diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El ruido de la nieve cayendo levemente sobre el universo y cayendo levemente también, como el descenso de su final postrero, sobre los vivos y los muertos.
Joyce
Un cementerio perfecto, que reúne los nuevos cuentos del joven narrador cordobés Federico Falco, editado recientemente por Eterna Cadencia, es un libro cuya escritura –podríamos decir– se encuentra sembrada: pinos, briznas, chauchas de acacia, flores silvestres, brotes de gramilla, araucarias, abrojos, agapantos, azaleas, rosedales, hayas, magnolias, sauces llorones, yuyos, hojas secas, plantines, cedros, robles, casuarinas, álamos, liquidámbares, cipreses, ciruelos, ginkos bilobas, zinias, verbenitas, copos de navillo blanco, cunchos violeta, pinchos fucsia de yema de cardo.
Ya sea como producto de un saber –haber visto y haber escuchado esos nombres: conocerlos– o como parte del artificio narrativo –haber ido en busca de esos nombres como gemas significantes– lo cierto es que Un cementerio perfecto pone a trabajar en el territorio de la prosa esta floración acústica.
Los argumentos de los cuentos funcionan como semillas: un hombre que vive en el bosque rodeado de liebres, una adolescente atea de familia católica que se enamora de un mormón, el encargado de construir un cementerio en un pueblo sin cementerio, todos surcos mínimos sobre los cuales cada frase funciona de arado. Quiero decir: el tipo de historias que le interesan a Falco parecen germinar de brotes argumentales minúsculos con una potencia de crecimiento arborescente.
Entre una cosa y la otra, la escritura es esa brisa imperceptible que poliniza todos los puntos del relato: nos mantiene a la espera de un desarrollo que debe ser lento para ser poderoso.
Entre 222 patitos y Un cementerio perfecto asistimos a un enfático desplazamiento de temporalidades y ritmos obrados en la prosa: de doce relatos que se consumían como una caja de fósforos pasamos a tan solo cinco textos donde el avance y el desarrollo dejan de operar como metáforas escriturarias de la trama.
Más bien habría que decir que la escritura de Falco germina, brota o se bifurca como la nervadura de una hoja. Un cementerio perfecto está hecho de relatos de una textualidad foliada: duración de fotosíntesis, procesos lentos de metabolización narrativa.
Por otro lado, el libro de Falco presenta, además, el microclima de un jardín de invierno: en una cuidadosa operatoria botánica, la estética de los relatos oscila entre cierto clasicismo y una extrañeza inclasificable. Sabemos que existen historias cuya sustancia es transportable: puede contarlas un escritor u otro, aparecer acá y allá, repetirse una y otra vez, funcionar. Otras, como las que elige Falco, sólo parecen posibles ahí, de esa manera, acá, bajo estas condiciones climáticas, con ese riego constante de fraseos meticulosos.
Hay una tensión que hace posible cada relato: la distancia entre territorio y obra, entre la proyección imaginaria y la concreción real –siempre con su agujero, con su remanente, con su falta–, entre la intemperie y el refugio. Por eso, quizás, el último cuento –casi como un homenaje al final de “Los muertos” de Joyce– no podría comenzar en otro escenario que no sea el de una nieve profusa, total, como aquello que sepulta –definitiva e irrevocablemente– todo: “Nieve, nieve y más nieve, el jardín convertido en un gran campo blanco, todo aplastado, todo cubierto. Frente a la ventana los copos se superponían hasta formar un muro impenetrable. Era como si ya no existiera el río, ni el puente, ni los aserraderos de la otra orilla, ni siquiera los cerros y las montañas. Solo nieve y más nieve. Y por encima de la nieve, la sombra azul de la tormenta, girando en calma”.
(Actualización septiembre - octubre 2016/ BazarAmericano)