diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Alguna vez escuché la historia de un hombre que, a raíz de un trauma de guerra, había perdido el habla. Desde entonces pasaba los días en su casa de playa, tendido en una mecedora, mirando el mar Caribe e intentando recordar las palabras que había perdido. Intentaba, por así decirlo, reconstruir el mundo a partir de un diccionario. Durante mucho tiempo, siempre que recordaba esa historia, me venía a la mente el paisaje desolado que traza Walter Benjamin en su ensayo “El Narrador” cuando imagina la frágil mudez de los soldados que regresaban de la Gran Guerra. Cada vez que recordaba la historia de aquel hombre que había perdido el idioma y que pasaba sus días reconstruyendo el mundo como si de un rompecabezas se tratase, palabra a palabra, recordaba a la vez la ruinosa intemperie sobre la cual Benjamin ubica a esos hombres que regresaban a un mundo en el que lo único que no había cambiado eran las nubes. Hombres que habían perdido la posibilidad de expresar cualquier certeza. De hoy en adelante, a estos dos recuerdos los acompañará un tercer recuerdo: recordaré las cinco silenciosas noches de verano en las que leí Leñador, inmerso entre los bosques del Yukón.
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Como aquel soldado caribeño, el protagonista de Leñador –la más reciente novela de Mike Wilson– ha combatido en una guerra y ha perdido, sobre todo, un mundo. O, por lo menos, ha perdido la certeza de poseer un mundo. La novela, en sus más de quinientas páginas, narra el proceso mediante el cual el protagonista retoma la certeza de ese mundo que ha perdido, esa certeza que tan bien queda expresada en el epígrafe de Wittgenstein con el que abre la novela: “El juego mismo de la duda presupone la certeza.” Esa certeza que el propio Wittgenstein debió sentir perdía cuando, primero desde el frente de guerra y luego desde una cárcel en Trentino, vivió en carne propia una guerra que desafiaba al lenguaje. Con la valentía de los personajes de Conrad o de Melville, el innombrado protagonista de Leñador decide perder el mundo para poder reencontrarlo. Escapa de la ciudad y se adentra en los bosques del Yukón, en donde encuentra un campamento de leñadores que lo inician en el arte del hacha. Leñador es la crónica de este aprendizaje a través del despojo, una magnífica novela que narra la búsqueda de eso que Wilson, en otro de sus libros –un libro que trata precisamente sobre Wittgenstein– ha llamado el “sentido tácito de las cosas”: el hecho de que más allá de su sentido, el mundo es. Esa indescifrable presencia del mundo que el leñador siente cada vez que toma el hacha.
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Novela del despojo, novela de la renuncia, Leñador se atreve a dejar atrás el caparazón psicológico de la novela decimonónica, con tal de adentrarse en un territorio literario que impresiona por ser tan contemporáneo como antiguo. Si, tal y como ha apuntado Antonio Jiménez Morato, la novela de Wilson dialoga con ese inmenso almanaque narrativo que es Moby Dick, lo que impresiona es la absoluta actualidad de esa forma ya olvidada. En un fragmento central de la novela, el protagonista encuentra un almanaque agrícola en el que halla, al margen de la octava página, una anotación que aclara: “Esto es arte.” La escena que sigue, en la que el protagonista se pregunta por el sentido de tal frase, ilumina a la novela como una reflexión interna sobre su poética. Al preguntarse por lo que le ocurre a los almanaques una vez que pierden su función pragmática, el protagonista llega a una intuición iluminadora: “O quizá sea otra cosa, quizás a partir de la obsolescencia de un texto éste se vuelve literatura, se vuelve arte. El manual, el almanaque, la guía pasa a ser novela, sin pretensiones de una honestidad brutal, sin artificio, sin ánimo de vanguardia ni de experimentación, simplemente un texto libre de espejismos.” Tal vez la clave de lectura de Leñador se encuentre en estas líneas, en las que un simple almanaque agrario se convierte, al perder su utilidad, en una obra de arte. Tal vez para comprender una novela como esta, no baste imaginarla como obra de vanguardia ni como experimento narrativo, sino leerla como lo que formalmente es: como un olvidado almanaque en torno al oficio del leñador. Solo entonces comprendemos que las entradas que componen más de la mitad de la novela –entradas enciclopédicas en torno a temas tan variados como combustión, fósiles, taxidermia, leña o eclipse– conforman en sí mismas un almanaque. Un almanaque, sin embargo, que esconde –detrás de su anacronismo– una novela terriblemente contemporánea, una novela que dialoga con las ficciones enciclopédicas de Borges y con las ficciones de archivo de Álvaro Enrigue, con los plagios conceptuales de Kenneth Goldsmith y con las ficciones forenses de Bolaño, sin por ende limitarse al experimentalismo. Y es tal vez este el gran acierto de Leñador: comprender que hoy día, tal vez la forma más contemporánea es aquella que hace ya varios siglos imaginó Melville para su Moby Dick o incluso aquella que dos siglos antes, imaginaron los renacentistas para sus misceláneas, esos fantásticos libros en los que el escritor renacentista intentaba resumir el mundo como si de un gabinete de curiosidades se tratase.
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En su ambición, Leñador no se limita a retratar un mundo. Busca, en cambio, reconstruirlo. Como Bouvard y Pecuchét en la magnífica novela póstuma de Flaubert, la novela de Wilson intenta rearticular el sentido del mundo a través de las ruinas de lo que quedó. Como el protagonista ante el almanaque agrícola, el lector encontrará, a modo de entradas enciclopédicas, las palabras a partir de las cuales llegar a expresar ese mundo de silencios tácitos, de árboles nevados y de historias milenarias. Como el protagonista ante los aros concéntricos que marcan el tocón, el lector se verá llamado a leer una historia que progresa a paso geológico, escrita con la paciencia y valentía de quien sabe que basta pronunciar la palabra exacta para salvar al mundo. Se trata, a fin de cuentas, de una novela que se subtitula Ruinas Continentales, una novela que sabe muy bien que tal vez la gran tarea de la ficción actual es la de construir un mundo desde las ruinas de lo que el fuego nos dejó.
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La figura de Wittgenstein y su obra acompaña con gran elegancia las páginas de Leñador, llevando la novela hasta ese límite donde la conciencia del lenguaje apunta hacia un afuera. Ese es el destino final de la novela y su gran triunfo. Apuntar, a través del lenguaje, hacia eso que lo excede y que apunta hacia lo místico. Dejar de hablar y rendirse ante el sentido mudo de las cosas: “Ahora que estoy solo, ya no hablo. Tampoco leo […] La ausencia de ese lenguaje es agradable, me siento más presente. Ya no me esfuerzo tanto por descifrar, es como si por fin entendiera que no hay cifras, que las cosas no se entienden, no en ese sentido, que simplemente son y que solamente el abandonar el cuestionamiento inane es posible pasar a formar parte de las cosas.” Solo desde ese presente mudo, perdido en pleno bosque como Wittgenstein en su pequeña cabaña noruega o como Heidegger en Todtnauberg, el protagonista logra finalmente apuntar hacia un afuera, con la certeza que acompaña a toda mística. Recordamos entonces la frase que Wittgenstein escribió tras la guerra: “No es lo místico cómo sea el mundo, sino que sea el mundo.” En llegar a tan contundente afirmación radica el logro de Wilson, que en esta maravillosa novela nos convence de que la ficción y la filosofía son dos costados de la misma bestia.
(Actualización septiembre – octubre 2016/ BazarAmericano)