diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
Al comienzo de la primera parte de Operación masacre, en el capítulo que abre el apartado “Los personajes”, Rodolfo Walsh dice: “Nicolás Carranza no era un hombre feliz, esa noche del 9 de junio de 1956. Al amparo de las sombras acababa de entrar en su casa, y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del todo.” Tres oraciones debimos esperar los lectores para comprender que, pese a sus denodados esfuerzos, nunca lo sabremos (del) todo. Y eso que Walsh hizo lo que estuvo a su alcance para intentarlo: buscó testigos, documentos, logró judicializar un fusilamiento que, sin su investigación habría quedado en el olvido y también se encargó de darle difusión, primero en diarios y luego en un libro que –quizás involuntariamente– terminó por inaugurar un género narrativo. Mucha agua –y sangre– corrió debajo del puente. La crónica supo asumir su lugar anfibio –herramientas de la ficción, espesura de lo real– y la figura de Walsh encontró una lógica canonización; ahora, en este año se le vuelve a rendir un merecido homenaje con la inclusión como personaje protagónico dentro de El negro corazón del crimen de Marcelo Figueras.
En esta novela, Figueras, esperemos que con consecuencias judiciales nulas, engordó, a lo Pablo Katchadjian, el prólogo de Operación masacre. La tarea resultaba ciertamente más complicada o extenuante que la intervención vanguardista de Katchadjian, porque la propuesta implicaba pasar de tres carillas a trescientas: todo un verdadero plan nutricional. En un sentido literal la novela no se limita a los márgenes planteados en el prólogo, sino también, con pasajes que se citan casi textualmente, a un seguimiento que abarca al resto de Operación masacre. Pero lo que parece estar en el centro de la escena es no solo la historia de la investigación, la historia de cómo se fue configurando uno de los libros fundamentales de las letras argentinas, sino la transición que lleva a Walsh del castillo de marfil a su compromiso social. No es fácil, no debe haberle resultado fácil a Figueras, presentar a ese cuerpo apolítico que un día escucha que “hay un fusilado que vive”. Decía Walsh: “No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades”, y, a la búsqueda de esa respuesta se lanza Figueras. Pese a que el mismo Walsh reconocería dos líneas más abajo que después sabe lo que logra atraerlo de ese relato, y si ya al ver el rostro baleado de Livraga no podrá dar marcha atrás, es Figueras quien le pone sostenida cotidianeidad a eso que Walsh sólo esboza en el prólogo.
Ya desde el título del libro, en ese corazón que bombea sangre negra, se impone la sombra de Philip Marlowe. Figueras utiliza los codificados márgenes del género policial, no para mantenerse a resguardo, sino porque es la naturaleza de estos relatos la que le va a permitir pensar mejor a Walsh. Es fácil decirlo, pero hacerlo demanda por parte de quien se disponga a escribir de una precisión en las descripciones –a las cuales en este caso se le agrega una muy cuidada reconstrucción de época– y también de un perfecto manejo de las pulsaciones narrativas, cuestión compleja porque es muy posible que todo aquel que lea la novela ya sepa no solo que obviamente Operación masacre logró ser publicado, sino que también, “Erre” –como lo llama Figueras– se convirtió en el inmenso Rodolfo Walsh. La ficción recorre de manera cronológica los días de aquella trastabillada pesquisa, con la figura de Enriqueta Muñiz no solo como acompañante, sino incluso o sobre todo como pulsión dinamizadora. La historia de amor, solapada al principio, desbocada en la residencia clandestina de Tigre aparece como una continuidad de aquella dedicatoria que Walsh supo hacer en su momento. El reconocimiento llega en un tiempo histórico –el actual– donde la figura femenina lucha por encontrar una equidad muchas veces postergada. Signo de los tiempos, Figueras parece hablarle al presente. Si bien realiza un tratamiento del pasado profusamente documentado –hay detrás de esta novela un exhaustivo y metódico trabajo de investigación– y si utiliza también un léxico que recrea con particular pericia el habla de finales de la década del 50, la narración respira contemporaneidad. Por ejemplo cuando Rodolfo le explica a su mujer las potencialidades lucrativas que podría acarrear la publicación de un futuro libro que retrate los fusilamientos, Elina le dirá: “Lo único que vende, en estos días, son las historias de la corrupción peronista. Ni siquiera los policiales venden como antes.” La actualidad de esa respuesta es indisimulable y también la manera en que presenta el andamiaje informativo –el pasado y el de estos días– en una actualidad donde parece vivirse una especie de remake de prescripciones, tanto judiciales como mediáticas.
En los capítulos finales la novela avanza hasta el año 1977. El tiempo narrativo se desplaza, cuadra por cuadra, en el recorrido final de la vida de Walsh. Aquel pasado, aquellas balas que no lo habían alcanzado en el 56, sí lo hacen ahora. Figueras pareciera decirnos que los ejecutores materiales cambian, pero no los autores ideológicos. Justamente en una novela que no huye de la ideología, sino que trata de, sin perder los aspectos lúdicos de la ficción, volver a poner el foco sobre cómo el cuerpo –los cuerpos– se ven –y se vieron– sometidos por un Estado represivo.
(Actualización julio – agosto 2017/ BazarAmericano)