diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En su anterior libro (Tormentas) Juan Zorraquín hacía gala de una particular desmesura. Sus relatos funcionaban como un genial “lado B” de la literatura nacional, arremetiendo incluso contra algunos paisajes borgeanos.
Ahora llega el turno de Medicina una novela un tanto ciclotímica, pero no en el sentido negativo del término, sino más bien como un ataque certero a la uniformidad monocorde.
El narrador, una tercera persona que sabe sacar provecho de la distancia omnisciente clásica, fluctúa entre un registro solemne y una llanura coloquial. Así podemos encontrarnos con frases como: “Desmayadas o sumisas se adivina hartas pero sumisas a la ley argentina del derrumbe”, pura elaboración conceptual y retórica o la simpleza de “Mamá la tenía clara”.
En el centro de la escena tenemos a Héctor Pudorski, con una madre “defensora de lo abstracto” con la cual pasa dos años sin hablarse. Héctor tenía un hermano, Pedro, que se suicida y la madre lo culpa por haberlo dejado solo en la noche fatídica. Al ella misma sentir cerca la presencia de la muerte, reanuda el vínculo con su hijo. Finalmente cuando ella fallece, es Parral, maestro y referente quien ayuda a Héctor. Lo increíble (y no tanto) es que todo esto ocurre en las treinta primera hojas.
Después, páginas después digo, hay un viaje en avión. Hago un pequeño alto: son interesantes los vínculos entre el protagonista y los vehículos de transporte, como si un eco del movimiento Futurista se filtrara entre líneas. Vuelvo o retomo el siguiente episodio: la conferencia que Pudorski da ante un nutrido auditorio. De repente la historia se llena de referencias médicas, juegos enmarcados, gestos vintage, porque lo posmoderno ya no es contemporáneo. Zorraquín no escatima en nada: puede hablar de la rectitis sin perder ni compostura ni gracia. El ano es un motivo temático poco abordado en nuestras pampas. Salvo aquella obsesión que parecía perseguir (y alcanzar) a Osvaldo Lamborghini, poco se ha dicho de ese vital orificio. La narración deja que ingrese el recto como caso clínico, corazón o puente entre maestro y discípulo. Así como un cuerpo envía señales parciales a las que el médico intenta unificar en un todo, los fragmentos de ese caso y de ese vínculo con el maestro son puestos en relato por el discípulo.
Zorraquín tiene algo de la mejor tradición rusa: le gusta que sus personajes estén contorneados con una línea gruesa que subraye su carácter. Esto, que no suele formar parte de la tradición literaria argentina, puede significar para algunos críticos un problema. Sin embargo creo que lejos de ser un déficit, es una de las mayores virtudes de la novela. El narrador no esconde a los personajes detrás de una ambigua o temerosa descripción, sino que se encargar de mostrarlos, contarlos, y hasta diagnosticar sus patologías. Los actantes son mirados por el narrador con una lógica peculiar, como si en vez de contarlos los estuviera auscultando. El ejercicio escritural no solo tiene valor por su originalidad, sino también porque nos entrega un relato con sustancia.
“Escribía al hablar, se nota mucho el artificio” se dice en algún pasaje de Medicina. La frase dice, lo que, por suerte, la novela elude.
(Actualización septiembre - octubre 2016/ BazarAmericano)