diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Matías Moscardi

El corazón vacío del huracán
Escala de Beaufort, de Julián Miana, San Miguel de Tucumán, Minibus ediciones, 2017.

                                                                              «La muerte –ese jardinero–»

                                                                                            Rilke

 

Hace unos meses, en una lectura de poesía en el marco del FILT, en San Miguel de Tucumán, lo escuché: leía para adentro, como avergonzado o tímido, nervioso, pero sin titubear, con determinación. Personalmente, detesto los golpes bajos: entristecer es fácil. Pero cuando Julián Miana (Santiago del Estero, 1991; vive en Tucumán) terminó de leer no sentí, precisamente, tristeza sino una fuerza de máquina, como el desgarro metálico de esos aparatos de construcción que pueden rasguñar el asfalto con sus pinzas para hacer un pozo e instalar caños subterráneos nuevos en una cuadra céntrica.

¿Cómo sostener, hoy, un poema que hable, lisa y llanamente, de la muerte, o de la sexualidad, o del delirio mental, cuando no directamente de la locura? Los lugares comunes son un problema para todo escritor. También lo es el lugar común de evitar los lugares comunes. Recuerdo una vez en la que Daniel García Helder me recomendó El libro de la locura (2000; póstumo), de Raúl Gómez Jattin, un libro escrito en una clínica psiquiátrica por un suicida colombiano, una escritura en la que detrás se siente palpitar muerte. Su música era, por supuesto, la de los poetas malditos, pero más la de “El desdichado”, de Gérard de Nerval. Aunque había algo, en la resolución, que lo volvía netamente único y contemporáneo: el poeta, por mencionar un detalle que recuerdo, quiere matar a su madre, desde la ducha, con canciones de amor. En su cabeza, escucha a los Brujos blancos y a los Brujos negros. Le pasa lo mismo a otro suicida peruano, Lucho Hernández, que robando versos, imitando, plagiando, en su libro Charlie Melnick (1962), se vuelve único: «Si regresaras/ qué habría de decirte». Si no me lo hubiera recomendado Helder, no hubiera sido lo mismo: mis prejuicios hubieran actuado y me habría parecido una escritura demasiado cargada, excesiva. El foco de la lectura tenía que estar en otra parte, pasar por otro lado: la precisión, la contención, el trabajo con el lenguaje incluso en la densidad de esas experiencias límites; atributos que pude percibir por la transferencia autoral de la recomendación.    

El libro de Julián Miana se llama Escala de Beaufort (Minibus, 2017): la medida para calcular la fuerza del viento, para prevenir los huracanes. A medida que avanzaba en la lectura, volvía la impresión que tuve con Gómez Jattin o Hernández: ¿cómo hace este tipo, en 2017, con 25 años, para escribir la locura, incluso lo psiquiátrico, sin que sus poemas se tiñan del sonido estilizado y anacrónico de la imitatio o de la copia? El olor es una máquina del tiempo en potencia: y en el libro de Miana, el viento, y lo que el viento se lleva y trae de manera constante, son claves que nos reinstalan en un presente atravesado con la relámpago del pasado y el trueno del futuro. Escala de Beaufort es, en este sentido, un libro denso porque trabaja, decía, con olores que vienen y van en la motricidad del verso como movimiento brusco de un viento arremolinado. Y si bien el libro va en ascenso y busca el in crescendo hacia el huracán –cada sección distingue velocidades en aumento, en kilómetros por hora–, por otro lado, me interesa de la figura del tornado, más que su potencia destructiva o su intensidad, las vueltas concéntricas y las relaciones con el vacío que acarrea: porque la energía del libro de Miana siempre es la del corazón vacío del huracán, la anestesia de la intensidad. No su potencia arrasadora, sino la calma muda que lleva adentro: ahí nace esta escritura extraña, clásica y a la vez netamente actual, contemporánea, como diría Agamben, en el sentido de desubicada en el tiempo y perteneciente a él.   

 

Hubo hace poco un incendio

vino del parque donde los árboles

eran los edificios del centro

 

Así arranca el libro: con un incendio urbano como una visión del infierno tucumano, el jardín de la república. Pero la imagen está apenas trastocada: mantiene el escenario y la fuerza significativa del infierno, pero en lugar de la naturaleza están los edificios. Digo: si partimos de un incendio en la ciudad, la imagen pierde. Si partimos de un incendio en el bosque de símbolos baudeleriano, también. Como si la única forma de supervivencia fuera el empalme, el producto de una trasposición en donde confluyan las dos versiones sin caer en la ciencia ficción o el surrealismo. Además, se sabe, el viento aviva el fuego y transporta, mueve, los olores:

 

El de las salchichas

limpia la grasa, levanta los panes del piso

Juegan moscas en el patio de los postres

 

