diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Entender lo que nos pasó
Los espantos. estética y posdictadura, de Silvia Schwarzböck, Buenos Aires, Cuarenta Ríos (Las cuarenta y El río sin orillas), 2016.

Este libro de Silvia Schwarzböck es el primero de una colección imaginada por Diego Caramés y Gabriel D’Iorio para «pensar el derrotero de la cultura argentina de las últimas décadas a partir de una mirada generacional o, al menos, de una mirada afectada por la época de un modo intelectual y afectivamente intenso», tal como anuncian en «La vida interpelada. Prólogo a Los espantos». Una colección que se materializa gracias al «esfuerzo cooperativo» de El río sin orillas y la editorial Las cuarenta reunidos bajo el poco ortodoxo nombre de Cuarenta Ríos.

Contrariamente al tipo de ensayos que Schwarzböck publicaba en la revista El río sin orillas (pienso, por ejemplo, en «La fiesta y el gasto» incluido en el número 5 de octubre de 2011), en este no llega hasta el presente sino tangencialmente. Y allí radica parte de su potencia: el ensayo lleva el análisis de los materiales que toca a un arco temporal expandido que comprende desde la Argentina del 30 hasta la del 2003 y deja que el lector, en base a ese escudriñamiento, saque sus conclusiones. Quien esto escribe es, por lo tanto, uno de esos lectores que probablemente lleve sus tesis un poco más allá de lo que el texto ratifica (para empezar, por leer desde las formulaciones de Jacques Derrida una producción inspirada fundamentalmente en Theodor Adorno). Quien esto escribe, además, conjetura respecto de lo que el ensayo, fuera de la moral y de las prescripciones de todo orden, no muestra pero sugiere, no menciona pero deja entrever en un gesto de absoluta confianza de Schwarzböck respecto de lo que pueden tanto su escritura como sus destinatarios.

Digamos, para empezar, que por su carácter filoso, Los espantos hace serie con dos trabajos. O más bien, con dos conceptos inscriptos en diferentes artículos firmados por Elizabeth Jelin y por Rossana Nofal entre los que destaco dos: Los trabajos de la memoria de Jelin (publicado en 2002 y reeditado en 2012 con un nuevo prólogo que actualiza el estado de la discusión sobre los problemas que aborda) y «La guardarropía revolucionaria en la escritura de Laura Alcoba» de Nofal (publicado en 2014 en la revista El taco en la brea, disponible on line). Si por un lado Jelin, desde la sociología, observa la dominante del «familismo» al momento de revisar quién se autoriza a hablar desde el espacio de los derechos humanos en Argentina, Nofal desde los estudios literarios compone el concepto «cuentos de guerra» para leer la literatura testimonial sobre la violencia política y la represión estatal de los años sesenta y setenta posibilitando una interpretación que acentúa el lugar de las autofiguraciones que desde el presente se sobreimprimen sobre los hechos del pasado que se evocan y se reconfiguran desde la narración actual. Tan incómodo como estos conceptos es el de «postdictadura» que Schwarzböck aporta en Los espantos (y que escribo con el prefijo “post” para diferenciarlo del propio que ensayé en Políticas de exhumación, un libro recientemente publicado, también en coedición, entre la Universidad Nacional del Litoral y la Universidad Nacional de General Sarmiento). Una incomodidad generada, en los tres casos, por desacomodar modos expandidos de leer el pasado reciente y el presente revelando, en el mismo movimiento, cristalizaciones de sentido común de género y de clase, entre otras. En esta presentación me detengo en las desarticulaciones provocadas por las decisiones que Schwarzböck toma al escribir este ensayo.

