diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En El gran dictador (1940), su primera película sonora, Charles Chaplin interpreta dos personajes: por un lado, hace de Hynkel, dictador de Tomania; por otro, protagoniza a un barbero judío. Al comienzo del film, aparece la siguiente nota: «Cualquier parecido entre Hynkel, el dictador, y el Barbero judío es pura co-incidencia (is purely co-incidental)». Antes que una casualidad, esa coincidencia señala una simultaneidad cómica, una superposición entre dos personajes y una misma persona que los representa, en definitiva: una incidencia mutua en la triangulación del chiste.
En las comedias de Chaplin suele repetirse un mismo sketch: hay dos sillas y tres personajes, cada uno de los cuales que cae rotativamente, a medida que las dos sillas se desplazan. Al final de El gran dictador, ocurre algo estructuralmente parecido: el Barbero judío es confundido con Hynkel y termina profiriendo un discurso radiofónico para el pueblo de Tomania. Al principio, su voz es tímida, retraída. Poco a poco comienza a ganar impulso hasta transformarse en una verdadera arenga a favor de la humanidad y contra la máquina, a favor de la ternura y la fraternidad y contra el cinismo racionalista; un discurso, en síntesis, contra los dictadores. Cuando el Barbero-Hynkel concluye su proclama humanitaria es aclamado, de manera unánime, por el pueblo y ejército fascistas como si la predicación de ese discurso y, en consecuencia, su escucha fueran, antes que ideológicas, puramente tonales, es decir, sordas al contenido, y aún más: mudas.
Como decía, algo cae en la triangulación, siempre falta una silla para sostener un cuerpo, un sentido se desploma, yace despatarrado en el suelo. Esa caída nos hace reír y la risa, como sostiene Henri Bergson en su ensayo sobre el significado de la comicidad, nos recuerda la vitalidad de un cuerpo. En otras palabras, en Chaplin aparece la idea de que la risa –y no los argumentos– acaso sea la única forma de deconstrucción del fascismo:
Yo había pensado que mis emisiones radiofónicas eran irrisorias, pero es difícil ser irrisorio en un mundo en donde tantos seres humanos son refractarios a la risa y a la reflexión, y están ansiosos de creer, rugir y odiar.
Esto nos dice Howard W. Campbell Jr., el protagonista genial de Madre noche (1961), la última novela de Kurt Vonnegut publicada este año por La bestia equilátera en la traducción de Carlos Gardini (entre paréntesis: Gardini hace un trabajo tan impecable que parece traducir del castellano al castellano; pueden hacer la prueba leyendo, además de Vonnegut, Stoner, de John Williams).
Howard W. Campbell Jr. interpreta, como Charles Chaplin, dos roles: es un doble agente que, en la Segunda Guerra Mundial, realiza transmisiones radiofónicas con propaganda nazi que contiene –cifrada en toses, pausas y demás muecas de la voz– información clave para el gobierno de los Estados Unidos. Campbell escribe sus confesiones entre rejas mientras espera el juicio de la República de Israel por sus crímenes de guerra: su propio país no reconoce sus servicios y acaba de pasar a la historia por sus famosas arengas radiofónicas pro-nazis. «No puedo negar que dije esas cosas. Sólo puedo alegar que no creía en ellas», escribe Campbell.
Y en esta encrucijada nos pone la novela: sus palabras fueron tan importantes para la causa aliada como para los nazis, que encontraban en sus discursos el combustible retórico –poético– de su fervor, al punto tal de que su suegra le confiesa: «Nunca pudiste haber prestado al enemigo tantos servicios como nos prestaste a nosotros. Comprendí que casi todas las ideas que sostengo ahora, que me impiden sentir vergüenza de todo lo que haya hecho o sentido como nazi, no venían de Hitler, Goebbels ni de Himmler, sino de ti».
La creencia en las palabras –cuando las palabras se transforman en objeto de fe– es el punto donde adviene la ceguera fanática: «Por mucho que alaben el dulce milagro de la fe inquebrantable, la capacidad para tener esa fe me resulta aterradora y nefasta». El poder y la fe nunca son risibles porque están emparentados con la omnipotencia divina: y, como sostiene Bergson, «no hay comicidad fuera de lo propiamente humano». Ahí donde no hay risa, parece decirnos de manera irreverente la novela de Vonnegut, hay, por defecto, poder maquínico y devoción. Dicho de otro modo: la fuerza real del traumatismo histórico reside en la demanda de una lectura trágica que amplía el espectro de gravedad del mundo, el imperativo de seriedad con el que debemos ingresar como espectadores en el teatro de los hechos.
En un ensayo sobre Dante, Agamben sostiene que la esencia de la tragedia es la identificación entre persona y personaje. «El sabio es, en cambio, aquel que, aunque acepte sin discutir el papel (la “máscara”), que la suerte le asigna, por humilde que sea, rechaza sin embargo identificarse con él y se limita a representarlo». La risa no siempre implica apatía, cinismo, indiferencia. Esa es la risa de Tinelli. Hay otros modos (críticos) de reír, por supuesto, como los de Chaplin y Vonnegut.
En Madre noche encontramos que existen, también, fascismos involuntarios igualmente horrorosos, que se puede ser fascista incluso luchando contra el fascismo o, como decían Deleuze y Guattari, que «es muy fácil ser antifascista a nivel molar, sin ver el fascista que uno mismo es, que uno mismo cultiva y alimenta, mima, con moléculas personales y colectivas». La risa nos distancia del personaje que somos y nos hace ver/escuchar la multiplicidad que nos atraviesa de manera constante. La novela de Vonnegut es una novela potente precisamente por esta razón: porque demuestra que sin risa no hay lectura crítica de la historia.
¿Qué significa, entonces, ser sincero, decir la verdad? Ya no el lenguaje en sí mismo, sino sus efectos, se divorcian de los sujetos individuales para alimentar una entidad colectiva con vida propia, una especie de monstruo que termina mordiéndole la mano a la boca que las pronuncia. «Pero la lengua [decía Barthes en su Lección inaugural], como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir». Esta certeza subyace en Madre noche: una de las formas de hacerle trampas a la lengua es poner en evidencia que la lengua es, en sí misma, una trampa.
(Actualización julio - agosto 2016/ BazarAmericano)