diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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I.
Aunque a ratos lo parece, no es una historia lo que se despliega en los poemas de Jaramagos; sí, hasta cierto punto, una especie de autobiografía; una vida que aquí se escribe y que se quiere, hasta cierto punto, escrita.
No hay historia pero sí escritura de la vida y no de cualquier vida, diría, sino de una que hasta cierto punto, y quizá secretamente, batalla por saberse “propia”. Escritura de una vida que en este libro parece comenzar por el comienzo y terminar por el final. Más allá de la tautología innecesaria, lo que quiero decir, es que habría una especie de “comienzo” reconocible de la vida en el comienzo del libro y una especie de final también reconocible de la vida en el final.
El comienzo es un golpe, una rabia:
“La soga no es la cuerda en el cuello
es la madre que rechaza”
El final es un sosiego, una calma:
“La página está tranquila
así es
tan lejos
finita y en la desmesura
la mano aprieta su borde”.
Entre el golpe del comienzo y la calma del final se dice en el libro una vida hecha deseo de escritura, una vida que (se) escribe.
Un cuerpo amenazado y doliente al comienzo; la tranquila, finita y sostenida desmesura de una página escrita, al final.
Este libro es, me parece, el diálogo entre ese comienzo y ese final... un diálogo en el que todo se complica y en el que todo parece, de un momento a otro, incluyendo el comienzo y el final, poder invertirse.
La tranquilidad final de la página escrita es también la tranquilidad de la muerte que el rechazo materno amarra inevitablemente al cuello de su descendencia como una soga.
El rechazo materno es también, en este segundo sentido, el único modo de venir el animal vivo a la vida. La madre que rechaza es la madre que pare, obligada a expulsar de sí, como otro, un cuerpo que ya no puede contener. Pariendo, la madre escribe el cuerpo que rechaza; hace suya como escritura la carne que aleja de sí.
Escribiendo, el cuerpo así rechazado expulsa de sí su dolor, el dolor de su rechazo; escribiendo lo piensa, lo vuelve legible, lo extiende amorosamente como un cadáver sobre la página blanca en la que finalmente encontrará cobijo.
II.
“Planta herbácea de la familia de las crucíferas, con tallo enhiesto de 60 a 80 cmts., y ramoso desde la base, hojas grandes, ásperas, arrugadas, partidas en lóbulos obtusos y algo dentados, flores amarillas, pequeñas, en espigas terminales muy largas, y fruto en vainillas delgadas, casi cilíndricas, torcidas por la punta y con muchas semillas. Es muy común entre los escombros”.
Así define en Internet el diccionario de la Real Academia la palabra “jaramago”. Recojo esta definición en particular porque las otras que encontré ofrecían indicaciones semejantes, pero no decían nada del crecimiento de la planta entre los escombros, dato sin el cual, claramente, este libro pierde su título, o pierde la parte menos evidente de su título que es al mismo tiempo, la más decisiva: la parte no de la planta y de sus flores a secas, creciendo en algún jardín de buena disposición, sino la de la planta y sus flores creciendo sin cuidado y comúnmente, contra todo pronóstico —podríamos decir—, en medio de cualquier hatajo de escombros.
Eso es decisivo en Jaramagos: los escombros y las flores que le son propias. Pero no los escombros por una parte y las flores por otra, aunque esa parte sea, dado el lugar en el que comúnmente crecen, la misma. Lo decisivo es el cruce en el que la flor y el escombro se encuentran, descolocados.
“una flor entre los escombros
reitera su deseo”.
No dice este par de versos, me parece: esta flor particular que aquí crece entre los escombros reitera contingentemente su deseo. Dice más bien: cualquier flor que crece entre escombros, necesariamente crece en y como reiteración de su deseo.
Deseo sería lo que crece y muta en medio de las ruinas, los basurales, los despojos, en medio de todo aquello que supuestamente llega o ha llegado ya a su fin.
Deseo en este caso, habría que aclarar, no simplemente persistente de la flor, sino también, deseo florecido del escombro: “curioso deseo de llegar a nada”, escribe Nadia, que en algún otro momento hace notar el parecido entre estas dos palabras, y, que siendo así, nos lleva a pensar que el verso dice también, aunque más calladamente, “curioso deseo de llegar a Nadia”.
No por nada NADIA: la i florecida entre la “d” y la “a” sería un jaramago crecido entre escombros que hace de NADA un nombre, una vida y también, al mismo tiempo e inevitablemente, como insiste en recordarnos la propia Nadia, una muerte por venir.
“sostiene el aire mi soplo informe
la mano caída no sabe su letra
en la urna se despliega abierto mi silencio
amordaza la boca la primera vocal
en la mesura se queda algo que no he visto
los ojos de espanto
aún no abandonados a su soledad”.
Entre la infancia perdida y la anticipación de la propia muerte en el recuerdo de otras que han tocado esa existencia, parecen desplegarse en este libro los poemas de Nadia. Entre la pérdida y la anticipación, el poema se dice y se quiere aquí como “diálogo que piensa”, dando lugar entre la nada que supuestamente alguna vez fue y la nada que supuestamente alguna vez será a una vida crecida en el deseo de escritura, en el deseo de lectura.
¿Qué pensamiento sería ese?... el del poema que Nadia piensa —habría que preguntarse— ante estos dos versos que siguen:
“si el cadáver abre la boca
pronuncia como cuando pensamos”.
No se llega a saber bien aquí qué es lo que con la infancia que se dice desaparecida ha desaparecido... el dolor del rechazo o el abrazo del hogar.
Tampoco se llega a saber bien lo que de la infancia retorna a la escritura ni desde dónde.
No llega a saberse bien porque no es cuestión de saber sino de experiencia, podríamos decir quizá, leyendo a Nadia: “se sabe no por saber sino por vivir en medio de lodazales”.
Retorna y desaparece de la infancia, por una parte, en este diálogo que piensa, la tristeza de una inclemencia que su escritura coloca en el origen:
“desde el origen sostenido en el agua fui una intrusa
desde el primer respiro acechó algo que no pertenecía”.
Dureza de un extrañamiento que conmueve de parte a parte en una posible lectura, pero que, sin embargo, si se tiene presente a los jaramagos, habrá de leerse, en otra, precisamente como manifestación básica y celebratoria de la vida, allí donde la vida, como lo sugieren estos mismos poemas, solo podría brotar, crecer y persistir como anómalo deseo en medio del liso y expansivo dominio de la nada o en medio de las pilas de escombros que a su paso parece levantar la muerte.
Intrusa será toda vida respecto de la muerte a la que, al menos por un instante, tendrá, para vivirse, que dejar de pertenecer.
Jaramagos que crecen entre escombros y escombros entre los que crecen los jaramagos; no se puede ser lo uno sin ser también lo otro. Esa es, me parece, la más justa perspectiva que ofrece de lo viviente este libro y quizá de este libro muy especialmente estos versos:
“bajo la lengua calcárea el viento encuentra su lugar para aquietarse
dejadas hace años las hojas sueltan letras
una larva cruza los jardines
desde los párpados las patas tiran nuevamente los cercos
los huecos son pozos verdes donde otras voces se alojan
se derrumba el tiempo que ha sido” [...].
(Actualización mayo - junio 2017/ BazarAmericano)