diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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¿Cómo lee un crítico a otro crítico? ¿Qué lee? En realidad, hay que admitir que siempre se acaba leyendo lo que se puede. Es decir, se lee inscribiendo los propios intereses en el texto del otro, se lee aquello que permiten o habilitan las obsesiones de cada uno en cada momento. Es posible aproximarse a este libro de Alberto Giordano, como si se observara un perfil de la corteza terrestre que dejase ver la acumulación de capas geológicas. Ahí están, uno sobre otro, los sedimentos aluvionales de esa relación donde se distinguen los momentos sucesivos de lectura: ya sea la potencia paradójica de la literatura como respuesta a las intimidaciones del poder o la figura del crítico como polemista o el ensayo como autobiografía. En cada ocasión Giordano se lee en los textos de Barthes. O bien: es leído por ellos.
Este acercamiento, digamos, tectónico requiere la implementación de una doble óptica: ¿en qué contexto intelectual produjo Barthes sus escritos y en qué contexto los lee Giordano? La crítica literaria es uno de los discursos más permeables a las modas intelectuales y se presta bien para este tipo de análisis. Pero también es cierto -como sugiere el propio Giordano- que ese modo de aproximación presupone un sujeto que se mantiene siempre idéntico a sí mismo y que no es alterado por los cimbronazos de cada nueva irrupción teórica más que para plegarse dócilmente a sus vaivenes epistemológicos. Habría que recordar, entonces, el consejo de Michel Foucault: “No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de escribir”. Fiel a esa consigna, Giordano prefiere leer la obra Barthes más allá de las sujeciones a esa moral de estado civil; por eso sigue ese camino espiralado y discontinuo de la escritura que siempre recomienza y por eso tampoco intenta disimular los giros imprevistos, las contradicciones, las repeticiones o los retrocesos sino que, más bien, los subraya para que revelen las huellas de una búsqueda permanente.
Eso es lo que leemos en uno de los textos que integran Con Barthes: “Como todo lo que impone su interés, porque nos atrae hacia la experiencia de su ambigüedad, los ensayos de Barthes exhiben las huellas del horizonte cultural que los condicionó mientras señalan el advenimiento de posibilidades críticas que recién comenzamos a imaginar. Las entredicen, como una promesa de sentido que desprende cada libro del contexto que lo identifica para que lo podamos reescribir”. Esto que Giordano dice sobre el lector Barthes se podría aplicar a su propia lectura de esa obra. ¿En qué clave reescribe esos ensayos para apropiarse de ellos y reenviarlos en una nueva dirección, una dirección que viene determinada por su estilo personal de lectura, al margen de los contextos culturales y las modas intelectuales? Barthes definía al ensayo como el texto del lector: ese texto que se escribe cada vez que el lector, inspirado por lo que lee, levanta la vista del libro. Me gusta esa definición que permite visualizar (más que conceptualizar) el momento de la práctica ensayística como una escena fotográfica. ¿Pero qué sucede una vez que la vista se ha apartado del libro? ¿Qué hace la lectura con eso que ha leído? Porque lo Irreductible de la literatura –dice Barthes– es “lo que en ella resiste y sobrevive a los discursos tipificados que la rodean”.