La primera decisión que cabe subrayar transparenta la posición desde la que lee mientras coloca a su texto en equivalencia con un clásico: en principio se podría decir que Nuestros años sesenta de Oscar Terán es a la década que va entre el 56 y el 66 lo que Los espantos es al período que va entre 1984 y, me atrevo a arriesgar, 2003 (vuelvo más adelante sobre este señalamiento y su porosa demarcación). Y si alerto «en principio» es porque el libro de Schwarzböck no solo comprende el período que de modo más o menos convencional (y no sin controversias) delimitamos como posdictadura sino que va mucho más atrás (y deja abierta la expansión en un movimiento hacia adelante que llega hasta nuestros días): lo que intenta hacer ver es hasta qué punto somos herederos de decisiones políticas y económicas que ratifican las dictaduras pero que se pergeñan mucho antes de la última e incluso del onganiato al punto de que estas terminan siendo un pretexto para consolidar un sistema de dominación económica, cultural y simbólica que se sirve de la lucha contra la «subversión» a modo de excusa auto-legitimante para ocupar el Estado (y no solo durante el gobierno instaurado mediante el golpe). Para esto se vale además del análisis de textos jurídicos, filosóficos, periodísticos, etc., de films y de literatura. Una decisión que se apoya en la posibilidad de esta última de «poder decirlo todo», como aprendimos a leer junto a Derrida: una fantasía cuyo carácter excesivo no menoscaba el potencial trabajo con el “como si”, el incierto juego pragramatológico que el arte abre a la recepción cada vez que cruza bordes que ningún otro discurso osaría atravesar. Bordes de uso de la lengua y también de historias que vía esos usos de la lengua se ponen en texto. Es a través de este cruce que Schwarzböck desliza una conjetura que me atrevo a expandir: «si nuestros años sesenta –en la lectura de Terán- son la protohistoria de nuestros años setenta», la posdictadura es la protohistoria de este presente cuya rotulación solo puedo imaginar a partir de la ironía mordaz del narrador que Félix Bruzzone se inventa en Los topos. Un tiempo «post-post»:

 

A los años sesenta argentinos, según Oscar Terán, hay que introducirse por la filosofía. Así lo pide el objeto: son años sartreanos, años de formación de una nueva izquierda, años en los que el peronismo, proscripto, aparece como una clase, la clase trabajadora. El objeto mismo es filosófico, si nuestros años sesenta –en la lectura de Terán- son la protohistoria de nuestros años setenta.

El objeto de este ensayo, en cambio, pertenece al género de terror. Es un objeto estético, antes que filosófico-político. Los espantos encarnan, en el modo de la ficción pura, lo postdictatorial de la Argentina. Por eso, para introducirse a ellos, hay que hacerlo por la estética, la parte de la filosofía que, después de Adorno, se dedica a pensar rigurosamente, con tanto rigor como la política, en términos de no verdad.

 

La segunda decisión que toma es la que permite no solo entender lo que nos pasó sino lo que nos pasa. Hablo de un «nosotros» del que participan no sólo los actores que se reconocerán, casi al final de este escrito, conscientemente afectados como tales por algo más que un conjunto desafortunado y eventual de acontecimientos locales (acepción que intenta referir, en este caso, al territorio nacional). Hablo de la sutil entrada, a partir de categorías de la estética, al análisis de las grietas que separan realidad de deseo, juicio de conocimiento de juicio de sentimiento. Hablo de cómo logra, a partir de estas mismas categorías, desmantelar las calibradas e inteligentes operaciones a partir de las cuales se habilita que la derrota se presente como victoria mientras correlativamente, la victoria se exhibe deliberadamente como la derrota que no fue. Hablo de mucho más que una “batalla cultural” (aunque también se libre una batalla cultural). Hablo de una pugna por el gobierno entendida como posibilidad de desplegar un programa económico, educativo, científico y comunicacional que logre por fin, para la clase que lo promueve, que sea el Pueblo representado el que lo lleve al triunfo. Ese Pueblo que contra sí mismo vota un modelo que excede el que defiende un partido o una agrupación de partidos de un paisito del sur de América Latina. Ese Pueblo que no supimos escuchar quienes hablábamos en su nombre desde las universidades públicas, los organismos de gestión estatales, el sistema científico con sus aparatos de divulgación, la Biblioteca Nacional y un largo etcétera, figurándonos el Pueblo irrepresentable, el que queríamos que fuera y que no fue (¿será?, ¿será como quiere que sea o quería que fuera Juan Gelman en su ya clásico poemario País que fue será, escrito entre 2001 y 2002?):

 

No verdad es lo que significa la democracia, tanto en el círculo del arte como fuera de él: opinión, discurso, disenso, perspectivismo, economía cultural, producción de lo nuevo como trasmutación de un valor vigente, no creencia en la originalidad, retorno a un lugar de comienzo.

Lo contrario de la no verdad, cuando lo no verdadero no es lo falso, es el orden social justo que iba a fundar la revolución tras su victoria: la patria socialista. Entre la perspectiva de la verdad y la de la no verdad, en Argentina, media la dictadura.

Todo revolucionario argentino, a comienzos de la década del setenta, habla en nombre de otra vida que la vida de derecha: la vida verdadera, la vida que le atribuye al Pueblo, al Pueblo irrepresentable, no al Pueblo representado.

