética de la obra aumenta.
(Actualización septiembre – octubre 2017/ BazarAmericano)