diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Cuando escribir es mejor que romperle la cara a alguien

Conversaciones, de E. M. Cioran, Buenos Aires, Tusquets, Colección Fábula, 2011.

1. Las Conversaciones con Emil Cioran (1911-1995), que reedita Tusquets, es un hallazgo privilegiado en un panorama desértico de entrevistas a pensadores modernos. Esta colección de diálogos impone una reflexión retrospectiva de uno de los filósofos más revulsivos y lacerantes del pensamiento actual. Si el lector toma, previamente, este tomo como la posibilidad de corroborar creencias con relación a su obra, se encontrará con momentos donde el propio creador rumano desmiente los preconceptos. Durante veinte conversaciones, Cioran se refuta, se reconfirma, se empequeñece ante el recuerdo, se trasviste de un humorista corrosivo, una especie de Voltaire transilvánico donde el discurso moral se difumina y la diatriba se impermeabiliza ante las preguntas de sus eventuales interlocutores. ¿Cioran ejerce en este texto el mecanismo de la respuesta? Cioran nunca responde, porque aclara. Cuando Fritz Raddatz le pregunta, casi de manera insolente, “por qué es, pues, usted?”, y lo dice después de haberle recordado los efectos de sus pensamientos en algunas vidas desdichadas (el veneno del desánimo) y cargarle uno que otro final abrupto en la vida de sus lectores, Cioran le responde, ahí sí, que todo lo que ha escrito se le ha ocurrido durante la noche. Para Cioran la noche es ese lugar donde todo “ha cesado de existir”, donde el silencio es el dominio de la voluntad, y donde Dios se convierte en una interlocutor forzoso, de acuerdo a los rasgos de una soledad extravagante edificada por el filósofo de Rasinari. Cioran decide contestar una pregunta neurálgica (calificada como “viscosa”, también, siguiendo la definción del propio Raddatz) con un racconto de prodecimientos. De allí se desprende la vulnerabilidad de este escritor transfronterizo, insomne, una forma de permanecer que lo vincula directamente con Nietzsche. En ese tramo, Cioran ratifica la visión que alguna vez expandió Susan Sontag con relación al nihilista alemán. Será por eso, para abastecer la testificación –es decir, mantenerse despierto, para luego contar–que en estas entrevistas, el rumano se muestra como un ser petrificado por el concepto, aunque no por eso necesariamente catastrófico. Lo que une a Cioran a la hecatombe es la historia, o mejor, su noción de la historia, ligada a la conciencia de la fatalidad. En ese sentido, su pensamiento atraviesa, transversalmente, todo el siglo XX, o aquello a lo que quedó prendado el siglo pasado, que es la materialización de la destrucción como fórmula maquínica de corregir las asignaturas pendientes de la historia. Pero la fachada de estas Conversaciones, también muestra a un pensador con cambios de humor repentinos, con contrataques verbales violentos y una sucesión de posicionamientos al infinito, hasta el retruécano de la oscuridad. Por ejemplo, cuando traba comercio con Léo Gillet, Cioran se vuelve, por instantes, una especie de Artaud traspasado por Deleuze. Así es, aunque la diferencia está en que el lenguaje del francés y su manera de concatenar sentido, prorrumpe y ancla, finalmente, en un concepto desplazable, que se afirma en la medida que consigue escapar a ese primer sentido, que es el hallazgo de la frase, y la reversión de la sintaxis en pensamiento móvil. En el caso de Cioran, la operación es bien distinta. Arribar a la sentencia de que “la conciencia es la enemiga de la vida” no es otra cosa que rebelarse contra la certeza de que el cuerpo está conformado por órganos. Y para Cioran un cuerpo sin órganos no existe sino en la autoeliminación de la conciencia. Lo deja dicho tan claro, que uno cierra el texto con la idea de perpetuarse en una batalla introspectiva cuya utilidad está en duda. En estas entrevistas asistimos al nacimiento al lenguaje aforístico que patentó gran parte de la obra del escritor.