La relación entre el revolucionario y el Pueblo, en un contexto así, no está mediada por un juicio de conocimiento (un juicio que podría ser falsado, si el Pueblo no se diera a la presencia), sino por un juicio estético en el que el Pueblo, como portador de la vida verdadera, no necesita aparecerse como objeto, porque el objeto de ese juicio es un no objeto, el Pueblo irrepresentable, no el Puelo representado, el Pueblo hecho número, el Pueblo que vota al FREJULI en 1973 y reelige a Menem en 1995.

El juicio del revolucionario, para la filosofía política, es un error; para el psicoanálisis, una alucinación: lo piensan, en los dos casos, como un juicio de conocimiento, no como un juicio estético. Para la estética, la no verdad de ese juicio (cuya fórmula sería: ‘esto es sublime’) proviene de una práctica legítima, que se vuelve inevitable cuando un sujeto siente, en una situación concreta, que la experiencia que está viviendo, por su intensidad, desborda sus sentidos, sin importar que el objeto esté presente.

La no verdad, aplicada al juicio de quien cree cercana la vida verdadera, impide hablar de error o alucinación (…). En el lugar del conocimiento aparece el placer, el placer ante una presencia suprasensible, la del Pueblo irrepresentable

 

Junto a esta distinción y junto a la perturbación que supone, Schwarzböck inscribe el concepto de «postdictadura». Un concepto que, contrariamente a mis (si bien agujereadas) demarcaciones (aunque demarcaciones, de todos modos), lee la persistencia de un tiempo en otro a partir de los restos de un modelo económico pero también estético y cultural, más allá de la obvia y transitada apelación al fin del «terrorismo de Estado» como fin de la dictadura:

 

Los espantos, por pertenecer al género de terror, piden a la estética para ser leídos. Lo que en democracia no se pude concebir de la dictadura, por más que se padezcan sus efectos, es aquello de ella que se vuelve representable, en lugar de irrepresentable, como postdictadura: la victoria de su proyecto económico / la derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias / la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible.

La postdictadura es lo que queda de la dictadura, de 1984 hasta hoy, después de su victoria disfrazada de derrota.

 

Como bien observa Horacio González en El peronismo fuera de las fuentes, presente, pasado y futuro se anudan «de un modo más opaco de lo que llegó a percibir el presidente Alfonsín cuando, en una de sus alocuciones durante las asonadas militares que entrecortaron su período, propuso: ‘por un momento una ráfaga del pasado nos ha rozado’». Son justamente estas convivencias las que insinúan el carácter simplificador de cualquier corte temporal que pretendiera alisar bajo rótulos englobantes complejos momentos de nuestra cultura que suponen «formas de vida» en conflicto. Porque la pregunta de González respecto de si la democracia supone «una forma de vida» (7), trae consigo una impronta afirmativa que no aplaca la atención a lo incompleto, a lo que resta y a lo «por-venir». Es en esta línea que en un texto reciente sobre las clases de los críticos en la universidad argentina de la posdictadura me atreví, no sin prevenciones, a esbozar una periodización respecto de sus diferentes momentos mientras resaltaba su muy relativo «fin» (hoy no solo subrayaría el término «relativo» sino que lo complementaría con el ya citado rótulo robado al personaje de Bruzzone). Momentos trazados junto al énfasis en el carácter superfluo de «toda hipótesis de marcha» identificada con un estado de las cosas conquistado «para siempre» y/o sin restos, sin vestigios residuales, sin emergencias «monstruosas», sin fisuras. Como bien observa González, cuando se hablaba del pasaje de «la anomalía dictatorial a la democracia recobrada» se trazaba «un arco que calcaba los modelos ejemplares de tránsito cultural, desde la oscuridad a la razón y desde la barbarie a las luces civilizatorias». Por efecto mágico la historia «se repartía en dos y comprendía en el hemisferio recobrado todo lo que uniformemente pertenecía a la vida buena, plausible».

Respecto de este punto, quisiera destacar que el libro de Schwarzböck va mucho más allá: es la categoría de estética de la «explicitud» la que emplea para detectar los puntos en los que se materializa la victoria de los esquemas económicos y culturales que se consolidaron durante la dictadura. Una victoria que se afianza en la década del noventa (y que, agrego, se reafirma en el estado «post-post» del presente):  

 

Lo que la dictadura depara con su victoria económica –los espantos: un plural sin singular– no se hace explícito, como objeto estético, ni bien los represores dejan el gobierno: recién entra en el régimen de la apariencia pura, convirtiéndose en un objeto explícito, en la década del noventa.

