diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Ana Porrúa

El círculo perfecto
Últimos días de Sexton y Blake, de Leónidas Lamborghini, Buenos Aires, Paradiso, 2011.

“y me reconozco pero no/ me identifico/ en lo que está” se lee en “en el camino su (una epopeya de la identidad)”, un largo poema de Leónidas Lamborghini (El Riseñor, 1975), que reescribe el Himno Nacional Argentino y la Marcha Peronista. De hecho, este movimiento dará que hablar siempre en su literatura; en el mismo poema están las figuras del extraviado, que se busca y no se encuentra, aun cuando lee su nombre en el diario y ve su foto, y la del loco, que habla con otro y cree que es él mismo. Una es espejo de la otra y las dos articulan la figura del doble como aquel que oscila entre el reconocimiento y la identidad en esos himnos. La figura del loco estará de manera central en “Diez escenas del paciente” (una de las secciones de El solicitante descolocado, 1971) y la del vagabundo es la que une los fragmentos de los poemas propios y habilita la mezcla en Carroña última forma (2001). El loco, el linyera, la pordiosera; los que están fuera de sí o fuera de la ley: El solicitante descolocado y El saboteador arrepentido están fuera del mundo del trabajo o entrando y saliendo de allí, en la saga que cierra en 1971; El solicitante llega a la “casa llena de ruidos” intentando entender ese ruido y muchos años después, en Perón en Caracas (1999) ese ruido reaparece, inquietante cuando se escucha “un pandemunium sonoro en el que nada armoniza, un caos de ruidos y chillidos, de disonancias que superan el límite de lo soportable…es el monstruo maldito en el país burgués”. Y qué decir de Eva, cuyo discurso está cortado y por momentos invertido, que tiene un a voz sacada de caja, alejada a golpes de La razón de mi vida, el texto que Lamborghini reescribe en “Eva Perón en la hoguera” (Partitas, 1972).

En “en el camino su (una epopeya de la identidad)” un verso se repite como estribillo: “y salgo y entro”. Entrar y salir de los himnos en este caso, entrar y salir de los otros textos como modos de entender y no de arrojar una verdad, cuando entender es exhibir la distorsión, todos los sentidos que están abajo del sentido único, la contradicción (que es el lugar preferido siempre por Leónidas Lamborghini). Salir y entrar de manera incesante, irse y volver, arman esa figura del ritornello encriptada en los versos.

 

II

Si la figura del doble era la que tramaba la contradicción en los textos de Leónidas Lamborghini y, también, el contrapunto de voces, en Últimos días de Sexton y Blake una y otro desaparecen. La contradicción ocupa toda la escena como única “realidad”, la del absurdo; está presente, por supuesto, pero es el único lugar. El tabuco en el que viven Sexton y Blake, dos amigos septuagenarios es el sitio exacto del absurdo, en el que inventan formas del juego; el lugar del que salen o se van pero el único “real”. La aparición de las voces, por su parte, está acotada; pero cuando aparece el diálogo no tiene la forma del contrapunto. Entonces, cuando Sexton habla (siempre habla él primero, siempre abre las escenas) Blake prácticamente repite:

Sexton: -El galgo, otra vez…
Blake: -…a la carrera…
Sexton: -…saltando obstáculos…
Blake: -...y alcanzándonos siempre…

No se trata de una voz que contesta a la otra, sino de un complemento, justamente, como el doblez evidente que va de uno a otro, como una sombra, e incluso como un eco:

Sexton: -Mas la vida tiene abismos insondables…
Blake: -Hay caminos de la vida intransitables…
Sexton: -Hay recuerdos de amor inolvidables…
Blake: -Hay vacíos imposibles de llenar…

Como se ve, tampoco hay deformación de lo que otro dice  porque en todo caso el piso es el del sinsentido. El piso es el sinsentido y uno podría ponerlo en mayúsculas pero iría en contra de la idea de literatura de Leónidas Lamborghini. El piso es el sinsentido como único piso y el libro se instala, de lleno, en el absurdo. Si antes Lamborghini urdía en los textos a partir de sus fisuras, los daba vueltas y en ese gesto solía aparecer el absurdo, ahora está de entrada y no para cuestionarlo sino porque se acepta como única palestra. Por esta razón, cuando aparece bajo la autoría de Samarella la “Teología de la Distorsión” (“Hay que luchar contra los poderes del Mal asimilando y asumiendo la distorsión que estos operan en el mundo y devolviéndoselas multiplicada”) pareciera más la obsesión del escritor por poner en juego su teoría que la puesta en práctica de esta idea, dado que Sexton y Blake viven en un mundo al revés sin necesidad de revertirlo.

