diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Edición facsimilar de la versión definitiva publicada por Losada en 1963, esta que edita ahora Lamás Médula, sin paratextos ajenos o comentarios, vuelve a instalar en el mercado lector una obra fundamental para entender el decurso de las poéticas experimentales en nuestro país. Con base en la sonoridad de la letra y en la dimensión fónica del lenguaje, el verso de Girondo desfigura espacialmente la cadencia de la métrica castellana tradicional, entrecortando la fluidez estándar de las sílabas contadas, al tiempo que ensambla palabras o las convierte en ruidosos neologismos aliterados, ecos de grupos vocálicos o consonánticos que reduplican los fonemas al modo de una cámara de sonoridades fantasmales. Lo que bien pudiera ser literal o empresa de la denotación, se ha trocado en un puro juego de alusiones y desplazamientos semánticos producto de una fonética inventada, un idiolecto que el poeta construye para sí, funcional a su proyecto de decir lo hondo, aquello recóndito que reclama no una palabra transparente sino un balbuceo misturado, hecho de retazos de lengua, de injertos de sobras morfológicas puestos aquí y allá.
Parecería lógico que, construido con este tipo de herramientas, el libro final de Girondo haya tenido en su momento una recepción modesta, cierto silencio de incomprensión o rechazo. En algunas cartas el mismo autor así lo acredita. No obstante esto, algunas voces tempranas se animan a un moderado entusiasmo, como fue el caso de Miguel Ángel Asturias, quien en 1956, recién salida a la venta la primera edición, publica un comentario periodístico en donde refiere al trabajo sobre la jitanjáfora, la figura seminal de Artaud y el antecedente inmediato de El Gran Burundún-Burundá ha muerto de Jorge Zalamea. Más prolífica ha sido, en cambio, la intervención de Enrique Molina, quien a partir de un primer boceto de 1967, reelabora y extiende un estudio crítico que acompañará a modo de prólogo las Obras, aparecidas al año siguiente.
Durante la presentación de esta reedición a cargo de Néstor Colón –director de La Cactus Collection–, primero se leyó un texto crítico sonoro, ahondado en cada sílaba y cada vocal elegidas para el chispazo y la pérdida en el ajeno, ajedrezado murmullo que propone el autor de Veinte poemas… Martín Crespo, a continuación, resaltó algunos aspectos estilísticos del corpus girondiano, con apoyo de un powerpoint mediante el cual se proyectaron dibujos, notas, primeras ediciones y poemas manuscritos del autor. Con respecto a En la masmédula, Crespo destacó el esquema métrico de heptasílabos y endecasílabos que subyace, cortado y alterado visualmente, con la sonoridad, los acentos y la música castellana típica, con «el tableteo de las sílabas yuguladas» como decía Asturias en su reseña de El Nacional.
Si el trayecto poético de Girondo se abre en 1922 con Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, un libro-objeto destinado al ojo, grande, con ilustraciones del autor, conjunto de poemas en prosa que son verdaderos croquis de viajes, descripciones y anotaciones de pintor, raudas, abocetadas, de los perfiles y luces de la ciudad, dicho proyecto se cierra en 1963 con esta rara masmédula destinada a las orejas. Aquí es lo sonoro lo que golpea el abecedario agrupando consonantes con vocales que se comportan como verdaderas campanas o cencerros, grillos que mediante el hueco de su lira van multiplicando la onda acústica mientras las letras se friccionan. Motor de esta energía rítmica que libera el calor de los morfemas así frotados, los géneros del eco, el polilingüe, el poema macarrónico o los disparates actúan como tradiciones que se reactualizan en este sonido nuevo que propone Girondo. Al respecto, refiere Molina en el prólogo ya citado que las «superpalabras» creadas por el poeta segregan «significaciones múltiples y polivalentes, que proceden tanto de su sentido semántico como de las asociaciones fonéticas que producen»; Aldo Pellegrini, por su parte, destaca «la secreta homología entre sonido y significado» implícita en esta aventura poética.
Nuevo Ovidio, en el interior de sus palabras-valijas laten criaturas yuxtapuestas producto de la cópula entre objetos de naturalezas que no coinciden en el mundo real. Ese yo-yo lírico que reseña la taxonomía fantástica de una fauna y flora digna de figurar en la enciclopedia de Plinio el Viejo opera la «síntesis de especies y reinos», y de sus metamorfosis verbales acuden al verso la «metafisirrata» y el «egogorgo», las «multillamas», el «erofrote» y los «astroides trinos». Por eso, el canto de lo plural no estaría sólo en la particular comunicación sinfónica que establece el poema con el lector, sino además en las categorías morfológicas que recurren a la pegatina y la mezcolanza para animar estos híbridos verbales, en los cuales miembro biológico y prótesis celebran su prohibido matrimonio.
Lejos de interesarnos por el existencialismo cansado que machacan algunas reseñas, cierto estremecedor orfismo oracular de un Girondo devenido en moderna pitonisa, es a la novedad y a la potencia de sus herramientas expresivas a las que debemos la brecha que perfora esta obra en el panorama de la poesía argentina. La glosolalia exasperante de Emeterio Cerro o la espacialidad abierta en la hoja de algunos poetas nucleados alrededor de la revista Xul encuentran su sinergia en esta peculiar obra poética; incluso la carroña que al final de su experiencia revelan la forma nueva en que se condensa el corpus lamborghiniano. Por esa senda rota vienen marchando unos y otros, inmersos en el ruido; como buenos performers desfilan con pancartas vacías, estimulados por el silencio que generan.
(Actualización septiembre - octubre 2017/ BazarAmericano)