(…) Para que los espantos espanten con seriedad justo en el momento histórico en el que ya no necesitan ocultarse, se tiene que abandonar, en la operación de representarlos, el lenguaje negativo, antiexplícito, que fue característico del arte post Auschwitz.

(…) Cuando finalmente la tecnología, con internet, se adecua a los deseos humanos, la estética explícita ya es, de manera ostensible, la estética hegemónica de la sociabilidad contemporánea.

 

La lógica de la «explicitud» es la de la cámara: «si alguien poderoso no oculta su accionar clandestino a la mirada de la cámara es porque se considera a sí mismo, más allá de las críticas que pueda recibir, como inmune a toda destitución. Si todo lo que pueda criticársele no alcanza para que su poder merme, ese poder aumenta, por el solo hecho de que no ha podido mermar». Este incisivo análisis junto a su interpretación de ciertos hechos políticos de los setenta permiten leer los hechos políticos del presente con la lucidez aguda que no encontré en ningún trabajo académico de los últimos meses (su libro, cabe aclararlo, lleva un prólogo que Caramés y D’Iorio datan en diciembre de 2015, es decir, apenas había asumido el gobierno de «Cambiemos»: en definitiva, antes de los Panamá papers y del cinismo despreocupado con que se admite la participación en estos negociados, más todo lo que vino después y que ya aquí parece avizorarse). Su interpretación de la relación de «Montoneros con el Pueblo irrepresentable», su interpretación de la relación «de la democracia con el Pueblo representado» tramada en términos de «no verdad», es decir, de «juicio estético» (más acá y más allá de que esas relaciones se hayan fundado en la «voluntad de verdad») permite entender la sorpresa de muchos, no solo por el triunfo de Mauricio Macri en las últimas elecciones presidenciales sino por la derrota de Daniel Scioli. Derrota porque era en términos de victoria en primera vuelta como muchos habíamos imaginado el escenario. Si bien Schwarzböck no habla directa y específicamente de este corte del presente, su lectura de aquel escenario de los setenta lo ilumina: «si hay que introducirse a los espantos por la estética, no es para desocultarlos como algo que está oculto», aclara, «sino para detenerse en la apariencia, como haría una cámara, para ver qué hay cuando nadie mira».

La metáfora inteligentemente robada al cine de Lucrecia Martel es el hilo que hilvana la escritura: es La mujer sin cabeza el cuento que se cuenta para pensar la figura de «los espantos». Pero no es sólo este cuento que tiene como personaje a Verónica (la odontóloga que mientras atiende el celular atropella en la ruta a un niño o a un perro y sigue, sin detenerse, sin volver atrás) el que se trae, si bien es el que sobresale. La referencia a mujeres «sin cabeza» envía a la catequista de La niña santa y a Tali en La ciénaga. Estos envíos, si bien ocupan un lugar marginal en el texto, tienen un sitio clave en la ácida lectura respecto de nuestros andares cotidianos y respecto del lugar que en esos andares juegan la posición de clase y dentro de ella, la educación a la que se accede, tanto la formal como la no formal (esa que crea los habitus más enquistados y contra la que la formal debe trabajar muchísimo si lo que quiere es menguarlos). Como se verá en el pasaje que a continuación transcribo, Schwarzböck pasa de Martel a Proust y de ambos a la lectura de la relación entre clase y poder en la Argentina desde el 30 hasta un insinuado presente:

 

La impunidad de Vero, no obstante, no necesita inteligencia: está garantizada por su familia, que tiene vínculos con los tres poderes del Estado. Esos vínculos –que no le agregan ninguna distinción a su persona- la hacen pertenecer, de suyo, a una clase acomodada.

Al comienzo del segundo tomo de En busca del tiempo perdido, la madre del narrador no termina de entender por qué el Marques de Norpois ha aceptado un cargo en un gobierno que –según él mismo dice– representa a las clases populares y no a la propia. Lo que ella no concibe –por ser de clase burguesa y creer en la meritocracia– es que un aristócrata, para mantener sus privilegios, se ensucie las manos con la política. El narrador, en cambio, sí lo entiende: lo que hace el Marqués es lo mismo que hicieron sus antepasados, de lo contrario, no tendrían privilegios.

