diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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Julieta Novelli
/  María Eugenia López

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Diseño

Matías Moscardi

Tilde polar
El dios de los esquimales, de Jonás Gómez, Buenos Aires, Diatriba, 2011.

El dios de los esquimales (Diatriba, 2011) es el segundo libro de poemas de Jonás Gómez. El libro se desarrolla en un espacio intersticial, entre la nieve y el cemento, el frío del Polo Norte y el calor sofocante de un PH en Buenos Aires. El pulso de los poemas marca una intermitencia entre estas dos temperaturas, entre estos dos paisajes, que están entretejidos por un finísimo hilo narrativo: un personaje alienado por la vida en la Gran Ciudad se tilda pensando en la nieve, en la biología de los alces, en la cultura esquimal, y pasa su tiempo observando a la nueva inquilina del departamento de enfrente, que es escritora.

 

El cuelgue del personaje es también un estado de atención flotante donde la mirada reconstruye el mundo imaginado sin apuro, articulando una temporalidad ralentizada, que contrasta con el ritmo urbano y, a la vez, le permite al personaje habitar su propio relato casi como un cazador silencioso a la espera de un acontecimiento invisible pero divisorio, tajante: “los alces no registran el hecho de que me siento uno con la naturaleza/ y está bien que así sea, que exista esta separación/ de uno que mira y los animales que hacen” (p.8).

Por otro lado, el territorio nevado se presenta como un espacio de escritura donde cualquier trazo se borra, donde toda marca se desplaza, hasta tal punto en que las imágenes de los dos mundos se trasponen, y entonces el personaje, como si se tratara de un cuento borgeano, encuentra una huella de oso polar en un supermercado chino.

Luego descubrimos que los dos extremos geográficos con los que abría el libro (el Polo Norte y Buenos Aires), constituyen, en realidad, una cartografía continua o, mejor dicho, un mapa que busca sus propias líneas de continuidad entre ritmos (la quietud, la velocidad), temperaturas (el calor, el frío), espacios (la tundra, la ciudad) y temporalidades (el pasado, el presente): “los habitantes de las aldeas en zonas frías/ mezclaban hielo y fruta machacada en mortero/ para preparar un postre// a veces, de alguna manera/ lo primitivo se continúa en lo contemporáneo” (p.12).

En este sentido, El dios de los esquimales parece reconstruir, por momentos, ese ambiente bucólico de poetas norteamericanos como Robert Frost, en donde se describe la naturaleza conocida, el ritmo de las estaciones y las cosechas, la palpitación de la fauna local. Digo esto porque, precisamente, el efecto de lectura que genera El dios de los esquimales deja una reminiscencia de aquel aire ermitaño, pastoril, pero que, en este caso, se derrite en lo prosaico como una huella en el cemento de la ciudad, hasta perderse: “me acerco a ver/ y precisa/ hasta en el último detalle/ se contornea la huella de un oso polar/ (…) salgo hasta la puerta del local, miro izquierda y derecha/ pero no hay nada/ las huellas se derriten en la vereda” (p.15).

En los poemas del libro también encontramos índices de mutaciones: el esqueleto de un mamut se transforma en hogar, un cartílago envuelto en grasa puede funcionar como trampa mortal para cazar animales, nieva en Buenos Aires. Leemos: “transparente/ así es el pelo de los osos polares/ eso es lo que escuché en la tele hace algunos años// así que lo que vemos/ el animal que camina en la nieve/ parte de su materia y reconocimiento/ depende de la luz// animales/ pincelados por el sol/ que se hacen cuerpo” (p.20).  En definitiva: objetos en los que el tiempo –como duración, pero también como clima– instala modificaciones incorporales que no ingresan como imágenes palpables sino como pura interpretación (pura imaginación), hasta el punto mismo de volverse revelaciones.

   

(Actualización septiembre-octubre 2011)       




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646