2. También tuve que vencer viejos preconceptos, al leer estas Conversaciones. Y esos preconceptos tienen que ver con la mirada alternativa sobre la filosofía del pensamiento. A veces se cree, erróneamente, que todos llevamos dentro un existencialista (nos vestimos de negro; caminamos por la calle con algún texto de Sartre, exhibiendo la portada; hablamos en voz alta sobre Camus ante interlocutores ficticios, etc.), un nihilista, un francotirador de la palabra, y sobrevivimos al discurso creyendo que imitar el lenguaje aforístico es volverse un ser sentencioso, capaz de conseguir recuperar la atención del mundo anónimo. Nada de eso sucede cuando en verdad nos integramos al lenguaje cioraniano. Así, leer a Cioran es leer una idea sobre Cioran. O al menos, eso me ofrecía a mí mismo como lector. Y sin embargo, lo que subyace en estos diálogos, más allá de la palabra cruda del pensador, es la mirada de un escritor. Entonces, cambiamos el eje de la cosa: este libro de Tusquets ocupa un lugar en la promoción de un mecanismo literario. Si alguna vez comprendimos que entrar en conflicto con el mundo es proporcional a volverse inteligentes, habrá una alta posibilidad de no regresar indemne de la estupidez. Emil Cioran asegura, en un tramo de estas entrevistas recobradas, que cuando escribe, el hombre se transforma en un ser impensable. Es decir, el objeto de estudio no está en forma previa a la escritura. Por lo tanto, nuestro pensador se autoimpone generar una obra sin categorías morales que invocar. Por ser motivo se permite trazar, desde el sufrimiento, una idea del hombre, piadosa, a su manera, y religiosa, de acuerdo también a un modo de intervenir en la cultura. El malestar es la palabra que atraviesa esas formaciones sintácticas de Cioran, pero puede leerse como una célula cuyo fetiche está descontado del diccionario personal del autor.

3. Para Cioran la vida no tiene sentido. Sin embargo, cuando lo interrogan sobre este punto, el rumano afirma que, mientras no existe el sentido, el hombre vive agitado, o mejor, proyectando sentido. La mayoría de las entrevistas recopiladas en esta edición de Tusquets, muestran, en apariencia, a un hombre contradictorio. Tampoco cabe el afán de hallar un ser monolítico, lo mismo que una esfinge que provee al mundo de respuestas imposibles de enumerar. “Mi existencia como ser vivo está en contradicción con mis ideas”, así dispara su sentencia contra un Gillet cada vez más absorto a medida que transcurre el reportaje. Porque eso es lo que provoca Cioran: el esfuerzo del curioso en mejorar su pregunta, o sacar de las casillas al filósofo, que vuelve a decirle “la gente cree en lo que hace, por que, si no, no podría hacerlo”. ¿Cuál es la pregunta siguiente ante esta afirmación? Ninguna. En estas conversaciones, nuestro pensador avanza, retrocede, se vuelve pura afirmación insensata, para luego pasarle el testamento (en el sentido atlético de la posta) al entrevistador que creyó encontrar en esa persona sabia, la fuente de su propia sabiduría. Y lo que Cioran consigue es, precisamente, efectos contrapuestos: quien dice no conocer, impulsa hasta la interrogación interna a aquel que pretendía conservar para sí su paraíso especulativo. Cioran logra descontar tiempo al conocimiento, a medida que avanza sobre sus contradicciones.