A partir del golpe de 1930, son las élites militares las que imponen la costumbre de ocupar el Estado a través de la familia. Las familias oligárquicas ingresan a la administración pública en el primer estrato, que es el más contingente, pero dejan las capas familiares en la segunda línea, que es la que va a permanecer y hacer carrera. Así cuando el funcionario se va, los parientes nombrados quedan. Lo mismo sucede en la justicia, en las fuerzas armadas y en las empresas estatales.

 

Lo que Schwarzböck ataca es no solo la liviandad y la frialdad con que se consumen relatos y archivos que suponen una «mirada posthumana» (las filmaciones de Guantánamo, las fotos de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib durante la guerra de Irak, entre otros) sino que también delata el atontamiento y la seducción generada por discursos que encarnan una forma de vida. Una «vida de derecha». Una vida que en Argentina se promociona durante el menemismo (y agrego, también en los discursos de campaña que llevaron al triunfo de «Cambiemos» durante las últimas elecciones). Schwarzböck precisa por qué en su momento Menem lleva a sus opositores a enredos que impiden cuestionar radicalmente la política económica que conducirá a la crisis del 2001 (similares artilugios, coronados por un estratégico slogan de campaña, serán los que lleven a Macri a la presidencia: similitud definida por una exhortación que supo tocar los puntos de condensación del deseo del Pueblo representado mientras se con-fundía arteramente el destino del gobierno del Estado con un concurso de «Bailando por un sueño», incluida en esa fantasía la banalidad con la que se prometía la solución casi automática –y por lo tanto, mágica– de los conflictos entonces existentes):

 

Los opositores, si aspiraban a ser gobierno, debían prometer más Convertibilidad mientras criticaban lo que el propio ismo les ofrecía, a modo de imágenes explícitas, como su fiesta y su gasto (el consumo en cuotas de artículos importados como la contracara de la desindustrialización; los canales de TV recién privatizados, llenos de ‘pechos como globos aerostáticos’, como la contracara del Nuevo Cine Argentino; los indultos a los comandantes de las juntas militares como la contracara de la autocrítica del papel de las fuerzas armadas en la dictadura hecha por su comandante en jefe, Martín Balza).

 

«En cuanto al pacto de gobernabilidad con los poderes establecidos, el menemismo (que duró 12 años: de 1989 a 2001) es una continuación acelerada del alfonsinismo»: esta afirmación se repite algunas páginas más adelante. Solo una mirada apresurada podría ver allí un fallido. Schwarzböck incluye al breve gobierno de la Alianza dentro del mismo «ismo» y con idéntico énfasis señala, como vimos en la cita anterior, los puntos en que ni siquiera en la campaña este modelo se volvía objeto de cuestionamiento. Importa consignar los fundamentos que le permiten constatar una continuidad entre los años de Alfonsín y los de Menem (prácticamente los mismos fundamentos que llevaron, en mi caso, a hablar de posdictadura para estos períodos):

 

No sólo por los indultos a los Comandantes, que completan las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, sino por consumar el proceso de desindustrialización iniciado en la dictadura (y no revertido por el gobierno radical) y el desmantelamiento del Estado (con la privatización de las empresas públicas y el traspaso de las escuelas nacionales a las provincias y los municipios) sin alterar su funcionamiento mafioso en las áreas de Seguridad y Defensa (aunque, en este punto, Menem es más sutil que Alfonsín, porque le quita poder territorial a las tres Fuerzas, al eliminar el servicio militar obligatorio, mientras les habilita pingües negocios, como el tráfico de armas).

El menemismo, con su apelación al fin de la historia, muestra lo no político de la política, aquello que la hace afín a lo numérico, a la medición de voluntades cambiantes, y compatible con el clima de negocios. Pero lo no político es parte de la política no por perversión, sino porque su práctica en democracia, en la posguerra fría, cuando ya no hay revoluciones en el Tercer Mundo, está sutilmente atada a los ciclos del capitalismo, incluso por las acciones contracíclicas.

Aun cuando la política sea discordia, separación entre amigos y enemigos, desacuerdo, conflicto, discusión, militancia, territorialidad, trabajo en el territorio, trabajo en el Estado, imaginación, pensamiento, construcción de hegemonía, espera, tiene un momento no político que, mientras amenaza con destruirla, la vuelve compatible con la dimensión numérica de la democracia: negociación, quid pro quo, altas esferas, verticalismo, internas, cambios de bando, burocratización, purgas, sentimiento de fin de la historia, tiempismo, maquiavelismo, enemigos principales y secundarios, amigos principales y secundarios. Por todo lo no político que contiene la política, siempre se quiere moralizarla, desde el institucionalismo abstracto, y substituirla por una comuna o una asamblea, desde la izquierda anarcoesteticista.