Como si el viento nos volara las cartas, acá la estabilidad entre los recursos formales del verso y el sentido se va de las manos. Por la elección léxica del verbo y su posición de encabezamiento (también en los versos de apertura: «Hubo», «vino», «eran»; el verbo siempre primero), las moscas parecen idílicas niñitas modernistas. La aliteración de la pe, que denota una elección donde el sonido es más importante que la explicación del sentido –¿qué es el patio de los postres?– termina de afinar y definir una musicalidad refinada en el medio del olor y la grasa de las salchichas. Por supuesto, lo escatológico tiene su tradición y ya los malditos hacían aparecer lo obsceno con elegancia. Pero escuchen cómo sigue el poema:

 

rancias las meriendas de un dólar, con leche

Sarah organizó las frutas (…)

 

Algo –no entiendo muy bien qué: un resto– no termina de definirse por esa estética finisecular que, en principio, parecería la nota de afinación dominante: Agamben dice, justamente, que lo contemporáneo es esa fluctuación de tiempos, esa indeterminación que nos inquieta y nos vuelve indecisos. Porque convengamos que inscribirse en una voz de época, siempre, es, más o menos, fácil: copiar a los Ramones, a Nirvana, a Fabián Casas, a Fernanda Laguna, a Mariano Blatt. Pero no estar ni acá ni allá: he ahí la ubicuidad contemporánea del libro de Miana.

 

Yo saco huesos de la basura

les limpio la yerba y chupo

la grasa incrustada

 

En este caso, la yerba inocula un elemento compositivo casi costumbrista en una imagen escatológica. Los materiales son los fluidos corporales, los olores, las imágenes cruentas, pero la resolución siempre parece ser otra: la ternura, por ejemplo, o la debilidad. Hay una sensibilidad de época de donde, quizás, provenga todo aquello: el grunge. Mientras escribo sobre el libro de Miana, de hecho, puse Dirt (1992), de Alice in Chains: suciedad y lirismo, duelo y melancolía. La poética de Miana trabaja con esas operatorias de cruce bipolares que encontrábamos en las melodías de Kurt Cobain. En «Doce maneras de morir», por ejemplo, aparece el mítico poema objetivista de Wallace Stevens, «Trece mañaneras de mirar un mirlo», aunque con un poema menos –porque la muerte siempre resta– pero conservando la técnica de la condensación objetiva:

 

XI

Suicidarse

en una pecera

o en el inodoro

o yendo a bailar

a un boliche

cualquier miércoles o sábado

 

XII

Jugar al fútbol

frente

a decenas

de tipos

todos tienen

la cara de papá

 

 ¿Por qué esa alternativa? ¿Por qué no dice, por ejemplo, «sábado», directamente? Hay algo importante en esa suspensión indeterminada, en esa imprecisión del calendario mortuorio. El tema clásico de la muerte reaparece casi ridiculizado pero, no por eso, distante: palpita en esa pecera absurda y chiquita donde no entra, empíricamente, una cara, o una nariz no alcanzaría el agua para ahogarse y morir, algo desatinado en el partido de papi con amigos –que recuerda a papá–, algo del orden de lo real. Digo: Miana no habla de la muerte, lisa y llanamente, como alguien –un sujeto– que sufre o padece, y entonces recurre a la poesía para ventrilocuar su angustia. Ya lo decía Didi-Huberman: no hay que dejar que los lugares comunes debiliten o incluso destruyan las figuras de lo común. Hay que revestir nuestra mirada de la responsabilidad política elemental consistente en no dejar languidecer el lugar de lo común en cuanto cuestión abierta en el lugar común como solución prefabricada. Siempre se puede volver a lo dicho para pasar por ahí de otra manera. Hay una letra tonta de Pearl Jam, con resonancias políticas actuales: «I change by not changing at all». El cambio es mentiroso, persuasivo, marketinero, ficcional: como nos advertía Heráclito, no podemos bañarnos dos veces en las aguas de la misma poética. Permanecer inalterado, en la letra de Pearl Jam, es devenir radicalmente: porque el contexto temporal y espacial, las circunstancias de un poeta –a veces el azar absoluto, incluso lo político como imposición coyuntural o marco– son las que sintonizan la posibilidad de escribir –o no– poesía. Miana interviene sus versos con estéticas diversas y con una especie de refrenamiento pulsional –la yerba, ¡las salchichas!, la indeterminación diaria, lo que sea– que sabe dónde detener el poema, dónde cortar el exceso de fuerza autobiográfica para aplicar el golpe marcial justo, dónde recurrir a lo técnico y dónde hacer que la repetición de lo estético genere sus diferencias inherentes. Miana –parecería– puso a invernar su experiencia: escribe poesía, y resiste, desde los lugares comunes. Nada más y nada menos: es, como los Ramones, un poeta punk. En otras palabras: no hay catarsis, no hay clínica, no hay médico, no hay dolor, ni expresión de un padecimiento, ni comunicación. Tan sólo un viento que da vueltas y es fuerte, muy fuerte.

 

(Actualización septiembre - octubre 2017/ BazarAmericano)

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646