La crítica no puede si no avanzar con paso inevitable, asignando valores determinados a la escritura; pero en cuanto pretende fijar esa obstinada indeterminación de la letra, acaba traicionando el impacto intransferible provocado por el texto. Allí, sobre la línea ambivalente de ese límite, se aloja el centro inestable alrededor del cual orbitan los intercambios entre literatura y crítica. Esa delgada línea es todo el espacio de esta relación. Ni más acá ni más allá. Ni antes ni después. Más bien, en la tensión entre ambas. Allí, en esa cuerda floja, la crítica se sostiene -siempre al borde del colapso- procurando no explicar esa afirmación intransitiva que es la literatura sino, al contrario, expandiendo activamente su capacidad de resistencia. “¿Qué puede la literatura?” Se pregunta Giordano tomando prestada la interrogación de Spinoza sobre el cuerpo. No hay confusión ni desplazamiento aquí. Hay sinonimia. Casi como una provocación. ¿Qué puede la literatura? O sea: ¿qué puede un cuerpo. Provocación, digo. Porque si la escritura suele no ser considerada como una inscripción material (menos, en todo caso, que el trazo del pintor o el cincel del escultor), se da por sentado que la lectura es ya, casi, la ausencia absoluta de gestualidad. No debería haber cuerpo en la lectura. Sólo los ojos pasando revista a las líneas del texto. ¿A qué viene, entonces, esta invocación de lo corporal en un ensayo sobre un crítico? Es que Giordano piensa en Barthes como un crítico que le pone el cuerpo al texto (como quien dice “poner el pecho a las balas”). Eso lo sabían Virgina Woolf y Hemingway y Nabokov que escribían de pie porque necesitaban cansarse. Barthes no escribe de pie (lo sabemos porque las fotos lo muestran sentado frente a su mesa de trabajo), pero entiende que la performance de la letra debe exigir al cuerpo hasta el agotamiento. Y ese agotamiento se muestra siempre bajo dos modalidades: el placer sensual y la incómoda jaqueca. “Mi cuerpo –dice– es ligeramente teatral para sí mismo”.
Frente a críticos como Jonathan Culler o Andreas Huyssen que se quejan porque ven una regresión impresionista en el último Barthes, Giordano en cambio defiende El placer del texto o Fragmentos de un discurso amoroso. Y es necesario acompañarlo en esta misión. Es evidente que no se trata de un enfrentamiento binario simple entre el studium y el punctum o entre legibilidad e ilegibilidad o entre el placer y el goce. La audacia consiste en hacer equilibro sobre el cable tensado entre uno y otro. Dice Giordano: “Esta experiencia ética de interrogación de sí, en tanto se la lleva hasta sus últimas consecuencias, es también una experiencia política de resistencia. Esas últimas consecuencias se alcanzan de inmediato cuando el sujeto reflexiona sobre lo que le gusta o le disgusta, sobre los poderes de sujeción que se ejercen sobre él, desde esa experiencia de desposesión que es el goce. La prueba a la que el pensamiento se somete en los ensayos de Barthes es la de la extenuación de la subjetividad, de los sentidos que la constituyen”. En esa indefinición, en ese poder de no ser nadie es preciso ver una resistencia a “los poderes inmovilizadores de la subjetivación”. Un laboratorio ambulante: ésa es la apuesta admirable del último Barthes. Como un científico que fuera, a la vez, su propio conejillo de indias y decidiera inocularse a sí mismo una droga para estudiar sus efectos.
Roland Barthes es, para Giordano, un escenario privilegiado donde se despliega la experiencia de la crítica en toda su plenitud. Pero sin duda es más que eso. Porque no se trata sólo de una locación (ese locus amoenus donde habitaría el crítico perfecto), sino que actúa como un mandato que impone su determinación ética sobre la escritura. Se diría: el deseo de escribir como Barthes, por supuesto. ¡Quién pudiera! Pero Giordano aclara que no se compara sino que simplemente se identifica. ¿Dónde leer el gesto autobiográfico del crítico, ese personaje subsidiario, sin vida privada, siempre tributario de los libros de los otros? Como afirma Eduardo Grüner, “puesto que no hay lecturas inocentes, habría que comenzar por confesar de qué lecturas somos culpables”. Y de hecho, cuando Giordano es convocado a decir quién es, hace la lista de los ensayos que lo han marcado. Escribe: “A comienzos de los ochenta leí ´Roberto Arlt, yo mismo´, de Oscar Masotta, y sentí que eso -la escritura del ensayo como acto autobiográfico, la confesión como motor del ejercicio crítico- era lo que quería hacer. ´Masotta, yo mismo´. Probé varias veces. Nunca me terminó de salir”. Si la lectura de Masotta despierta en Giordano el deseo de lo que se quiere hacer, la lectura de una conferencia de Barthes sobre Proust (“Mucho tiempo he estado acostándome temprano”) instala la certidumbre de que esa metamorfosis del crítico en personaje novelesco es lo que quiere que le ocurra. Es interesante: en esa curva, los personajes de Arlt se vuelven trágicamente reales para Masotta mientras que Barthes deviene gozosamente personaje proustiano. Del agente al agonista, de la voz activa a la voz pasiva, de hacer a dejarse hacer. Pero más allá de los matices: entre Masotta sobre Arlt y Barthes sobre Proust, Giordano encuentra una línea continua recorrida por la pulsión autobiográfica del ensayista. He ahí la novela familiar del crítico neurótico. Claro que, en tanto que horizonte del crítico, la novela no es “un más allá del ensayo, sino más bien su límite exterior”. No se trata de imaginar una ficción teórica ni de narrativizar las argumentaciones críticas. No se trata del crítico convirtiéndose en novelista (como alguien que hubiera superado una etapa de inmadurez) sino, más bien, del crítico convertido en personaje novelesco, experimentando el acto de lectura con la misma intensidad con que los protagonistas de un relato viven sus vidas imaginarias.
