diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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Diseño

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Anomalía
París y el odio, de Matías Alinovi, Buenos Aires, Entropía, 2016.

Podrían haber dicho: Vivimos en París. Podrían haber dicho: investigamos”. El posible nosotros lo componen el protagonista de la última novela de Matías Alinovi, Eladio Marino, y su amigo Mosquera. Marino es argentino, me lo anuncia la contratapa pero también la previsible “agua para el mate” de la segunda página. Marino, como el título de la novela (París y el odio) y la cita que selecciono lo indican, decide quedarse a vivir en París. Y obviamente, Marino, además de investigar, escribe. Elaboro esta reseña a fines de diciembre de 2016 en el medio del reciente conflicto en torno a la reducción del presupuesto del organismo que nuclea la mayor cantidad de investigaciones científicas en Argentina (CONICET). No tengo ganas de escribir sobre investigadores argentino que deciden quedarse a vivir en París. Menos si en la página 14 me encuentro con la esperable referencia a Cortazar. Así que empiezo a leer desconfiada. Que la posible conspiración para incendiar París que se anuncia en el comienzo se transforme en un problema de traducción, no ayuda. La manera en que se imaginan las hordas no alcanza para desarmar mi actitud defensiva. Pero a medida que avanzo el ritmo de la novela de Alinovi comienza a envolverme. Es eso, el ritmo. La manera en que se entrecortan las frases, esa sucesión a la vez irreverente pero fluida, el manejo acertado de la elipsis, el cambio del tiempo verbal esperable, ciertas iteraciones que se contraponen a las pausas de los fragmentos, la forma en que el narrador articula el indirecto libre. Cuando el texto, al final del apartado I, menciona toda la serie de viajeros argentinos a París y el protagonista siente a Cortazar “medio atravesado, medio patrón de estancia de París, cruzado en cualquier cosa que se pudiera hacer” (39), la explicitación queda ya envuelta en ese ritmo que potencia, antes que la serie, la vergüenza del protagonista por lo obvio de su impulso y el riego de volver sobre un tópico tan transitado.

A partir de esta primera aparición del apartado “I” las historias se bifurcan y los nombres propios comienzan a encriptarse sobre un París que se presenta como el escenario de tiempos superpuestos. Marino, para afianzarse, sigue caminando, intentando liberar sus pasos de las influencias. Las referencias geográficas se van acumulando a la vez que el contexto se nos proporciona con cuentagotas: dos desastres climáticos a la par de coches incendiados y la suspensión del servicio del RER ocasionada por descarrilamientos  intencionales. En ese deambular orientado por un elemento inesperado como lo son las piscinas, la historia de Marino nos conecta con la de la familia Saunier y con la del escritor, también argentino, Héctor Blanco (una clara referencia a Héctor Bianciotti que suma una intromisión de lo autobiográfico y que esconde tras de sí muchas otras como, por ejemplo, la evocación de la legendaria editorial Gallimard). El primer desvío nos lleva al castillo de Morval y a un pasado remoto y desemboca en las catacumbas de un París actual, subterráneo y aristocrático. El segundo nos conecta con un manuscrito que es sometido a la traducción y la reescritura y con un plan descabellado de ascenso y consagración; descabellado sí pero sólidamente sustentado sobre las estructuras jerárquicas de una sociabilidad literaria francesa que la novela va describiendo sin juzgar, entre la fascinación por la bohemia y la distancia rencorosa del protagonista.

De última es eso, una cuestión no sólo de ritmos sino de distancias. ¿Por qué escribir nuevamente sobre un un argentino en París que quiere ser escritor? Porque se necesita un tópico extensamente transitado para experimentar con la distancia, para poner a prueba el ritmo. Y ese tópico no es solo París, sino el de los modos de constitución de una identidad. Rupturas, retornos inesperados de los orígenes, extranjerías, pertenencias impostadas que funcionan como más verdaderas que las reales, lenguas adoptadas que se obturan ante el dolor. Una de las primeras historias que comienza a superponer la trama de París y el odio es la de Alí-el-Hadjiri, un árabe que adopta un nombre francés, Robert Malliard, y al que la justicia descubre y condena. Cuando Robert/Alí es desenmascarado, elige suicidarse antes que perder el resguardo de esa “astucia existencial”. La noticia de su muerte, que Marino y Mosquera leen en Liberatión, se enlaza con ese contexto que apenas se deja entrever y con el final de la novela. Pero también, en la descripción del modo en que Robert/Alí se comporta ante la justicia hay algo que para mi define la forma en que Alinovi va moldeando su prosa: “Y lee la carta en voz alta, Robert, en esa celda. Y lo escucha Robert, y está contento, porque aprueba aquellos giros que van estableciendo ese desdén equilibrado, esa distancia que se juzga necesaria” (28). La distancia necesaria como desdén equilibrado en una escritura que nos obliga a escucharla. Un equilibrio que no es refugio sino que es exposición al desbalance y a la caída. Porque, de última, se está escribiendo eso que el protagonista dice que no hay que escribir: una novela sobre escritores.

París y el odio termina de manera singular. El desenlace supone un salto que sin embargo no traiciona el ritmo. Un salto que se sostiene entre el juego con el manuscrito y la consecución efectiva de ciertas intenciones. Un salto que convoca la figura de Sarmiento, sí, pero que también materializa el odio del título. Se sabe la ambigüedad sobre las que se sostienen las imágenes sobre el final: al mismo tiempo que vehiculan una crítica, apelan a la fascinación que ellas misma producen, fascinación que en ciertos casos no hace más que enlazar con una necesidad de repetición que  busca generar cierta sensación de confort. Sin duda hay algo de ese tipo de fascinación en el final de Alinovi (¿algo del placer o del goce?) pero también, en la mutación del rencor inicial del protagonista en odio materializado, de la fascinación entendida en sentido blanchotiano. Alguien está fascinado, nos dice Maurice Blanchot en El espacio literario (publicado, como todos saben, justamente por Gallimard en 1955) cuando “no ve eso que ve, pero eso lo toca en una proximidad inmediata, se apodera de él y lo acapara, aunque lo deje absolutamente a distancia”.

 

(Actualización marzo - abril 2017/ BazarAmericano)

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646