El menemismo, lejos de ocultar lo no político de la política, hace todo lo contrario: busca banalizarlo, haciéndolo visible. De ahí que a partir de 2003 se hable de la década neoliberal, y no de la década menemista, como si durante esos años no se hubiera necesitado de la política para subordinar a la Argentina a los dictados externos. Si el menemismo exhibe lo no político de la política es porque en la posguerra fría, sin el fantasma de la patria socialista, la explicitud siempre es más eficaz que la clandestinidad.

 

No me distraje. No olvido que encuentro la clave de este ensayo en su análisis de las grietas entre el Pueblo irrepresentable y el Pueblo representado. Clave que explica por qué para Schwarzböck «el hito más importante del menemismo» es «la reelección de Menem en 1995, tras los indultos y las privatizaciones». ¿Por qué situar allí el «acontecimiento» de su gestión? La respuesta es terminante: «el Pueblo se hace responsable, con el resultado de las urnas, de las medidas en su contra». Y estamos hablando de un tiempo en que la hegemonía mediática no tiene las características casi monológicas que adquiere en el presente (una batalla contra la que algo pueden, aunque no mucho, Internet y las nuevas tecnologías junto a las pocas emisoras radiales, canales televisivos y diarios no oficiales ni oficialistas). «El propio Menem, en los años noventa, es el paradigma de la seducción menemista: un peronista que, sin dejar de llamarse peronista, se muestra seducido por todo lo que el peronismo, desde 1945, llama a combatir. Los que dejan de llamarse peronistas, ante esta paradoja, no son los partidarios de Menem, sino los peronistas que creen que el peronismo, en ese momento (sobre todo tras la reelección de Menem), se ha vaciado de contenido. A esos peronistas se les dice, desde el menemismo, ‘que se quedaron el 45’»: ¿qué es lo que Menem llama a combatir?, interroga Schwarzböck. Otra vez, la respuesta será rotunda: la vida de izquierda.

Pero lejos de detenerse allí, intenta entender ese comportamiento y su repercusión, intenta analizar «por qué el Pueblo, cuando se vuelve representable, no quiere la vida de izquierda», «por qué la izquierda espanta al Pueblo» y, yendo bastante más allá, por qué la «incapacidad para imaginar una vida de izquierda» es «consustancial a la postdictadura». Su respuesta demuele una representación expandida de la supuesta conquista lograda a partir de 1984: «para poder condenar al Estado por la desaparición sistemática de personas, antes que por la política económica a la que esas desapariciones sirvieron, la sociedad argentina, a partir de 1984, santifica la vida de derecha». Una condena que, por otro lado, tranquiliza a los responsables civiles de ese «proceso» que arranca mucho antes de marzo de 1976: «la lesa humanidad cometida por personas no civiles buenifica, como un todo, a la población civil». Eso explica la exculpación de los responsables económicos de ese «proceso»: palabra que cabe restituir a la conversación en ciencias humanas y sociales, como postula y fundamenta extensamente en un artículo publicado en el número 3 de la revista online El taco en la brea de mayo de 2016. Agrego que esto explica no soólo por qué no atemoriza sino por qué seduce a amplios sectores populares la vida de derecha que promociona Macri en Argentina (Capriles en Venezuela, Temer en Brasil): «en lo que tiene de terrorismo de Estado (y no de victoria oligárquico-banquero-multinacional), la dictadura es la vara con que, a partir de 1984, es medida la derecha. La derecha, al no tener la forma de un ismo, se estetiza como sublime: un sublime maldito. Quien se encuentra frente a una persona de derecha no logra temerle lo suficiente hasta que no la asocia, de un modo directo o indirecto, con la dictadura».