Barthes dice que el título de su conferencia sobre Proust podría haber sido “Proust y yo”. Y Giordano agrega: “Los lectores argentinos hubiésemos preferido ´Proust, yo mismo´, porque eso permitiría trazar una genealogía” que circulara transversalmente de Arlt a Proust, de Barthes a Masotta. Siguiendo con ese juego de ventrílocuos y de vicarios, de doppelgängers y de secuaces, de progenitores y de usurpadores, digo que este libro de Giordano bien podría haberse llamado Con Barthes, yo mismo. Porque el itinerario que trazan estos ensayos compone una crónica sobre varias temporadas que el crítico ha pasado en compañía del escritor admirado. No hay aquí ninguna angustia frente a las influencias: porque es en compañía de esa obra (siguiendo las enseñanzas de esa obra) que se llega a ser uno mismo. Serge Daney se refiere a “las películas que miraron nuestra infancia”. Esas películas que miraron nuestra infancia no son -justamente: no son- aquellas que aprendimos a ver de manera profesional (y por lo tanto, a medida que pasa el tiempo, nos miran cada vez menos) sino las que nos vieron creer y, entonces, se convirtieron en “rehenes precoces de nuestra biografía futura”. De esa misma manera, creo, los textos de Barthes saben de nosotros. No tanto -o no sólo- porque los hemos leído sino porque han sabido leer en nosotros y nos han grabado en su memoria para que podamos reconocernos en ellos.
“Probé, varias veces, sigo probando”, dice Giordano al confesar sus intentos por convertirse en personaje de una novela barthesiana. Y agrega: “No sé con qué resultado, porque el ejercicio se cumple si al observarse en el acto de pensar y escribir el ensayista trasciende el egotismo, y de ese desplazamiento solo podría dar testimonio un lector.” Se me ocurre, entonces, que estoy aquí para dar testimonio. Para dar fe de esta Vita Nova, para atestiguar la metamorfosis que se ha operado en el crítico Giordano y que ha dado lugar al personaje Giordano. Pero sobre todo, para declarar que este libro habla por todos nosotros, los críticos, que -como los hombres infames de Foucault- no tenemos otra biografía que la que queda inscripta (como tatuada sobre un corpus) entre las líneas de ese prontuario académico al que llaman curriculum.
Afortunadamente, Giordano insiste en que sigue probando. Afortunadamente, digo, porque el gerundio me da el pie para interrumpir mi comentario sabiendo que podemos esperar continuaciones para estas pruebas o ensayos del crítico. Está visto que, al cabo de rodeos y postergaciones, siempre se encuentra por dónde empezar; en cambio, la pregunta que no tiene respuesta es: ¿dónde terminar?
*Este texto fue leído en la presentación de Con Barthes, de Alberto Giordano, en Librería La Libre, el miércoles 19 de octubre de 2016, a las 19:00 hs.
(Actualización noviembre 2016 - febrero 2017/ BazarAmericano)