diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
La narrativa de Mariana Enriquez ya se ha consolidado como un conjunto compacto de decisiones sabiamente tomadas cuando de conmover al lector de historias terroríficas se trata. Lo subjetivo se entrama en lo social y lo histórico deviene personal de una manera tan sutil que esa voz parece estar contándonos algo nuestro que ha quedado silenciado por espeluznante e inverosímil.
En Los peligros de fumar en la cama (2009) ya aparecen niños y adolescentes que ven y experimentan situaciones que involucran fantasmas, violencia y horror. Con un gesto renovador para la narrativa actual, Enriquez ha sabido narrar en un tono entre desesperanzado e irónico, un tono sin embargo convincente, que no duda de la eficacia de los sujetos y sucesos fantásticos que construye. A este efecto se suma el ingrediente noir que casa admirablemente con la referencialidad doméstica de clase media porteña o provinciana y, a este cocktail se le agrega una firme voz femenina.
Todas esas cosas que perdimos en el fuego las mujeres cuando nos quemaron por brujas las perdieron también los varones: ése parece ser el punto de partida de la autora. En este nuevo volumen de narrativa publicado por Anagrama, con proyección internacional, Enríquez explora, justamente, un mundo de mujeres que se hartan de sus novios, de sus maridos, de sus padres. Mujeres que hacen de su fealdad autoinfligida una militancia. Adolescentes flageladas que soportan casi con una sonrisa el abuso de entidades desconocidas hasta que algo las libera. Consumidoras de paco embarazadas que corren de un lado a otros con sus hijos, yendo de la materialidad más burda hacia la evanescencia. Y que muestran que la perversidad puede ser ejercida aun por la figura aurática e indiscutida por excelencia de la cultura burguesa: la madre. Ya había trabajado con la maldad de los niños -tema de la literatura de terror decimonónica- en la excelente nouvelle Chicos que vuelven (2009, 2010).
En Las cosas que perdimos en el fuego el tránsito es el extremo opuesto de la casa gótica: el movimiento, el viaje componen una línea de fuga que ayuda a combatir los peligros que acechan al hombre o la mujer sedentes. Hay espacios que conducen y contienen el mal y sus manifestaciones visibles o no, aunque saberlo no siempre salva a los protagonistas del desastre.
Las cosas que perdimos en el fuego las mujeres, parece plantear el conjunto de cuentos, son la capacidad de usar como armas lo que nos enseñaron como debilidades. En ese sentido, los aquelarres camuflados del cuento homónimo recuperan una práctica ancestral y resignifican el castigo como protesta: me quemo porque (nos) queman pero también me quemo porque elijo incendiarme. Que este relato cierre el volumen no es casual: el gesto puede leerse como arenga, tiene un alto valor performativo.
La sensibilidad social de estos relatos es lo que da relieve a historias que podrían perder su espesor si renunciaran a la referencialidad histórica o a una mirada aguda sobre la vida en la calle o en la villa. Lo terrorífico se va construyendo aquí entre la dispersión de la identidad que propicia la intemperie, la ajenidad siniestra que puede adquirir una casa de barrio -habitada o no-, la naturalización de la violencia en la ciudad o en las rutas provinciales, y ese entramado en el que brilla un Estado casi fantasma en los noventa o bien un grupo de policías corruptos que administran el delito. Los muertos vuelven cuando los mataron, como ocurre en el hotel riojano que tiempo atrás había sido chupadero. Los cultos populares (el Gauchito Gil, San La Muerte, la Pomba Gira) cobran fuerza mientras la racionalidad burguesa se debilita. Las leyendas del Buenos Aires turístico atormentan a sus guías. Las leyendas del conurbano son contadas en su misma génesis.
La mirada de las adolescentes de Enríquez pone al descubierto padres también cansados de todo que prefieren mirar hacia otro lado mientras sus hijas consumen alucinógenos y antidepresivos, apoyados en los vaivenes económicos argentinos de las últimas tres décadas. Ya en Alguien camina sobre tu tumba (2013), el libro anterior de Enriquez, la cronista arma su itinerario de viaje sobre los cementerios más célebres pero también los que para ella guardan un interés personal. Las ciudades hablan, allí, a través de sus muertos y de sus necrópolis. En Las cosas que perdimos en el fuego se teje un lienzo sutil, como la telaraña de uno de los relatos, cuyo centro no está en ningún lado, un tejido que se pierde en los inquietantes recovecos urbanos que guardan tanto discos de Led Zeppelin como monstruos y amores fuera de todo catálogo.
(Actualización septiembre – octubre 2016/ BazarAmericano)