Y qué es, en definitiva, «una vida de derecha», se preguntan en el prólogo a este ensayo Caramés y D’Iorio. La respuesta arriesga aquello que Schwarzböck solo bosqueja: «Vida de derecha –decimos nosotros– es el sueño de una vida sin problemas. Y la vida sin problemas –dicen otros– es matar el tiempo a lo bobo. Matar el tiempo a lo bobo es una (nueva) forma de matar al sí mismo y a los otros, pero ahora sin nervio, sin drama, sin épica. Matar banalmente, por descuido, para no aburrirse, por omisión». El balance de su prólogo es deceptivo: la «batalla vitalista» la ganó la derecha, anotan. «La vida de izquierda» es hoy «la forma de vida planetariamente derrotada». Una derrota que incluye, entre otras cosas pero fundamentalmente, no interrogar las muertes silenciosas «que provoca la vida de derecha»: «podemos impugnar las muertes provocadas por los proyectos vitales de la izquierda y afirmar ‘no matarás’, y en el mismo momento, caer rendidos ante la evidencia de que morimos aquí y ahora desatendidos, olvidados, rechazados, ignorados, si no actuamos concretamente para evitarlo. Esto es, si no hacemos algo para evitar que mueran siempre los mismos». Esos «mismos» que aparecen en las crónicas de Cristian Alarcón y en su activista visibilización de las de otros que escriben sin el poder de poner en la vidriera que da la firma que ya él es. Así, en el XII Argentino de Literatura celebrado en junio de 2016 en Santa Fe, Alarcón produce la operación más prolífica de su conferencia cuando hace caer junto a sus textos los de Larisa Cumin y los de Barrio 88, un colectivo militante de la zona cuyas fantasías de intervención se materializan a través de la escritura de crónicas. Crónicas sobre la muerte silenciada de Ana María Acevedo (sobre cuyo cuerpo ejerció su poder la moral patriarcal y religiosa institucionalizada en los aparatos burocráticos de un hospital público de Santa Fe que no le permitió abortar a pesar de su cáncer avanzado). Crónicas sobre la muerte silenciada de un pibe acribillado por la policía al huir de un robo a una panadería. Crónicas sobre muertes de NNs. Nadies de una poco mediática ciudad de provincia. Crónicas que caen junto a «Semilla», ese poema de La cura que Claudia Masin dedica «a la memoria de David Moreyra, el chico de 18 años que murió en Rosario tras tres días de agonía después de ser linchado por una multitud tras un aparente intento de robo». Un poema que exhuma un cuerpo que no importa. Un poema cuyos efectos de archivo interrogan la ligereza con la que consumimos las noticias de las muertes de todos los David Moreyra de nuestros días junto a la banalidad con la que no asumimos nuestra responsabilidad de clase en esos homicidios barnizados de defensa de «lo propio»: «Yo quiero estar en la respiración dificultosa del chico moribundo,/ el ladrón adolescente tirado en el asfalto mientras una multitud/ lo muele a golpes, ser la catarata de imágenes/ que aparecen para liberarlo de la fealdad de lo que ve:/ es decir, ser el vértigo de sus primeros pasos inseguros/ sobre el piso de tierra, la alegría de poder pararse al fin/ en las dos piernas, un árbol pequeño su cuerpo,/ aunque ya entonces guiado por una rama vieja,/ un tutor que no lo deja crecer hacia el sol aunque le permita/ recibir algo de su tibieza».

No me distraje. Di esta vuelta para dejar para el final el nudo de la argumentación de Schwarzböck. Su punto más controversial y a la vez más imponente: «la formación de un colectivo que actúa en nombre del Pueblo (del Pueblo irrepresentable), al que considera portador de la vida verdadera, y lo hace sin consultarlo, constituye un problema estético». Y sigue: «la aspiración de todo juicio estético a la universalidad –a ser válido para todos los sujetos– siempre queda en el estadio de la aspiración, sin poder realizarse empíricamente ni siquiera cuando la parcialidad que aspira al poder triunfa sobre otras –como sucede en democracia– y deviene Estado. Tampoco en las revoluciones triunfantes los juicios estéticos se universalizan: esas clases de juicios, siempre individuales y con voluntad de volverse colectivos, son los que inspiran las obras filo-oficiales». Escrito desde la estética y haciendo foco en las tensiones entre Pueblo irrepresentable y Pueblo representado materializadas en los discursos que permiten leer la Argentina de los setenta y luego, de los noventa, Schwarzböck lee la Argentina del presente. De este tiempo «post-post» o, dicho en sus términos, de «postdictadura»: «La militancia revolucionaria, al no poder ser pensada sino como homogénea (sin diferencias de clase, sin fisuras, sin internas, sin política, sin rivalidades entre agrupaciones), resulta inconcebible en su particularidad: es un universal abstracto y, en tanto tal, pertenece al léxico del primer Prólogo del Nunca más». Ese prólogo que abonaba la «teoría de los dos demonios» discutida por otro incluida en la reedición ampliada de 2006, a 30 años del golpe de Estado. Un nuevo prólogo firmado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación que Schwarzböck emplea para reforzar su propia conceptualización, su propias hipótesis sobre el pasado y por deriva, sobre el presente: si al 24 de marzo de 1976 «no existían desafíos de seguridad para el status quo porque la guerrilla ya había sido derrotada militarmente», puede conjeturarse entonces que el Terrorismo de Estado «desencadenado de manera masiva y sistemática por la Junta Militar» buscaba imponer otra cosa: «un sistema económico» que arrasara «con las conquistas sociales de muchas décadas» y que «la resistencia popular impedía que fueran conculcadas».