4. Conversaciones, también, mantiene un hilo narrativo, como si se tratara de requechos de un anecdotario preciosista, plagado de esos condimentos necesarios para cioranianos de la primera hora. En la charla vía telefilm que mantiene con Gabriel Liiceanu, en 1990, cinco años antes de la muerte del autor, Cioran relata lo que fueran los efectos de su primera obra, En las cimas de la deseperación. Según Cioran, se trata de una obra donde aún quedaban restos de una fe religiosa, que más tarde se disipara, y hasta desapareciera con el correr de otros libros, y nuevas indagaciones. Cioran asegura que su primer libro tiene dos momentos contrastantes: una primera parte imbuida por un sentido de la fe, de la exterioridad de la materia, y otro, más cercano a lo que será su obra con posterioridad, la de un pesimismo sentencioso, axiomático, que luego se volverá en aforismos concretos y devastadores. Cuenta Cioran que su propia madre le envía una misiva, tras la publicación de ese libro. La misma dice: “No imaginas la tristeza con la que he leído tu libro. Al escribirlo, debías haber pensado en tu padre”. Habrá que circunscribirse a cómo era la sociedad centroeuropea de aquellos años treinta, con un  joven Cioran de veintitres años cuya fuerza radicaba en ponerlo todo en palabras, en conseguir esa confianza en las palabras, que él apunta muy bien en estos reportajes, para destrabar cantidades de silogismos naturalizados por una cultura de entreguerras. Lo que también hallamos, como recurso autobiográfico, es la semblanza que hace Cioran de dos escritores afines a él, en lo literario y en lo afectivo: Samuel Beckett y Henri Michaux. La descripción que ofrece de Beckett es muy especial, mostrándolo como un hombre recienvenido a Paris, cuando en verdad hacía más de veinte años que moraba en tierra gala. Hay una felicidad retardada en Cioran en eso de mostrarse dentro y fuera de un mundo, al mismo tiempo. Es su forma de retratarse, a falta de una posibilidad más concreta. “Daba la impresión de haber caído de la Luna”. ¿Acaso no estaba exhibiendo su fuera de lugar, lingüístico y cultural, al referirse al autor de Esperando a Godot? Para Cioran, Beckett no era una persona instruida, en el sentido francés, aunque aseguraba que en él “había algo profundo”; De Michaux dice, en cambio, haber encontrado un ser lleno de ingenio, aunque malvado. Lo que sabemos, sí, es que el escritor belga quiso que Cioran fuera el albacea de su obra, y que él rechazará semejante petición, convertido en un Max Brod esta vez obediente de los pedidos del maestro. Lo describe como una mente extraordinaria, un ser brillante, pero por algún motivo, el irlandés era más convincente que el belga. Y uno debe suponer que esa diferencia está en la ejecución de una escritura. Finalmente, se puede decir que se trata de una edición muy cuidada, porque en veinte entrevistas, las anécdotas no se cruzan, no se reiteran, sólo hay yuxtaposiciones de diversos motivos relacionados a su universo propositivo. Decir que Conversaciones se lee como una novela es faltar a la verdad; y no decirlo, es ser inexacto. Pocas veces se logra resolver el mundo de un pensador tan revulsivo como Cioran, en una serie de preguntas que abarcan y desmontan, como las cajitas de Cornell traspasadas por Simic y García Vega, la presunción de totalidad. Si algo guardó para sí el pensador de Rasinari, no lo sabremos. Lo que este libro confirma, una vez más, es que la literatura es un ejercicio de aproximaciones, y cuanto más cerca, mayor es el universo mostrado. Jamás la totalidad de una mente amenazadora para la tranquilidad de los conceptos. Como esa idea-madre que cruza estos reportajes: el suicidio. Cioran, se sabe, estaba en consonancia con esa idea, que explica muy bien en sus respuestas. Hay voluntad de vivir cuando se refiere al suicido, porque mientras se piensa en él, se vive a pleno, según Cioran. Vivir con la idea de terminar los días por propia voluntad, da un handicap de existencia. Y eso lo defendió hasta su muerte. Como cuando aseguraba que escribir era mejor que romperle la cara a alguien. Un texto soberano de pensamiento, y una fuente necesaria para desasnar, inclusive, a aquellos devotos de Cioran que creyeron conocer su obra sólo por sus libros. Porque faltaba la palabra directa, el taller de desmontaje del maestro de la podredumbre.

 

 (Actualización julio-agosto 2011/ BazarAmericano)

 

 

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646