diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La microhistoria, esa peculiar historización de lo mínimo, inadvertido o incluso deliberadamente silenciado o ignorado, produjo un libro memorable cuya primera edición cuenta ya 40 años: El queso y los gusanos: el cosmos según un molinero del siglo XVI de Carlo Ginzburg, donde el análisis de los expedientes judiciales del proceso por herejía (fueron dos los procesos, en realidad) al campesino friulano Menocchio permite a una singular cosmogonía profundamente enraizada en la cultura popular emerger en diametral oposición a (y confrontar con) la del Santo Oficio y la cultura oficial. La microhistoria valora el análisis de la experiencia individual antes que el del activismo colectivo, y considera que no se trata de un estudio marginal ni secundario sino primordial para examinar el panorama más amplio del cambio social y cultural. Indaga las voces personales y privadas de la gente corriente, y considera a los lectores comunes como agentes activos en la conformación de sus propias vidas y culturas.
La cultura escrita de la gente común en Europa, c.1860-1920 es sin dudas una muy interesante y hasta estimulante microhistoria (o una nueva historia desde abajo, como la llama el propio Martyn Lyons, doctor por la Universidad de Oxford y profesor de Historia y Estudios Europeos en la Universidad de New South Wales) de las escrituras de las clases subalternas, una mirada al fondo oscuro (ya sea por el barro de las trincheras, de los caminos secundarios rurales o de la periferia de las ciudades, pero también de las “meras” soledades, las muertes y acaso también de los desequilibrios emocionales) de aquellas escrituras que silenciosamente discurrieron como napas (estructurales) bajo otras más conocidas e iluminadas en tanto objeto de estudio tradicional.
La investigación de Lyons, publicada originalmente en 2013, parte de la premisa de que la escritura, que puede considerarse instrumento de opresión y práctica cultural circunscrita a élites sociales y políticas, se vuelve hacia fines del siglo XIX (momento de transición a la alfabetización universal) indispensable en todos los niveles de la sociedad europea. El análisis (arduo, pormenorizado, necesariamente microscópico en ocasiones) de los textos producidos en/desde las clases subalternas, en el “abajo” del estrato, arroja en principio dos cuestiones de importancia: ¿qué tipo de historia alternativa/complementaria/inédita cuentan esos textos?, y –tal vez lo más importante– ¿por qué gente corriente y apenas instruida sentía el apremio de escribir? En el camino van surgiendo otras cuestiones en absoluto menores, a las que el texto les hace lugar y espacio generosamente: está la cuestión de los géneros practicados en aquellas profundidades sociales y textuales (y de las originalidades que allí se ensayaron; por cierto, mención especial merece el capítulo 12, un brillante estudio de los llamados “Libros de memorias”), la de las realidades materiales de las escrituras (hay gente que escribió –tuvo que escribir– una autobiografía en una sábana, o en los interiores de un cofre) y por fin la de las formaciones y mutaciones que aparecieron y se dieron en las subjetividades de los escribientes.
El libro se centra en la cultura manuscrita de los campesinos, trabajadores y artesanos de Francia, Italia y España en el siglo XIX y comienzos del XX, y parte de dos acontecimientos trascendentes que incidieron en la vida cultural de la gente común: el comienzo de la emigración transoceánica masiva, sobre todo hacia las Américas, y la Primera Guerra Mundial. Lyons señala que estos acontecimientos no sólo tuvieron enormes repercusiones sociales y económicas, sino que hicieron que gente apenas alfabetizada y en absoluto familiarizada con el uso de una pluma y una hoja de papel produjera un auténtico diluvio de escrituras. Busca de manifiesto desmentir un supuesto, una falacia o incluso un mito de dos caras: primero, que las clases subalternas no sabían expresarse, y luego que dejaron muy pocas huellas escritas de esas expresiones. Se opone también a la teoría más o menos establecida y extendida (a partir de Walter Ong) de que la cultura oral sobrevivió como residuo: la presencia (notable) de rasgos de oralidad en los escritos de campesinos lleva al autor a cuestionar la supuesta polaridad entre oralidad y escritura para proponer una suerte de danza dinámica y entremezclada del hablar y el escribir. De hecho, hay escrituras entre los analfabetos (las personas completamente analfabetas eran muy pocas, nos recuerda el autor), justamente porque la alfabetización no era un nivel establecido de habilidades adquiridas sino un proceso que se desarrollaba independientemente de la escolaridad formal. En este sentido, la tesis final es que la capacidad de escribir era contingente e inestable y respondía a situaciones específicas.
La historia de los textos de(sde) abajo muestra finalmente que la gente escribía por el placer y la necesidad de escribir, porque hay algo de la formación (de la aparición, en el sentido mágico del término, si se quiere) del yo en esa artesanía de las manos, y también por aquello que dijo el soldado italiano Francesco Ferrari: scrivire per non morire. Lo cual me lleva a imaginar una investigación futura, tributaria de esta de Lyons, en cierta forma, que se pregunte si acaso la gente en la era digital escribe en el mismo sentido en el que se escribió (y escribe) a mano.
(Actualización noviembre 2016 – febrero 2017/ BazarAmericano)