Lo que se quería imponer, en definitiva, era una vida de derecha: un modo de vida que va mucho más allá del que se instaura bajo un régimen militar. Un modo de vida que, vía la devastación del sistema educativo público unida a la hegemonía mediática, logró consolidarse (a pesar del intento de corrosión ensayado durante un poco más de una década) sin necesidad de las armas en los tiempos de la «postdictadura» (o en mis términos, en los tiempos de la posdictadura y el post-post del presente). Tiempos que la implacable mirada de Rodolfo Fogwill desnuda desde la crítica atravesada por la sociología y desde la literatura. Puntualmente, en Vivir afuera (1998) y en las notas para El Porteño publicadas en 1984 y recogidas en Los libros de la guerra (2008): textos que escribe mientras la fiesta alfonsinista (y luego la menemista) «está sucediendo» y que puede leer con distancia porque desconfía «de lo benéfico de su novedad» (tal como Schwarzböck advierte en el ya citado ensayo de El río sin orillas) mientras a través de un gesto verdaderamente diseminatorio revisa el término «proceso» retrotrayendo su inicio a 1972:

 

Fogwill llama dictadura militar –no cívico-militar– a una operación de carácter banquero-oligárquico-multinacional, cuya victoria fue enmascarada por los derechos humanos, violados para hacerla posible. Las demandas de justicia de los damnificados por derechos de sangre habrían hecho que ni se hablara de una sociedad damnificada en sus derechos de propiedad.

(…)

Él mismo, con toda la oscuridad ilustrada de la que es capaz, no puede imaginar hasta cuándo, haciendo un cálculo en la postdictadura, podría extenderse la victoria de la dictadura.

En 1982, Fogwill dice: no porque el brazo militar de la entente banquero-oligárquico-multinacional se haya rendido en Malvinas ha finalizado su proceso de reorganización nacional, que tuvo inicio en 1972: la señal más ostensible, para quien advierte que la entente se retira victoriosa, es que ‘nadie ha devuelto las picanas’.

(…)

Lo que Fogwill logra pensar sobre la dictadura, como beneficio de haber trabajado en ella para el poder económico, no para el poder político, es su victoria, una victoria que excede (y hasta contradice) su momento estatal. (…)

En su papel de ilustrado oscuro, Fogwill piensa para el salón literario (para entrar en él, diría cualquiera de sus miembros) el pensamiento de la dictadura: se imagina cómo pensarían los vencedores (los banqueros, la oligarquía agropecuaria, los CEOs de las multinacionales, los dueños de las empresas monopólicas) si su propósito fuera pensar.

Cuando dice, en 1984, los vencedores callan/ los perdedores piensan, narran, él está del lado de los que piensan y narran.

 

Schwarzböck parte de El caso Satanowsky de Rodolfo Walsh para poner en evidencia las continuidades entre el funcionamiento de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) en 1955 y el vigente hasta más de una década antes de su desarticulación. Se vale para ello de un caso de sobreinterpretación: un brutal error de lectura que nace de la indistinción entre militancias revolucionarias y piqueteras. Un error traducido en alerta sobre un (fabulado) complot destituyente supuestamente a encabezar en julio de 2002 por la agrupación Aníbal Verón. El saldo del error: el acribillamiento en junio del mismo año de Maximiliano Kosteky y Darío Santillán, pertenecientes al colectivo. Un saldo del que nadie en definitiva se había hecho cargo hasta que ese aparato paraestatal se desmonta, con altísimo costo, sobre el fin de un estilo de gestión que el Pueblo representado decidió no continuar a través de su voto en las últimas elecciones de diciembre.

Sobre estos restos, con estos restos se escribe nuestra historia y nuestro presente. Nadie supo ir más allá de Walsh, de Fogwill, de Nofal y de Jelin en su lectura. Me apresuro en corregir: nadie pudo. Hasta ahora. Hasta este libro de Schwarzböck.

 

(Actualización julio – agosto 2016/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646