Últimos días de Sexton y Blake se escribe sin necesidad ya de entrar y salir del sinsentido, apostado allí. Los dos amigos viven como dije, en un tabuco. Están tabicados allí aunque salen para molestar a los vecinos, tocando timbres y aunque luego parten al exilio, sobre el final, cuando son expulsados del país y van por toda Europa y terminan en el Tíbet. En ese tabuco está todo porque está “El altar de la infancia”, el escenario perfecto en el que los “dos niños septuagenarios” juegan, el decorado de un rito: una pelota, un balero, unas canicas, una rueda de bicicleta, un triciclo y una palabra, vereda.  No se trata, claro, de una infancia sin tiempo y feliz, no se trata solamente del tiempo de la inocencia, sino también de la crueldad: “Sobre el asiento del triciclo, un pequeño cuchillo con el que, alegres, destripaban a las orugas ´para ver cómo sufrían´”. Porque lo trágico está presente en el libro, muy presente.

El dramatismo está lejos de “la canalla elegíaca”, “de la lagrimita” que tanto detestaba Leónidas Lamborghini. No hay nostalgia, el altar no es el lugar de la nostalgia, hay, en el sinsentido, horror y risa pero me atrevería a decir que, como nunca antes, este libro cuenta una historia de amor e incluso puede leerse en clave filial (no puedo dejar de pensar en esto). Lo amoroso, como en ningún otro libro de Lamborghini, articula esa relación: Blake trata de convencer a Sexton de volverse loco y cuando este se araña la cara “le lavaba las heridas del rostro con saliva”; luego, en otra escena, se secan uno a otro los párpados con soplidos. Sexton y Blake sufren, tienen crisis suicidas pero lo que prima es el juego como salvación, como catarsis. Uno de esos juegos es el ajedrez imaginario (sin tablero, espalda contra espalda, desplazando fichas inexistentes en el aire a partir de un reglamento fraguado, dado vuelta) y el resto son juegos circulares. Cuando los corre “el galgo”, en los momentos de angustia y depresión, está el juego de correr en círculos; también está el juego de mover los ojos en círculos a la vez. El círculo incluso es la forma del juego del ventilador de techo que “les habla”.

El círculo de los que están volviendo (al principio, a la infancia) y de los que se están yendo porque viven “sus últimos días”. Tal vez la escena más clara de este círculo –otro de los ritos de los amigos septuagenarios– es la de Moby Dick de Melville:

“Acaban de poner fin a la lectura de Moby Dick. Cerraron el libro y apoyaron en él su oído: como si fuera o hubiera sido una caracola en la que resonaba el eco de todo lo que esas páginas contenían: el silbido de los vientos, el fragor de los mares, las voces de la tripulación, el bufido y los coletazos del gran pez por deshacerse de los arpones.”

No basta la lectura, es necesaria la escucha. Escuchar lo que hay en ese libro que suena. Antes, el poeta escuchaba el ruido de los telares en la fábrica, escuchaba a aquellos que se manifestaban en la plaza, escuchaba incluso la voz de Eva para que la escuchemos de otra manera; ahora la escucha lleva a otro lugar, no a hacernos escuchar sino a que la literatura pase a la realidad como juego, y este es el círculo maestro:

“Sexton y Blake –lectores ávidos de libros de aventuras– desearon, como suele ocurrir en estos casos, emular las que allí se relataban. Y se apretaron, de inmediato, a salir del tabuco convertidos en cazadores de ballenas; decididos a atrapar un ejemplar.”

Y salen, efectivamente, y están en medio de una tormenta y atentos a la aparición de la ballena. Salen a buscar la literatura (que es la vida) y regresan a la habitación a secarse y apenas se secan, vuelven a apoyar el oído sobre el libro. El círculo perfecto, el ritornello, nuevamente. Hay un final en el libro que no es el que quisiéramos: “Regresaron. Ni rastros del tabuco. Ni rastros de los ´uni´y de los ´multi´. Estaban solos en una ciudad –la que habían dejado obligados- de calles desiertas. Levantaron la vista. Habían llegado al final del camino: del otro lado de esa realidad nada había.”. Tal vez porque nosotros, los lectores, no queríamos el final. Sin embargo, podemos recuperar el círculo, podemos apoyar el oído en Los últimos días de Sexton y Blake, o en Odiseo confinado, o en El solicitante… para que la literatura siga sucediendo.

 

(Actualización septiembre-octubre 2011/ BazarAmericano)

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646